De una dulzura que sus ojos azules no podían remediar. Tanto, que se salían como dos lagos de tinta manchándole la camisa. Pero jamás tras de tanta inocencia se percataba mayor lubricidad, una lujuriosa insinuación que resultaba algo más que sugerente. Entre su pelo de oro, lagartos de deseos carnales, alacranes de bello que me suicidaban. Una endiablada lascivia poseía sus movimientos, sus pechos puntiagudos eran cuernos de sangre, sus miradas furtivas, canto de sirenas. Pero casi no tenía piernas, esto también era en común con las ondinas. Un mar de cemento parecían sus nalgas. De tales proporciones que cuando me quise sentar a su lado comprendí que no se trataba de una de tantas fuentes inauguradas recientemente por el ayuntamiento para lucimiento de la villa y corte, sino que sus extremidades abarcaban cuanto abarcaba mi vista por no decir el mar bravío. Era hasta tal punto desmesurado su tamaño que hube de sentarme a su lado de perfil pues no había forma de que ella y yo cupiésemos en una misma triada de sillas. Sus pies diminutos parecían querer resarcirse del despliegue de medios de sus medias y acababan en una puntita ridícula que acentuaba su redondez, su cónica figura era realzada y sublimada por una pajarería que pretendía usar como sombrero.
Entre las piernas y sus pechos casi no hay posibilidad de descripción pues apenas un cinturón de cuero negro era capaz de impedir el desbordamiento de la carne alrededor de sus dos metros y medio de diámetro a los que se encaramaba un pantalón negro ajustado como guante de cirugía.
Sin embargo, su voluptuosidad de labios sonrosados seguía siendo un acicate para mi deseo y quise que su melena batida en mi cuerpo rozase los límites de mi virilidad. Le pedí que me acompañase a casa y a pesar de su primer impulso, que habría hecho temblar la tierra, dijo que no. Por eso este relato es tan breve y no queda nada por pasar más que el último momento en el que nos volvimos a ver cada uno en su tristeza, mientras las puertas del metro abrían y supe que no podría seguirme a un lugar tan estrecho. Nos perdimos. Pero aún en las noches frías, cuando un rayo de luz roza una montaña, cuando viste de oro el atardecer una cresta de nieve, mientras las azaleas ondean en su falda como campos de trigo, recuerdo su figura llorando entre sus dedos grandes como salchichas, mis manos en mis ojos cubriendo mi vergüenza, su grito silencioso de ayuda y desamparo. Por eso, hoy, ya no puedo seguir.
M-20010704.