Con nitidez puedo ver las novedades de camisas a cuadros colgando en perchas en la primera segunda cuerda. En esta aquella unas camisetas boca abajo.
Su hombre está en casa. Con los 2 hijos de Nueva Zelanda, grandes y asilvestrados. No han ido a la manifestación a la que yo no he ido y yo (insisto) estoy sentado en un taburete de tres patas negro escribiendo mi dolor de estómago sin esperanza de curación ni un abanico de enjambres de ojos que acarician el devenir del sol cayendo en esta tarde tonta de noviembre.
Alcantarillas en forma de pinza verde para tapar el mal olor. Hoy un tipo casi me derriba o provoca mi vómito con un hedor incomparable. Se agrió mi expresión con el dolor de la derrota. Hoy pensé que mi trabajo será siempre un quebradero de cabeza y debería dejarlo para escribir pero tengo pánico ante la idea de no escribir así tampoco y comprobar que mi vida es una ficción que termina en el párrafo menos imaginativo de Dios.
El bolígrafo se ha declarado en huelga y tengo que creer que solo puedo escribir con los eructos que rompen el silencio un poema puerco para agrandar el horizonte a base de pedos contra los hijos de puta que quiero acribillar.
Mi cabeza me pide sangre: degollar a los lobos para ser un gorrino, un animal libre con un cerebro comestible y ratas en el estómago, ese que escribe, pidiendo la libertad a ritmo de puericultor.
No entiendo qué quiero decir.
No entiendo si tengo algo que decir.
Tengo miedo. Digo esto.