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Crónica de una ciudad que a veces es muy dura pero de la que sigo enamorado.
La quiero aunque tenga granos:

Hace algunos meses estuve en un puestecillo del rastro donde,
pensaba yo, vendían camisetas.
Compré una camiseta blanca con aspecto de cómic y logotipo del PGB. Partido de la Gente del Bar.
Me gusta mucho y además es fresquita así que estoy usándola en cuanto sale de la lavadora y se ha secado en la barra más ancha del tendedero que evita que se arrugue.
Hace tres semanas, volviendo de mis clases de teatro con Lilian y Raúl, al cruzar a Gran Vía, justo a la altura del edificio de Telefónica, una pareja de chicos punkies nos pidieron dinero.
Les sonreímos, pasamos de largo y no les dimos nada.
Uno de ellos, vuelto hacia nosotros comenzó a increpar contra mí por la vergüenza que le daba que alguien como yo vistiese esa camiseta.
Según él, yo la deshonraba por ser un hipócrita burgués disfrazado de chico progre.
Bueno, pensé yo, igual tiene razón. Así que no me molesté en darme la vuelta para sugerirle algo de prácticas de tolerancia y liberación de algún prejuicio.
Pero, de hecho, sus frases me han hecho pensar, una vez más, sobre el arraigo de mis pensamientos y su puesta en práctica.
Yo no voy a re-negar de lo que soy y he sido, de lo que he vivido y vivo, igual que soy blanco y con ojos verdes.
Tampoco era el momento de explicarle mi evolución, mi acercamiento a posturas que puede que tengan que ver con el mensaje de la camiseta.
Él, posiblemente, tenía las ideas muy claras pero, he de reconocerlo, a mí me resulta dificilísimo ir afianzando ideas, concretando metodologías. No sé si es bueno o no recoger la propaganda que me tienden a la entrada del metro de Plaza de Castilla para después tirarla.
Yo lo que sé es que lucho por una causa que me permita vestir con una camiseta divertida sin dar explicaciones. No creo que esa causa esté reñida con el mensaje de la camiseta.
Puedo entrar en paranoias cíclicas como el pensar si el adquirir la camiseta de la forma en que lo hice no es una aceptación del sistema y, por tanto, un acto intrínsecamente reñido con el mensaje de la misma.
No tengo demasiadas ganas de perder el tiempo en pajas mentales.
Ya conozco preguntas parecidas como ¿qué se refleja en un espejo cuando nadie lo está mirando?
Pero lo mejor es que el Principio de Incertidumbre es la I.
Y es que a preguntas de ese estilo hay que responder con diversión.
Yo llevo la camiseta porque me gusta y es divertida.
Ayer noche, a las cuatro de la madrugada, volviendo a casa después de una tarde-noche bonita y poética, fructífera, tuve otro altercado en Gran Vía.
Iba caminando, sin saberlo, por la Calle de la Virgen de los Peligros desde Sevilla a la Gran Vía.
Llegué y en la esquina giré a mi izquierda.
Tres chavales de unos veintitrés años muy bien vestidos con sus polos de colores metiditos en sus pantalones vaqueros de marca bajaban hacia Cibeles por la acera que yo encaraba.
Dos de ellos portaban palos de madera de unos ochenta centímetros a modo de bate de baseball. El tercero una barra metálica algo más larga y delgada.
Entonces me rodearon.
Según sus comentarios, parece que les resultaba insultante mi camiseta.
Vaya, pensé, a estos también.
Y por un momento me vino a la mente decirles que entendieran que yo era un burgués camuflado pero me pareció una broma algo sutil para su actitud y la poca predisposición al sentido del humor.
Tuvieron a bien golpearme no demasiado fuerte con los simuladores de bate en la espalda y en un brazo mientras el colega de la barra me propinaba coscorrones en mi cabeza.
No cesaban de insistir en que me fuese, me fuese de Madrid porque ellos no querían indeseables como yo en sus calles.
Yo les comenté que aquella era mi calle y que esta es mi ciudad pero no me querían prestar atención.
El caso es que hay veces que odias irte cuando te dicen que te vayas.
Así que no me moví.
Suponía y acerté que tendrían más prisa que yo y que no les parecería sugerente golpear a alguien que no se resistiese.
Los chicos de la madera, efectivamente, quisieron irse pero su camarada seguía repitiendo «Qué te vayas!».
Yo seguía sin moverme.
Un momento peculiar fue antes de irse que me volvieron a hacer frente y pude ver en sus ojos y en la expresión de sus labios y en la tensión de su cara todo el odio de origen desconocido que, por su fealdad, contrastaba tanto con la bonita y poética tarde-noche que había terminado.
Anduve unos metros y me senté en un banco junto a una anciana de fácil sonrisa y preciosos ojos azules llamada Aurora.
A ella también la habían golpeado minutos antes de llegar yo a escena dejándole muy dolorida su pierna derecha que ya tenía mal.
Pero le dan miedo los hospitales así que lo único que conseguí es que me prometiese que al día siguiente iría con su hija (si es que realmente existe) a hacerse un chequeo.
Afortunadamente, nuestra conversación olvidó irrespetuosamente el desagradable incidente y pudo navegar por las aguas que supone encontrar un lago tan profundo.
Su vida en Suecia con el marido perdido, sus hijos, sus nietos, el frío invierno, el robo de su pensión el otro día, los inquisitoriales guardianes del orden…
¿qué orden?
Nos dimos dos besos y nos despedimos pero sé que volveremos a encontrarnos; sólo hay que estar atento y receptivo.

Ver la Aurora en Gran Vía
a las cinco de la mañana
no dejaba de tener
su lado poético.
Se había recuperado, de nuevo,
la Poesía.
La vida vuelve a ser
bonita y deseable.
Madrid ya vuelve a ser
esta jungla de locos imperfectos
con sus chinos
que venden arroz en las esquinas,
ocultándose
de tanta policia.
Compré el arroz.
Llegué a mi casa.
Me fui a dormir
y hoy…
Hoy ya es otro día.

Hace algunos meses estuve en un puestecillo del rastro donde,
pienso yo, venden emociones fuertes.

Madrid, 19990710.

Esto no es una broma