Londres

Hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas. De hecho, creo que nunca en mi vida había comprado una de esas revistas que tanto se estilaba entre los adolescentes. Creo que tuve una adolescencia sin granos, puede ser, pero insana mentalmente. Tampoco vamos a exagerar ahora mi virginidad onanista, pero sí puedo decir que hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas seguidas. Ya la edad no está para heroicidades ni hay siquiera falta de ni tiempo para ellas. En realidad hablo de heroicidad cuando quiero decir tristeza. El aburrimiento no es un estimulante que deje satisfecho el espíritu. El caso es que jamás habría previsto cuando me dijeron que tenía que venir a Londres que esto iba a ser lo más divertido, por decirlo de alguna manera, que iba a poder hacer para pasar el tiempo. Y ni siquiera así se dejaba el tiempo acelerar un poco. El muy imbécil se empeñaba en ir a la velocidad a la que crecen los olivos. Porque aunque por aquí no haya olivos, la comparación es perfectamente válida.
Llegué hace ya casi una eternidad que mucha gente conoce como semana. Después de un trayecto en coche alquilado desde Daimiel a Barajas, subí al avión que se alejó alejó alejó haciéndose más pequeño y con ello disminuyendo mi tamaño hasta la insignificancia. Así llegué a Heathrow terminal 1 con mi enorme portaequipajes que parece el de un duque por el tamaño, pero el de un excursionista por los vivos colores que elegí para no confundir con otro mi equipaje. Resulta que estos colores se han puesto de moda y ahora son tan comunes que eso me sucede con cierta frecuencia, pero eso es otra historia.
Con mi maleta de rueditas salí del aeropuerto hacia la puerta que me habían indicado en información donde podía tomar un autobús hacia un pueblo llamado nosecomo que empezaba con f (y no era fuck) en el que un tren me llevaba a Bracknell. Esto ya era entrar dentro del mapa que traía como indicación de donde se iba a celebrar el curso. Me sentía tan bien sabiendo que estaría en terreno conocido que no me daba cuenta de que me alejaba paulatinamente y mucho del centro de la ciudad. Una vez en Bracknell, una ciudad que no le recomiendo a nadie visitar, puesto que, aparte de tener unicamente industrias de las nuevas tecnologías, no tiene mucho que ofrecer, busqué un taxi y le pedí que me llevase a Crowthorne que es, en resumidas cuentas, donde ha estado mi centro de operaciones durante esta eternidad que antes mencionaba. El hotel, Waterloo Hotel, tenía el aspecto de una casa de reposo y, como luego pude comprobar, esto era exactamente lo que era, por más que algunos nos empeñaramos en tratar de hacer de este sitio un hotel para ejecutivos. No acababa de resultar verosimil encontrar maletines de portátiles y teléfonos móviles colgando de miles de corbatas mientras alrededor las ardillas de los bosques nos ignoraban completamente como si no fuésemos los amos del mundo.
Era domingo, como hoy, y yo estaba cansado y con dolor de estómago por un poco de resaca del día anterior que no había podido reposar lo que hizo que no quisiese plantearme nada más allá de la alimentación y la satisfacción del sueño. Preparé, no obstante, el material que podía necesitar al dia siguiente, portatil, móvil, cuadernos y bolígrafos, tarjetero y mi trajecito impecable de gris marengo, una corbata verde oscura discreta, lo cual es toda una excepción en mis corbatas, y una camisa de manga corta por si tenía calor de un tono verde pera que no resultaba menos discreta que la corbata y el traje absolutamente profesional.
Alrededor (de nuevo alrededor) todo verde. El campo se pierde en bosques a la primera ocasión que tiene de extenderse, el mundo es verde como los olivos del principio del mundo aunque no sea aquí muy apropiada la comparación olivar. Pero me da igual. Quería hablar de nuevo del olivo y ya lo he hecho.
