La desaparición del Rex

– Ha desaparecido el cine Rex.
– No me jodas, Gutiérrez, ¿qué te pasa hoy?. – Contestó el comisario al otro lado del hilo inalámbrico.
– Ya sé que es increíble, pero no está.
– ¿Cómo que no está? ¿No está qué?
– ¡El cine!, el cine Rex, el de la Gran Vía.
– ¿Qué quieres decirme? ¿Qué lo han cerrado?
– ¡No! Que no está el cine, el edificio… Estábamos haciendo la ronda por allí en los pares Marta López y yo bajando hacia Plaza de España y lo vimos al otro lado, vamos, como siempre, justo cuando pasaba por la calle una ambulancia del Samur con los pirulos puestos. Cuando subíamos, nos detuvimos unos minutos en la esquina con Isabel la Católica para solicitar la documentación a un joven magrebí que pareció rehuirnos. Todos los papeles estaban en regla y continuamos nuestro camino. A la altura de la calle Silva, que casi hace esquina con el Rex, Marta me observó que aquella calle parecía mas ancha. Yo le dije que a veces esas sensaciones las provoca el tráfico, las obras o la ausencia de ellos, ¿me sigue?
– Claro que te sigo. Acaba de una vez.
– Pues, cómo le dije, a la altura de dónde debía estar el cine Rex no había nada… quiero decir… ni siquiera un solar vacío… como si… como si…
– ¡¿Cómo qué, coño?! Dilo ya.
– Pues… como si hubiesen absorbido el espacio.
– Mira Gutierrez, no sé si te has vuelto loco o qué cojones te pasa, pero voy a ir para allá inmediatamente y más vale que lo que dices tenga sentido. No estamos para perder el tiempo con gilipolleces.
Estas fueron las últimas palabras del comisario al teléfono. Junto con dos agentes salió de la comisaría de la calle Luna en un Ford Scort azul del grupo de operaciones especiales. En la puerta del VIPs pudo ver a Emilio y Marta esperando sin apenas haber tenido tiempo de formar una explicación coherente antes de que llegase su superior.
En cierto modo, esta no hizo falta pues el mismo comisario Cepeda pudo cerciorarse con sus propios ojos, incluso antes de bajar del vehículo, de que lo que le habían contado al teléfono era verdad.
Dirigiéndose a uno de los agentes que había conducido el coche ordenó que pidiese dos patrullas de urgencias y una de antidisturbios por los posibles altercados que pudieran ocasionar los viandantes alarmados o curiosos.
– ¿Me cree ahora, señor?
– ¡Cállate Emilio! ¿Qué habéis hecho hasta ahora?
La verdad es que no habían tenido tiempo de reaccionar y habían planteado la cuestión como algo completamente excepcional ante lo que no sabían qué hacer.
– Joder, va siendo hora de interrogar a los sospechosos.
– Pero, señor, sospechosos… ¿de qué?
– Del robo, ¿de qué va a ser?.
Marta intervino para apuntar que iba a ser difícil convencer a alguien de que era sospechoso del robo de un inmueble y que les dejasen cachearle.
En quince minutos, toda la zona estaba acordonada y doce agentes interrogando en la calle a todos los posibles testigos…
El vigilante jurado del VIPs dijo que por allí siempre andaba un tal Empédocles que era un tío con muy mala pinta y que seguro que sabía algo y que incluso podía ser que hubiese sido él. Evidentemente, nadie hizo caso de una acusación semejante.
Un grupo de obreros estaba trabajando en la vitrina de una cafetería de la calle Silva y debió haber notado la desaparición del inmueble con el consecuente ensanchamiento de la vía. Según ellos, tan sólo percibieron un pequeño temblor como cuando se pasa por encima de la ventilación del metro.
– Claro, eso ha debido ser. Un hundimiento…
– Pero, comisario, ¿cómo explicar entonces que no halla dejado un hueco?
– Gutiérrez, no me discutas. Al menos, en la estación de santo domingo deben haber sentido algo.
Ni en la estación de Santo Domingo ni en la de Callao ni en Ópera sabían nada del incidente ni habían tenido la menor constancia de la desaparición. No pudieron, por tanto, aportar ninguna luz sobre el complicado caso. A esas alturas, pasadas ya casi dos horas desde el primer aviso, estaban avisados varios organismos públicos de ámbito nacional, metropolitano e incluso los de vigencia autonómica.
Del Centro Superior de Investigaciones Científicas vino la tesis de que podía tratarse de una discontinuidad espacial.
– Que no me vengan con chorradas. Yo también he visto esa película y hay que buscar una explicación más simple. – Gruñó contundente el comisario Cepeda. – Se trata de un robo, eso es todo.
El caso es que ni siquiera él mismo apostaba seriamente por esta posibilidad hasta que llegó una llamada directa al móvil personal del comisario en la que se pedía explícitamente un rescate de dosmil millones de pesetas a ingresar en una cuenta de un banco suizo por la devolución de los rehenes y el edificio.
¡Rehenes!. Aquella palabra resonó atronadora en los oídos de Cepeda que no quería perder los nervios que tenía completamente encrespados.
La llamada había sido corta y no se pudo localizar porque emplearon métodos lo suficientemente sofisticados como para enmascarar el origen. Esto fue lo que más convenció de que no se estaba tratando de una broma. Al menos, al fin, tenían el más mínimo detalle de información.
¿Pero quién tiene los medios para secuestrar un edificio de ese modo y con personas dentro? Esta era ahora la siguiente pregunta.
Al habla de nuevo con el CSIC y el Instituto Nacional de Técnicas Aeroespaciales, se llegó a la conclusión de que se tenía que haber tratado de un plan internacional pues en España no existía semejante tecnología.
Entonces, el primo pequeño de Eduardo Gutiérrez con su tamagotchi se acercó desde detrás de uno de los agentes que vigilaba el recinto y él se despertó ligeramente agitado enfrente del televisor que se había quedado encendido.
Eduardo, como otros tantos días desde que veía los Expedientes X tenía sueños extraños así que casi ni se inmutó, sino que lo incorporó a su despertar como quien se levanta con resaca. Se acercó después de apagar los despertadores a la ventana de su casa para comprobar en el reloj del edificio de Telefónica que la hora era correcta y… ¡No estaba! ¡El maldito edificio del reloj rojo había desaparecido!.

M-19991201.

Esto no es una broma