Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.
Fue una maldita coincidencia lo que sucedió hoy justo hace cinco años. Era igualmente un veinte ene. Maldita coincidencia que nunca me ha permitido regodearme como se regodea todo el que sufre en un lamento verdadero y público.
Mi ilusión.
Marta y yo éramos tan felices que nuestros amigos se habían apartado de nosotros por considerarnos intolerables. Teníamos una pequeña casa de campo en las afueras de Madrid donde siempre podíamos conseguir un buen cordero con el que preparar una barbacoa exquisita. Marta lo condimentaba con una ensalada de verduras que nuestro pequeño huerto nos proveía.
Cuando, después de dos años intentándolo, quedó embarazada, la alegría pareció ser tan grande que temimos nos fuese a romper. Lamentablemente se habrían de cumplir negros vaticinios. Todo el periodo de gestación resultó un sueño que jamás podríamos haber imaginado. Compartir los cursos, las molestias, en la medida de lo posible, claro, toda la angustia y el miedo de tantas esperanzas, un proyecto vivo común: un hijo.
La segunda ecografía en el quinto mes de embarazo, demostró que era un niño sano y fuerte, al que le quedaban por asomar no más de cuatro meses si la cosa iba como debía ir.
El nombre comenzó a materializarse en presentes con bordados: Abuelas incansables.
Iván tenía una fuerte tendencia a engordar y en un tercer sondeo, el pequeñín ya pesaba ni más ni menos que dos kilos trescientos gramos. Nos avisaron que posiblemente sería requerida una cesárea, pero lo asumimos como normal. Modernidades como Internet o un satélite artificial orbitando Marte. Marta se inquietó por un segundo, pero nuestra unión eterna superaba baches como ese como si fuesen vallas de nubes. Unos besos y todo el afecto de que yo era capaz nos unieron más incluso de lo que habíamos estado nunca.
A pesar de todos los preparativos y algún ensayo, cuando hubimos de ir a urgencias por la precipitación del parto, olvidamos gran parte de los papeles de seguimiento. La atención médica fue excelente, creo recordar, y yo estuve durante casi diez horas a la entrada de un quirófano donde estaban interviniendo a mi mujer. No pude entrar por considerar que algunas dificultades respiratorias que yo tenía podían poner en peligro la operación. Por supuesto, no entré. No pude ver cómo sacaron a Iván del vientre de su madre, muerto y envuelto en su propio vómito y unas membranas sanguinolentas.
Hoy lo lamento, pues mi imaginación es mil veces más potente que una imagen; una imagen que se había llevado mi ilusión.
Mi amor.
Volvimos al hogar roto sabiendo que ella quedaba estéril y yo, culpándola injustamente, estéril de sentimiento.
Nuestra naranja se fue agrietando y los gajos dejaron salir un pus virulento que acabó calmándose en el frío y profundo lago de la indiferencia.
Envuelto en mi empleo, volvía a casa tan tarde que Marta ya estaba dormida. Era preferible este desencuentro a un encuentro no deseado. Quizás no. ¡Qué tardíos resultan algunos pensamientos!.
No había transcurrido un año cuando una noche encontré una nota. No dejaba forma de localizarla. Se llevó consigo su perro de cerámica con una pata rota y cuatro prendas de ropa vieja. Tampoco vi su adiós.
Su vida.
No tuve noticias de Marta hasta hace diez días.
Tanto trabajo se ve recompensado por un buen ascenso que, evidentemente, no era una gran ayuda para mi angustia vital. Día a día preguntándome si merecía la pena vivirla… parecía emular a Sísifo. Pero, ¿quién no?.
La empresa de telefonía en la que sudaba el aire acondicionado, trasladó mi puesto al centro de Madrid. Cada mañana un tren suburbano me acercaba a una selva de miseria envuelta en cristales de lujo y edificios gigantes. Cada noche volvía a casa, a una casa de silencio y nostalgia en la que sus fantasmas me mordían el sueño. Cada mañana regresaba a una feroz rutina que no liberaba la mente. Cada mañana salía a tomar un café con cuatro compañeros, siempre las mismas caras, a la misma cafetería al final de la Calle Desengaño. Cada nuevo proyecto era un proyecto hecho o por hacer; uno más.
El lunes de la semana pasada, Juan propuso probar una cafetería de la Calle Ballesta. La tasquita de enfrente. No me ilusionó la idea, pero les seguí.
Junto a la puerta, un amasijo de mantas se irguió frente a nosotros para dejarnos pasar y pedirnos, pro caridad, veinte duros o un cigarro.
Petrificado, tras una piel macerada por inyecciones de mal, bajo una túnica de inmundicia, una escoba con forma de cabello seco, adiviné sus ojos.
Ella no vio los míos.
Su mirada sumisa y miserable no alzaba la vista de los adoquines sucios que eran su casa.
¡Cuánta contradicción de sentimientos!. No podía acercarme y no podía irme. Se me heló la sangre, se me partió el alma. “Marta”, le dije débil esperando un final de cuento, “vuelve a casa”.
Gritó algo gutural y escapó corriendo. No pude seguirla o no supe hacerlo. No supe hacerlo. Ahora es tarde… siempre es tarde. Siempre y nunca. Nunca. No supe nunca hacer lo que tenía que hacer. No pude. No, no pude.
Mi aliento o mi última esperanza.
Mis nervios se rompieron. Causé baja laboral. La primera en siete años, qué orgulloso estoy de mí. Dediqué mis esfuerzos a buscarla pero no la encontré. Ayer me informó la comisaría número veintidós del distrito centro que habían encontrado una mujer rubia, de mediana estatura que coincidía con mi descripción, muerta a causa de una sobredosis de heroína adulterada. No habría necesitado ir para saber que era ella.
Son las cinco de la madrugada. Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi aliento o mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.