Cuando hube terminado mis preparativos, decidí que era hora de cenar. No quería quedarme en el hotel para tener un poco la sensación de haber aprovechado el domingo, así que me fui dando un paseo, tranquilo, muy tranquilo, por la calle Duke’s Ride de camino a lo que luego resultó ser el centro del pueblo, si es que se le puede llamar así. En una esquina, un restaurante italiano estaba tentándome un recuerdo del fin de semana anterior en Roma con mi mujer, siendo un hombre tan feliz como lo puede llegar a ser un hombre enamorado y correspondido por una mujer semejante. No pude ni quise evitar la tentación que adquirió forma de lasagna y pan de ajo bien regado por un par de vasitos de elicsir de Baco. Bastante tinto, por cierto. Por supuesto, al cabo de un rato, los camareros ya estaban charlando conmigo, por aquello de la consanguineidad latina, especialmente uno de ellos, que resultó ser el marido de la dueña del restaurante, un tipo argentino y simpático que parecía más recién aterrizado que yo en esta tierra de Robin Hood.
Después, sin muchas más fuerzas restantes en mi cuerpo hispano, me fui de vuelta al hotel y me acosté. Dormí como una bestezuela lo que no había dormido esa noche anterior y quizás algo más, sobre todo si tenemos en cuenta que por muy tarde que se cene en esta zona, lo más tarde que puede uno acabar es a las diez y media. Esto da mucho tiempo por las noches, por más que el desayuno sea a las ocho en punto.
Ese día un taxi me recogió para volver a Bracknell, ese lugar irrecomendable, en el que comenzaba mi curso. Nadie me había dicho a qué hora daba comienzo así que supuse que a las nueve en punto, lo que resultó ser una predicción totalmente correcta.
Cuatro asistentes. Supongo que así nos podíamos sentir más especiales, más amos del mundo, pero las ardillas seguían sin entenderlo. En el caso de los suecos, uno de ellos realmente atractivo, tampoco los topos respetaban sus campos de golf donde entretenían sus tardes. Yo les envidiaba que tuviesen algo que hacer, una motivación, algo por lo que querer terminar el día, el trabajo… pero yo seguía sin encontrar nada que hacer. A pesar de que me había propuesto muy disciplinadamente traerme todos los deberes de mis clases de poesía y varias de mis lecturas, entre ellas a mi querido Gunter Grass que tanto pesa, un librillo recopilatorio de Poe para los ratos alegres y otro de meditaciones de Kafka para que no se pasen de alegres, supongo. De poesía, lo único que traje conmigo fue una antología que aún no he terminado de Apollinaire. Me dije, tengo el portátil así que puedo aprovecharlo y hacer algo de las tareas directamente en él, pero luego tenía una especie como de respeto o miedo a tocar algo de la empresa que no me dejaba concentrarme en no pensar, en no concentrarme, en escribir, en resumidas cuentas. De hecho, eso me está aún pasando mientras escribo esto y los dedos cometen más errores tipográficos de lo habitual y siento el teclado más lejano por más que esté más cerca y no lo aporreo como suelo hacer cuando tomo confianza… esto, de alguna manera, me paraliza un poco.
Después de tanto preparativo en el vestuario, yo era el único con traje y corbata en el seminario, posiblemente, incluso, en el edificio pero sentía, aún es más, que yo era el único con traje y corbata en el mundo entero. Esto era algo que podía pasar, presentido y para lo cual tenía incluso la respuesta preparada, así que no fue algo tan grave como para avergonzarme, pero sí para demostrarme que el mundo y yo seguimos caminando por sendas paralelas que se tocarán en el infinito de mi muerte eterna.
Ese día, el primero de los cuatro que duró el curso, las clases terminaron a las tres o tres y media y decidí volver al hotel a cambiarme de ropa y ver qué se podía hacer. No quise coger un taxi: frío medio de transporte donde los haya y preferí acercarme andando en busca de la estación de tren o la de autobuses y desde allí buscar una cómoda combinación a Crowthorne.
