El otro día
(sé que era otro día
distinto del de hoy)
tuve que enviar un grabado
por correo postal
y me acerqué a la oficina central
del edificio de la plaza de Cibeles.
Fue complicado encontrar la ventanilla
sin cristal
desde la que enviarlo
y previamente
tuve que solicitar un sobre adecuado
que vendían en otra ventanilla
sin cristal.
El amable funcionario
me proporcionó
un paquete
conteniendo
un par de pliegos de papel marrón
una cinta adhesiva
y cuatro etiquetas
para dos destinatarios
y dos remitentes.
Tuvo la gentileza de prestarme
además
unas amenazantes tijeras
para cortar la cinta adhesiva.
Lo que no pudo hacer es conseguirme un lugar adecuado
sobre el que apoyar las cosas
que tenía que embalar
y me recomendó que me fuese a una mesa
diminuta
donde pude maniobrar.
Llevaba un abrigo invernal
para cubrir este mal tiempo inesperado
y estaba teniendo mucho calor
así que lo apoyé en la silla que había
mientras intentaba
con mi torpeza manual
empaquetar el paquete.
Una mujer bien entrada en años
tuvo también la necesidad de acceder
al servicio de mesa.
Su avanzada edad le había conferido cierta dulzura
y cierta incapacidad para mantenerse erguida.
Tiré mi abrigo al suelo y le presté
la silla.
Me miró algo escandalizada y me dijo
algo así como
que cuidase las cosas.
Le respondí raudo
que prefería cuidar
a las personas.
Me sentí muy bien
por haber tirado mi abrigo al suelo.