Me ha costado seguir escribiendo.
Me dicen que vaya terminando y yo creo que aún no me he atrevido a entrar verdaderamente al otro lado de esos cristales.
La luz de siempre. Dos cuerdas. Las de siempre. En una de ellas veo un cuerpo que no creo, porque no quiero creer, que es el de Marisa. Ahora que me atrevo a llamarla Marisa, ella cuelga con la boca abierta de la primera cuerda que pare ella era la segunda.
Está retorcida alrededor de su cuello amoratado y su boca se abre como si las mandíbulas fuesen de mantequilla.
No quiero mirar a sus ojos que sé que están abiertos y aún mirando hacia acá intentando desesperadamente llamarme para pedir ayuda. Sabía que tenía que terminar así. Puedo leer el futuro que es su futuro, no el mío, y jurar que lo sabía, ella acabaría pensando que los caminos de la vida conducen a la misma nada que una televisión apagada, que un marido infiel que la golpea, maltrata, veja, viola hasta hacerla sentir la mierda que es.
No puede llorar. No puede apoyarse en nadie ni fugarse con ese pescadero de labios amorfos que mira sus tetas insinuándose cada sábado por la mañana, detrás y delante de cada otra clienta. Tampoco para él es nadie y como aquel olvidado esquimal que murió en la tundra, más allá de la tundra, luchando contra una tormenta invencible de nieve de viento, ella también lo sabe.
Se ha matado pero yo tengo que contar su historia y esto es solo el principio o acaso no se puede hablar sino de palabras en el aire que flota como sílabas sin sentido, como letras desarticuladas que abren bocas, sexos, culos, cielos nublados por donde un rayo de luz (no verde) cae contra nosotros.