Lo más agradable fue volver en autobús coincidiendo con la salida del colegio de todas aquellas niñas insolentes con falditas cortas, camisas blancas y ese ligero toque de nínfula insufrible que tan irrestible me resulta. Afortunadamente, no tanto como para no caer en el pecado original o no tan original de violar alguna de ellas contra las paredes del autobús, bajo la mirada de sus amigas que están intentando aprender algo de lo que les pasará a ellas el día de mañana. Simplemente, sin más que algún pensamiento calenturiento, llegué al hotel y me cambié de ropa. Ese día me iría por ahí a conocer el pueblo. Si hubiese sabido lo que me esperaba conocer no sé si no hubiese postpuesto mi inspección todo lo más posible.
Más allá del Don Beni en el que había cenado la noche anterior, se extendía una calle llamada High Street (aunque igual sólo se llamaba High, de hecho, posiblemente, se llama así) en la que estaban los comercios. Los 16 comercios del pueblo. Porque no tenía más. Tres restaurantes, tres pubs, una oficina de correos, un supermercado, una gasolinera con tienda de productos varios, dos agencias de viajes, dos oficinas bancarias, una tienda de adornos joyas escobas objetos curiosos menaje del hogar, otra de caramelos y una última más bien indefinida que tenía la osadía de llamarse Mall. Esto, por supuesto sin incluir las tres iglesias, dos guarderías, el cementerio y el asilo de ancianos u hogar de la vejez, según la traducción literal.
El resultado de mi escrutinio fue una pequeña decepción que fue haciéndose mayor y más latente hasta llegar al punto en el que considero el aburrimiento como el estado natural del hombre en este pueblo. Especialmente, pude notar esto cuando el Viernes finalmente tuve ocasión de acercarme a la verdaderamente bulliciosa Londres de brazos abiertos y gentes alocadas, calles populosas, anchas avenidas, comercios multicolores, transportes públicos a discreción, cafeterías, personas muriéndose de hambre en el metro, o en las aceras, ricos comerciantes lanzando firmas bajo bodegones marrones de pubs de tres plantas con terrazas iluminadas, taxis, lanzallamas de alegría y tristeza, de vida y muerte, de miseria y riqueza, poder e impotencia, lujuria y más lujuria… pero esto aún no tengo que contarlo, para no alterar el orden cronológico o ilógico de la historia.
Entré en el restaurante indio de Duke’s Ride y pedí una comida que, por cierto, estaba delicios y al salir, fue cuando tuve claro que tenía que actuar, correspondía tomar alguna medida de precaución contra la inmovilidad de mis músculos y, dejándome llevar por la curiosidad, por la soledad, por el aburrimiento sobre todo y, también, por qué no, también por las ganas de descargar un poco mi semen almacenado desde hacía unos días, me atreví a comprar una revista en el establecimiento de la gasolinera.
La elección de la revista fue algo más difícil de lo que había previsto pues todas ellas parecían demasiado explícitas, como con poco hueco para que la imaginación de uno pueda entrar en el juego y participar en el proceso de excitación. Es más, de hecho, no me resultaban nada sugerentes las portadas ni en absoluto las imaginaba remotamente excitantes. Después de una costosa revisión de la colección que tenían (pues resultó que en esto sí tenían una gran variedad en este pueblo) me decidí por una en la que en la portada, al menos, se podía distingur a primera vista una mujer, en bragas y sujetador, haciendo juego a tonos rosas y una mirada seductora y juguetona. Creo, no obstante, que no es el principal atractivo comercial de estas revistas plagadas de fotos más bien extraídas de tratados de anatomía comparada.
Aproveché para comprar desodorante y una botella de agua pero no con la intención de quitar peso a mi adquisición principal que no era otra que la revista Men’s Only.
