El domingo pasado, en Daimiel, no pude escapar de una maldita procesión, de esas religiosas que inundan las calles de nuestro país con la excusa vana de la tradición.
Me planteaba un problema que era el de estar formando parte pasiva del evento: habíamos ido (Carmen y yo) a tomar unas cañas con su hermano y su familia. Estábamos en mitad de una plaza cuasi peatonal por la que, repentinamente (aunque estaba avisado, pero yo no lo sabía), se presentó una comparsa de sevillanas y viejitas con mantillas, unos cuantos en una banda musical tocando pasodobles y marchas militares, aunque casi podría decir que son sinónimos (alguno lo hacía bien, he de reconocer) y unas niñas vestiditas con trajecillos típicos manchegos. Detrás, terminando la procesión, un grupo de hombres cargaban con una estructura que se preveía pesada sobre sus hombros. Sobre la estructura una figurita de una presunta madre de un presunto hijo de un presunto dios… cuya sexualidad queda en duda. La madre no era tan natural como para haber sido engendrada de manera heterosexual, sino por algún tipo de inseminación artificial, según cuentan.
Aún había más: detrás de esa ostentosa muestra de horterada dorada, avanzaban unos lugareños con velas y otros aparejos encendidos, con miradas pánfilas y saludos de cortesía.
Mi problema/dilema era si seguía formando parte de aquello o me levantaba y me iba.
He decidido hace tiempo que es necesario empezar a ser un poco más radical. Parece mentira, pero sí, me parece que hay que empezar a decir más frecuentemente no. Un NO grande y obsceno, un no, de los girondinos, de los guillotinantes, un no noooo, un puro no, vaya, un no de tres y cuarto, un no de no me da la gana, real o republicana…
Inclusive, he llegado a escribir un curso para decir no, completamente gratuito.
Por ejemplo, habiendo tanta gente que dice ser atea, o no practicante, ¿cómo puede ser que no conozca apenas nadie que se niegue a entrar en una iglesia a formar parte de una ceremonia religiosa? Sé lo que es presión social, pero debe ser contraatacada, porque está empezando a hartarme tanta pasividad.
Llegan estas fechas, primaverales. Los infantes hacen las comuniones, las parejas se casan (aún por la iglesia muchas) e incluso bautizan sin parar a bebés ignorantes de lo que les hacen. Las familias, con cariño y buena fe, invitan al personal a formar parte del evento, invitan a asistir al acto sin darse cuenta o no queriendo darse cuenta de que es un acto político: Están dando importancia capital a eventos religiosos. Y luego, dicen, hay contrariedad por la Ley Wert… pero no es cierto. Nadie (o casi nadie) dice NO. Yo no quiero formar parte de ese evento porque es religioso. Así, sin más. Por el hecho de que mi no-religión no me lo aconseja. Por el hecho de que deseo un modelo de sociedad laica y desenganchada de la simpleza de la religión y, más aún, porque me cabrea sobremanera que sea realizado en un recinto financiado con dinero público.
Podría compararlo con qué haría la gente en una manifestación mayoritaria, en la que vuelva a pesar la presión social, como ocurre en la fotografía que acompaña esta reflexión. Podría compararla con una participación masiva en un ritual de festejo irrespetuoso como el de una victoria fulbolística, por poner un ejemplo.
En esta ocasión se trataba de enfrentar el hecho de que la procesión había ido a donde yo estaba y no al revés, y pensé en si era una incoherencia mantenerme allí. Sentí que no debía dejar el sitio, que no debía irme, que aquello era, de alguna manera, ceder terreno en una guerra…
Pero no pude evitar sentir también cierta tristeza sabiendo que estoy absolutamente en desventaja.