Ayer vi una publicación en un muro de esos de las redes sociales en la que una muchacha se lamentaba de que había tenido que eliminar a un «amigo» por quejarse de su forma de pensar repetidamente. Parece ser que le achacaba el hecho de ser «roja«, de izquierdas, más o menos insistente al respecto. Ella defendía su ideología, pero decía que no soportaba que se metieran con su forma de pensar.
Pero yo me quedo con una cosa, al tal amigo no le molestaba la forma de pensar de la muchacha, sino lo que pensaba.
No es lo mismo.
No es lo mismo en absoluto.
Pensar no es lo pensado.
Pensar es una acción. Lo pensado, un objeto.
Verbo frente a sustantivo.
A mí lo que suele molestarme es la forma de pensar, la mala forma de pensar, aquella que ignora la lógica, el método de pensamiento que puede conducir a lugares más o menos comunes, pero fundamentados, eso sí, lo que no me importa es el lugar, sino la forma de llegar.
Pensar es una acción apasionante que ocurre en el universo más delicioso concebible. Quizá por esto sigo leyendo a Wittgenstein. Él sí sabía la diferencia entre pensar e idea.
O, como diría una canción, el pensamiento no puede tomar asiento, el pensamiento es estar siempre de paso… del gran Luis Eduardo Aute, artista, cantante y pensador.
Cuando se asienta, se muere, se objetiza, se concreta, se detiene… y huele mal. Es lo que tienen las ideas fijas, que son como lagos de agua estancada, viscosos y putrefactos, aparentan tener más fondo del que en realidad tienen y no merece la pena, ni siquiera, saber cómo han llegado a estar tan verdes.