Una vez ante el mostrador, el chaval que tenía que cobrarme tenía una cara risueña y como cargada de picardía, de una picardía que yo no podía tolerar, le habría borrado la cara de un soplido o le hubiese sacado la polla delante de sus narices para decirle que a veces ella también tiene necesidades y no sólo mis sobacos, pero me abstuve de hacerme célebre en el pueblo y le dije que sí a un comentario que no entendí acerca de la compra y, sin más, me fui.
En el hotel, tumbado en la cama, con el techo mirándome, las paredes mirándome, la televisión mirándome, la cama grabando mis movimientos, reportándolos a recepción, pasaba las hojas de la revista intentando conseguir una excitación. Digo intentando porque no fue sino pasado un rato que logré que aquella poblicación sirviese para algo. Finalmente, mirando los ojos de la chica de la portada, me corrí.
La sensación conocida de vacío y tristeza me llevó a tiempos pasados, a una nostalgia de adolescencia aislada, triste y vacía, como si toda mi infancia hubiese sido una gigantesca paja que dios se hizo en la polla infernal de la vida eterna. Otra vez la vida eterna.
Afortunadamente, también me trajo el sueño y me dormí.
De esta manera había pasado el primer día de curso, el segundo de estancia en lo que mucha gente creía que se llamaba Londres y en realidad era Crowthorne.
El tercero de estancia y segundo de curso, o sea, el martes, comenzó de igual manera que el lunes y a la misma hora había terminado de desayunar unos huevos con beicon y un café con un par de muffins que no sé traducir. De cada desayuno, sustraía un tarrito de mermelada que luego hacía un viaje conmigo en taxi a Bracknell, asistía a las mismas tonterías que yo, escuchaba el mismo pavoneo que yo, esperaba a que el café de media mañana me permitiese llamar a Carmen, comía conmigo mientras yo comía enfrente al monitor a las doce en punto, como un buen y clásico inglisman. Por último, me acompañaba, como ese martes, a la estación de autubuses a coger el 194 que me dejaba en frente de Don Beni. Saludaba a mis conocidos y me dejaba caer por Duke’s Ride hasta llegar a Waterloo. Allí, el frasquito de cristal se iba con otros frasquitos de cristal con mermelada dentro que iban poblando el fondo del bolsillo de mi maleta. Yo, me iba solo.
El segundo día, martes, de curso, tercero de estancia, me decidí a ir a un café o a un bar a tomar una cerveza, comportarme como un auténtico inglés, así que tuve que decir que no a lo del café, y llegué hasta un local llamado Something Inn que tenía un par de tablas fuera en las que se podía estar sentado y aproveché para leer un rato a GG, mientras el sol se iba yendo despacio, como todo en este pueblo, por su línea de flotación y dejaba una claridad ambigua y fría en la que ya no me estorbaba. Disfrutando de esta calma, de esta soledad hasta aburrirme, se me acercaron tres muchachas, más bien jovenzuelas, una de las cuales, la más guapa que seguramente lo sabía, me preguntó en un idioma que me costó reconocer que si podía tener cincuenta pis. Tardé tanto en saber qué contestar que ella creyó que no lo entendía y me dijo, con un deje de altanería que si me lo escribía. Yo le dije que vale, le dejé mi cuaderno y ella me lo escribió (esto, después, me sirvió para un par de poemas, no está mal) pero yo seguía muy bien sin saber qué contestar, así que lo único que le dije es que los necesitaba y ella, entonces, ya sin muchas más palabras, dijo ok y se marchó arrastrando a sus dos amigas al fondo de la nada de la que habían surgido. Volvía a estar solo, en la mesa del exterior del BlahBlah Inn pero esta vez no estaba en calma, no dejaba de pensar en el descaro que había tenido esa mocosa para pedirme así dinero y en la falta de recursos en mi respuesta, la falta de ingenio, la brusquedad de mi derrota, vamos, que no pude seguir leyendo.
Por si acaso había suerte… este es un mal comienzo si no se cree en la suerte, me vine al hotel a cenar para poder aprovechar mejor el tiempo y luego escribir en el portátil o seguir leyendo en la habitación.
