La conferencia

Hoy tuve que impartir una conferencia. Toda la presentación estaba muy bien organizada y yo me sentía satisfecho y tranquilo, dejándome llevar por mis propias palabras, hasta que mi estómago comenzó a hablar.
Al principio, noté como mis tripas se movían pidiéndome a gritos que acelerase el discurso pues querían intervenir. Yo me llevaba la mano con discreción a mi barriga intentando mantener la calma y apretar el abdomen para que se mantuviese callado. Pero no pudo ser. Poco a poco me veía obligado a hacer menos pausas entre las transparencias no transparentes del power point y elevar ligeramente el tono de mi voz sospechando que mi audiencia podía distraerse.
De hecho, uno de mis compañeros, me miró con una mirada en la que pude leer complicidad y eso significaba algo. Algo se estaba notando más allá de mí mismo. Él lo había notado. Se me aceleró el pulso y la charla pasó a ser arrebatada. Mis palabras apenas eran comprensibles pues se juntaban disparatadamente y los concurrentes se miraban entre sí.
De repente, aprovechando un segundo en que hube de parar a respirar, mi estómago emitió un terrible quejido seguido de un gorgoteo misterioso y cavernoso. Yo quería morirme pero allí estaba, delante de 18 tipos que me miraban comprendiendo, ahora sí claramente, la velocidad de mi exposición.
Como si nadie hubiese oído nada, apreté el botoncito del ratón que daba paso a la siguiente diapositiva.
Me quedé un segundo en blanco y me vi forzado a mirar mis notas acerca de lo que estaba contando. Fue cuando él, mi víscera chillona, volvió a levantar en la sala un alboroto impresionante. Parecía un ruido de otro mundo en cuadrofenía, un estruendo proveniente de las cuatro paredes como para devorarnos.
Los asistentes mostraban sonrisas contrahechas en un intento de no desbordarse en carcajadas incontenibles. Yo, sin embargo, no podía dejar de temblar y cuanto más temblaba, más sonaba mi barriga.
Uno de ellos no pudo aguantar más y dejó que la risa lo invadiese, soltando una de esas risotadas contagiosas que empezó a surtir efecto.
Intenté proseguir con mi ponencia cuando un pantagruélico sonido envolvente procedente del fondo de mi cuerpo les abrazó a todos como poseídos en una mesa de espiritismo y, dándome por vencido, me dejé caer cabizbajo apoyado al proyector.
Ya todos explotaron en un carcajeo generalizado que hacía brotar sus lágrimas por el intento de resistirse contra la naturaleza por un tiempo superior al recomendable.
Uno de ellos, el más vehemente, dejaba ir y venir su cabeza cana hasta que en una de sus sacudidas su peluquín salió disparado contra mí que estaba sumido en la más negra desesperación.
Esto, al contrario de lo esperado, acució las risas de los demás, separándose en agudos alaridos femeninos o graves y penetrantes carcajadas varoniles, provocando que algunos, descuidando totalmente los estribos, sufriesen fuertes ataques de tos.
Incluso otro, en un golpe contra la mesa intentando atajar su incipiente ataque cardíaco, o quizás pretendiendo llamar nuestra atención perdida, dejó escapar un arggg incomprensible mientras el compañero que tenía a su lado buscaba por el suelo su dentadura.
Varios de ellos demostraron las capacidades acústicas de sus ventosidades sin control y, entonces, reponiéndome en completo estado de demencia, me percaté de la armonía de ritmos que me presentaba el campo de batalla e improvisé el resto de mi perorata cantando un aria a la seguridad en Internet.

M-20001220.

Esto no es una broma