Personalizamos y nos identificamos con dispositivos, como cuando decimos que me he quedado sin batería como si mi móvil fuese todo mi yo, como si realmente tuviese o tuviésemos (pasar de plural a singular es para disminuir la omnipresencia de mi ego) una batería química que se carga y se descarga aunque no queda nada claro de qué manera se almacena esa carga (presumiblemente) energética.
Nos cargamos en vacaciones, nos descargamos en el trabajo y, alguna vez y es más grave, con algunos amigos nos descargamos…
Decimos estar sin conexión o frases como no tengo cobertura (y no de la seguridad social) como si uno de nuestros dispositivos encargados de conectarnos o cubrirnos no lo estuviese haciendo, pero ¿a qué nos conectamos?
Y entonces surge lo sorprendente: respondemos que nos conectamos a Internet o a una red de telefonía móvil y nos olvidamos de que eso es solo el medio y no el fin: ¿a qué deseamos conectarnos? ¿a otros dispositivos o a otros seres humanos?
Confundimos el medio con el fin (en temas económicos es aun más obvio y dañino) y lo peor es que acabamos olvidando el fin, nos quedamos sin objetivo y nos agobia que no funcione el medio hasta que, habida cuenta del error mencionado, nos sentimos aislados, solos, inconexos.
Pero no lo estamos: basta con mirar a los ojos a quien tienes cerca para darse cuenta de que, con la verdadera conexión, es imposible desconectarse del mundo.