La calle

Empédocles no me podía ver porque sus pupilas miraban hacia dentro.
Desde la entrada al templo provocaba asco intentando buscar compasión y un poco de dinero para pasar el día.
Ya penetró el frío en las calles, insólitamente soleadas, de diciembre y quizás por ello los transeúntes llevaban paso acelerado pudiéndose distinguir entre ellos los turistas armados de cámaras de vídeo.
Ahí seguía Empédocles, debajo de la promoción otoñal de Ulloa Óptico en la calle del Carmen y yo, mirándole, me sentí estúpido y cobarde.
En la cafetería de enfrente yo tomaba un café con leche caliente recién servido y un vaso de agua.
Saqué mi cuadernillo de anillas azul y empecé a escribir un relato corto titulado La calle que me habían pedido hacer en mis clases de los martes. Era lunes y, por tanto, el último día para terminarlo.
Por desgracia, no podía concentrarme con él allí. No tenía ni un momento para mí en el que abstraerme lo suficiente y sentirme solo, como tenía que sentirme para escribir.
Quería contar la historia ingeniosa de una vendedora del periódico humilde que se había dedicado a la prostitución hasta que, después de una paliza de su chulo, que la había desfigurado incluso más que el ingente y continuado consumo de alcohol, no le había quedado más remedio que intentar ganarse la vida vendiendo esta publicación. Labor que compaginaba con ocasionales hurtos a turistas o clientes despistados en cafeterías como aquella.
Sin embargo, cuando me disponía a empezar me sobresaltó la mirada de unos ojos marrones profundos y vivos bajo el manto de un pelo negro opaco pero brillante que intentaba venderme La Farola o me pedía lo que quisiera darle.
Le dije un “no gracias” cortés y cortante y volví a fijar mi atención en la hoja en blanco de mi libreta.
Brotó sin pensar un poema cursi a sus ojos y a la poesía y pasé la página encontrándome de nuevo con el vacío de mi falta de imaginación.
Fue entonces cuando Empédocles se acercó.
El camarero salió raudo a disuadirlo y me regaló unas disculpas que yo no había pedido. Tampoco había pedido que golpease al pobre viejo ni que le insultase hasta que retornó, cabizbajo, a su puesto promocional bajo la iglesia. Por otro lado, tampoco intervine para impedir que sucediese algo que realmente me abochornó.
Procuré olvidar el incidente buscando de nuevo en mi interior algo que verter, algo que contar y fui elaborando una historia sobre una señora que estaba confinada en la calle del Carmen sin poder salir. Algo así como un plagio del Angel Exterminador de Buñuel.
Una buena mujer de cuarenta y siete años había entrado allí hacía seis años para comprar un regalo de Navidad a su marido. Esta calle, siempre tan bulliciosa, la había atrapado por ser la más prometedora para encontrar lo que andaba buscando. Una vez dentro se había sentido perdida y había pedido ayuda. Nadie la había ayudado.
Aún hoy, y eso se suponía que era lo interesante de la historia, no había nadie dispuesto a decirle cómo salir de allí (o aquí) y seguía dando paseos, desde la mañana a la noche sin más fin que el de ver pasar el tiempo.
Su marido, por otro lado, había muerto de un paro cardíaco en su casa el mismo día que ella había salido a por su regalo, antes de irse a trabajar, y nadie pudo dar con ella ni nadie pudo asociar aquella mujer con la mujer desaparecida. En realidad, tampoco importaba a nadie lo que le hubiese pasado, por lo que se había cerrado pronto la investigación.
De repente, me dio por pensar que quizás a Empédocles le había ocurrido lo mismo, es decir, que aún no había encontrado nadie que le ayudase y volví a observarle.
Después del suceso con el camarero, había vuelto a pedir limosna a la salida de la misa de doce, como siempre, esperando que alguien se dignara darle algún dinero y, simultáneamente, mirarle.
Vi como todos los piadosos, aunque sobre todo, piadosas, salieron de la parroquia y él conseguía su salario, de la sal amarga de la miseria.
Cuando acabó el desfile, Empédocles estaba exhausto y harto de tanta hipocresía. Yo podía notarlo en su cara que me seguía resultando repulsiva.
Pedí la cuenta y pagué el café.
Lentamente, casi entre las brumas de la duda, me acerqué a él y le pregunté su nombre. Claro, tenía que escribir esta historia y aún no conocía su nombre. Me dijo que se llamaba Empédocles pero que sus amigos le llamaban el Griego.
Con su voz carrasposa me pidió un cigarro y le dije que no tenía. Que no fumaba. Sus ojos en blanco, con las pupilas hacia dentro me desconcertaban y me hacían sentir vulnerable sin saber ante qué.
Curiosamente, pareció darse cuenta y bajó la cara de modo que podía ver su calva manchada.
Le pregunté si necesitaba algo que no fuese dinero ni tabaco porque no tenía ninguna de las dos cosas, aunque esto, por una parte, no era cierto, y me contestó que no. Que tenía todo lo que necesitaba, con una altanería y un orgullo que, incluso así, con la mirada baja, me dejó como a la altura del betún.
Sus pertenencias, expuestas como casa pública de alguna personalidad, no eran, precisamente, numerosas ni lujosas y ocupaban poco más de medio metro de pared empaquetadas en una caja de cartón que arrastraba con un carrito de la compra que nunca hacía.
Nos despedimos con sendos adioses y me dejé encaminar por la muchedumbre. Llegué a mi casa con intención de continuar la historia de Manuela, la mujer de cuarenta y siete años de la calle del Carmen noté que en mis ojos se había quedado tan impresa la imagen de Empédocles que decidí dedicarle esta historia como única ofrenda que puedo hacerle.
Esta tarde he hecho el mismo recorrido y no le he encontrado. Quizás le vea mañana, sin embargo, mantengo la triste sensación de que no voy a volver a verle.
Junto a un contenedor de la plaza del Carmen he encontrado su caja sucia y desvencijada. Del carrito no había ningún rastro.
A veces, hay salidas de mierda para esta vida gloriosa.

M-19991213.

Esto no es una broma