Don Dinero

Paloma dijo “¡qué coño!” y me gasté 52 mil pelas.
Estaba en el café escribiendo y llegaron ellas diciéndome que tenían unas ofertas de vuelos magníficos a cualquier parte del mundo y mis ojitos empezaron a dibujar mapas imaginarios, lugares recónditos por conocer… ¡un regalo!. El año pasado había estado en París con mi mujer y decidí que este podíamos repetir algo parecido para su cumpleaños. Yo había pensado un regalo muy económico, y cuando digo económico quiero decir barato. Tan barato que prácticamente se puede decir que es o será gratis. Pero es algo que aún no puedo revelar incluso siendo un hombre tan público como las caras de los que salen en los billetes pues pretendo que algún día sea una sorpresa.
En la agencia de viajes fui expeditivo, como suelo ser, y en pocos minutos conseguí dos vuelos realmente a precio de saldo a Roma. Una ganga que no había pensado comprar esa misma mañana, cuando había salido de casa a mi querido Galache preocupado por si se me hacía tarde y sobrepasaba las temidas 12 de la mañana en que el precio del desayuno se dispara.
Este relato iba a comenzar con estas frases que me gustaban pero que he preferido variar:
Hacíamos cuentas, siempre hacíamos cuentas, no parábamos de hacer cuentas y pasar tiempo contando los gastos en nuestro último viaje. No hemos superado el presupuesto que llevábamos, lo cual es muy satisfactorio y de hecho, a estas alturas de la relación, hablamos de dinero sin que nos resulte bochornoso, sin que nos incomode ese tabú habitual y sabiendo que es algo útil y no una porquería; es un pequeño objeto (o grande, según) y sólo eso, puede ser una palabra, lo sé, pero de lo que estoy hablando es de ese objeto de comercio que sirve para intercambiarlo por cosas o almacenarlo, que es una forma de intercambiarlo por la nada que igual es otra cosa y, evidentemente, una palabra más.
Ahora que me he embargado hasta el alma para poder hacer frente a los pagos del mes que viene sin tener ni idea de si voy o no a cobrar mi nómina, ni de quién, ni si éticamente tengo algún derecho sobre ella, si es que es preciso tenerlo, ahora que vivo al borde de la quiebra pero no puedo declararme en suspensión de pagos, me lanzo a comprar a crédito batiente unas horas de vuelo, unos billetes azules y grisaceos llenos de anotaciones más bien borrosas que dicen que tendré que comer bocatas todo el tiempo que dure el viaje. Supongo que esas son las consecuencias de un “¡Qué coño!”: que no sé qué coño voy a comer ese mes, cuando el viaje acabe y tengamos que aterrizar, tengamos que vivir en esta realidad de ingresos y gastos, de facturas interminables y en el que alimentarse de amor no está permitido porque es ilegal.
Por otra parte, no es que haya ningún tipo de arrepentimiento en mis palabras, volvería a hacerlo y es que, como dice mi amiga Paloma, el placer de un “¡qué coño!” no te lo quita nadie y, en resumidas cuentas, ¿para qué coño quiero el dinero sino para usarlo?.

M-20010418

Esto no es una broma