Un día iba andando por la calle cuando, repentinamente, alcanzó la esquina del fin de semana.
Se sobresaltó ligeramente al encontrarse con el sábado y, algo turbado, siguió el camino como si no pasase nada. Cualquiera que le hubiese mirado el semblante, pálido y, no obstante, tenebroso, se habría percatado de que algo le ocurría. Sin embargo, nadie lo encontró.
Pasó una noche de sábado casi alocada y llena de juventud. Como si tuviese fuerzas para resistir noches irresistibles. Se sintió reconfortado por el giro a derechas de la madrugada y se despertó un domingo que esperaba soleado y azul. Porque los domingos son azules como el ojo de una pupila fría. Especialmente en estos fríos meses de invierno.
Pero este día se levantó brumoso y soñoliento. El día había que aprovecharlo igualmente y continuar una marcha sin sentido pero con final.
Nuestro día pasó corriendo por un fin de semana o principio, según el país, en el que la oscuridad se fue haciendo más y más obvia.
De este modo entró en un lunes que siguió siendo difuso y trabajador. La mañana casi había despedido los rayos de la luna cuando el sol tímido no se atrevía a asomarse. El muy dormilón…
Los labios de una nube besaron el día y este se estiró con la fuerza de veinticuatro horas.
Dos pasos. Niebla.
El lunes nublado fue descargando unas gotas de agua en forma de aire respirado. La lobreguez aumentó, in-crescendo, como un jersey de lana de grises degradados. Alcanzó una garganta nocturna y negra que llenó el día.
Cuando el martes comenzó, apenas se podían distinguir contornos entre las formas del día que amanecía cansado y como sin fuerzas… ¡Qué lejanos parecían los alegres momentos del sábado a la noche!.
La pereza inundaba sus músculos temporales y se apoderaba de las ganas de moverse. “¿Por qué?” – remoloneaba – “¿para qué?”.
No había respuesta ni eco en el fondo impenetrable, insondable de un martes lúgubre como ninguno.
El día fue avanzando agotado hacia el penumbroso final del periodo marcial, plazo de Marte, guerra negra y muerte eterna… cargado con unos pensamientos densos y funestos que invadían su alma apesadumbrada.
Aún así, logró rebasar la medianoche y entrar, como triunfal de sí mismo y del destino, en un miércoles que auguraba tenebrosidad.
Efectivamente, la niebla que rodeaba el día desde el lunes se había hecho más consistente y compacta hasta el punto de poderse atrapar las palabras en sólidos magmas de plomo.
La energía abandonó al día a su suerte y se escurrió diluyéndose entre la sombra.
El día sintió el punzante aguijón de la muerte. Se estaba acabando… no había más tiempo ni más momentos… reflexiones aciagas se acumulaban macizas sobre él. Soñó una vida nueva, un despertar de sol y sones nuevos, como caballos de crines verdes en un campo de trigo azul. Soñó un despertar a un mundo digno para la vida, digno para cada día, para todos los días… pero despertó.
Había pasado una noche insoportable y cruel entre latidos de su propio impulso y presiones de un exterior apretado y viscoso.
Súbitamente, se encontró cayendo por un acantilado de profundidad incalculable pero podía también notar como el astro rey calentaba su cuerpo y como, este día, era renovado y revivido.
El miedo por la caída fue haciéndose más y más certero. Un día no podía resistir golpes semejantes, y menos teniendo en cuenta el contraste con el agotamiento de las jornadas anteriores.
Finalmente, junto unas ramas de arce verdes, al lado de un río de aguas transparentes y cristalinas, donde bebía una bella garza que se dejaba acariciar por brisas de olores frescos, el día sucumbió y originó un profundo rectángulo en los calendarios del mundo que ahora se conoce como Jueves.