La cena en el hotel fue poco menos que mala. La cocina no parece muy interesante y la comida, en resumidas cuentas, de calidad pero preparada sin imaginación ni elegancia. Pero aproveché para escribir unas cartas a mis amigas desde la misma mesa de mi cena. Una forma insuficiente de sentirse algo acompañado.
El cuarto día de estancia y tercero de curso tenía que instalar en el portátil (para eso lo había traído, de hecho) la aplicación sobre la que me estaban formando así que, más que atreverme a escribir cosas mías o semejante, me dediqué a revisar el estado del equipo, a copiar la aplicación en el disco duro para que su instalación fuese más rápida, a tener presente todo posible imprevisto lo que, como su propio nombre indica, es imposible. Conclusión, no escribí lo que tenía que escribir para el miércoles que era este relato y no pude enviarlo al día siguiente. Como corolario de la conclusión, me sobró tiempo y me faltó tiempo para volver a practicar la única actividad medianamente placentera en este tiempo que me acompañaba aunque fuese en fotografías, que me hacía, por un instante, eso sí, sentirme menos solo para, un instante después, sentirme infinitamente solo, solo en profundidad y en extensión, en la distancia y en la hora, en el tiempo y el espacio, solo como sólo lo había estado hace ya tanto tiempo que no quiero recordarlo.
Tercer miércoles día de curso cuarto de estancia. Hacía tiempo que no disfrutaba comparativamente tanto del trabajo como ese día. Era mejor estar en ese edificio cibernético, frío y elegante, de corte inteligente y eficiente, seguro y limpio, azul y gris pardo, pardo como los pantalones de los fascistas, azul como los ojos de la muchacha de la media libra, era mejor estar encerrado que tan libre, tan libre como lo estaría cuando me devolviesen a mi realidad, a esa que no me estaba gustando vivir, ese turismo profesional que me preguntaba qué sentido tendría, cuál era la razón verdadera y profunda por la que yo estaba aceptando aquella vejación, aquella pequeñita alienación que muchos sé que considerarían privilegio. De nuevo, recuerdo la imagen de las paralelas que se tocan en el infinito.
A la vuelta al hotel, esta vez en coche por cortesía del compañero camarada instalador, me cambié de ropa, me quité la de la prostitución pues empezaba mi tiempo libre, y me fui al otro extremo de High Street a ver si había algo de la animación prometida, pues alguien me había mentido que en aquella parte el pueblo es más activo. Estuve cenando solo en un restaurante vietnamita, pero cuando digo solo quiero decir que yo era el único cliente. Y, en parte, puedo entenderlo porque no era nada sabrosa aquella comida más bien sosa y seca. Por supuesto, no se debe sacar de aquí que yo juzgo la comida oriental por el patrón de este local, en modo alguno, si bien al contrario, supongo que me extrañó encontrar un restaurante oriental en el que la comida fuese tan simple, que no sencilla, y desapetecible.
Volví al hotel intentando hacer que la calle se hiciese eterna, que el paseo fuese un paseo, pero no había nada que hacer: la calle diminuta no tiene manera de estirarse a esa velocidad tan lenta a la que pasan las cosas, si la luz fuese más despacio… pero resulta que dicen que la luz viaja a una velocidad fija y eso es lo que lo fastidia todo.
Por tanto, de nuevo otra vez temprano, demasiado temprano, en una soledad que no sabía manejar. En la cama, ya olvidada la revista por aburrimiento angelical, me dio por recordar a mi mujer, momentos que no puedo transcribir sin su permiso, su cuerpo insinuante que es tan superficialmente público como yo, sus curvas, sus senos, su risa, su dulzura, sus manos, sus besos, sus piernas, su culo vainilla, su sexo de miel, sabores, colores, texturas y además compañía, por fin, sintiéndome con alguien, aunque fuese conmigo mismo, con mi imaginación, con figuras de tango que bailaba en mi cuerpo, con pasos danzarines desnuda en el espejo, mi mano, poco a poco, me masturbó.
Quinto día jueves de estancia último de curso pues el día tercero nos habían dicho que daba tiempo a terminar en cuatro días con un poco de esfuerzo. Todos estábamos dispuestos a hacer ese esfuerzo. Especialmente yo, pues eso significaba un día libre para escapar de mi Elba, para ir a Waterloo, al de verdad, al de la estación de tren en Londres City, a ver pasar los coches por las calles, a lagrimear en los cafés mientras me perdía en la contemplación de alguna turista que ande despistada.
Las despedidas fueron poco más o menos gélidas. Como si no hubiésemos comido nunca juntos, como si nos acabásemos de conocer, como dos que salen a la vez de un autobús en el que han hecho un viaje de 20 kilómetros.
Yo volví a mi estación de autobuses, de ahí a Crowthorne y desde la parada al hotel. En el hotel bajé a tomar algo y leí un rato (ya había terminado a Poe y a Gunter Grass) de mi olvidado subjuntivista Kafka que resulta que no se consideraba kafkiano en el sentido de heredero de la tradición familiar y resulta que fue él, a partir de su vida, el que ha dado el sentido verdadero (único y verdadero) a esa palabra.
Por la noche, es decir, a las ocho, me acerqué a Don Beni donde quería tomar lo que suponía que sería mi última cena en este pueblo. Tal y como luego ha sido. Acabé tarde porque estuve hablando largo y tendido con el dueño del local, un siciliano más chulo que la mayoría de los hombres mortales, pero simpático y tolerable a pesar de ello. Tres copas largas de vino habían tenido la culpa (si es que esta palabra se puede seguir utilizando) de mi fluidez y atrevimiento.
Al final, casi en estado de embriaguez, me volví al hotel a dormir. Caí más bien rendido y a la mañana siguiente tenía que madrugar para coger el expreso X07 hacia Victoria Station.
Como un niño el día de su cumpleaños, esa noche apenas podía dormir, tanta excitación me producía el hecho de escapar por un día de este exilio, de esta prisión sin lindes, esta carcel en la que además había de ser mi propio carcelero.
Media hora más tarde que de costumbre, el desayuno, la consabida usurpación de material alimenticio, la despedida del recepcionista. La parada del autobús. Aún me quedaba media hora de espera, pero sabía que ya me estaba yendo, con esto, también un poco de vuelta a casa, un poco cerca de Carmen, de mi nosoledad, de mi Madrid de mis entretelas, de mis amigos y amigas, de mis cines, de mis calles, mi gente, mi miseria, mi tristeza descarnada y vital, metros y grupos de poesía, plazas terrazas, sol sin excepción, aire acondicionado, un baño que conozco, una botella de rioja en el trastero, sus besos, mis besos, poemas y libros.
Londres era un poco ese símbolo de final de recorrido, últimos metros, la meta está próxima, imagino sus piernas cayendo suaves bajo su vestido azul, el aire un poco atrevido se mete entre sus muslos y comienza a jugar, las bragas que no existen, el cuerpo se humedece, una garganta que traga saliva que sobra, saliva que hace falta, imagino en el baño, en el último segundo, en el tiempo de descuento, su sonrisa morena, su pelo alborotado, sus pechos puntiagudos, su piel insudorosa abrazando a la mía y el agua se agita, la espuma se evapora, movimientos suaves se transforman en ritmo, el ritmo caribeño en ritmo bacalao, tres últimos tambores estallan en el lago, una lava imparable destruye el universo, cadalso del dios padre, que se pierde él solito en la recta infinita que ya no es paralela, porque es curva infinita, circulo abierto, arco voltaico de mi felicidad, un fecundo adelanto de alegría inmensa, un adelanto, un caballo, un sueño que no cuento, un principio del fin.

Crowthorne, 20010526.

Esto no es una broma