Mentes calenturientas

Quiero terminar rápidamente este relato para acostarme con mi mujer, pero no, no es lo que pensáis. Tengo mucho sueño porque ayer me acosté muy tarde. Ella y yo tardamos mucho tiempo en dormirnos. Eran las 3 de la mañana y aún estábamos despiertos y agotados. Pero esto tampoco es lo que pueda parecer.
Por cierto que ayer fue un día extraño. Un tipo en el metro se me acercó y, no sé si por mi forma de mirarle o qué, se puso a hablar conmigo sobre las injusticias sociales que, según él, se cometían en España y sólo en España por los funcionarios. Él, dijo, conocía a alguno que ganaba más de seiscientasmil pesetas al mes. Entonces sus ojos se abrían y cerraban como desvelándome un secreto de iniciados. Yo le miraba sin atreverme a hablar pero por otro lado no estaba intimidado. Finalmente le dije que seguramente él, situado en el mismo puesto que esos funcionarios más o menos corruptos, estaría haciendo lo mismo. No es que esto le hubiese justificado, a él ni a los que lo hacen, pero en cualquier caso igual se cuestionaba un poco las palabras antes de emitirlas sin pensar.
En estas estábamos cuando algo en la conversación de dos chicas preciosas que estaban sentadas justo al lado nuestro llamó nuestra atención. La que se apoyaba sobre el extremo del banco corrido, era algo más alta, bastante guapa, de ojos castaños y piel morena. Vestía un vestido de humo que dejaba traslucir su sujetador negro con tirantes de plástico trasparente para que no se notase. Sin embargo, se notaba. La más bajita, no mucho más bajita, era rubia teñida, de unas raíces muy oscuras y piel más bien oscura. Un poco gordita, rellenita, diría yo, se atrevía a vestir una camiseta roja ajustada que dejaba una franja de carne antes de llegar a sus pantalones vaqueros desgastados, en la que vivía con comodidad algodonosa un ombligo encaramado al tatuaje azul de una serpiente. Supongo que si me fijé más en esta es por algo, pero no pienso pensarlo en este momento. Antes se habían visto muy satisfechas de que el tipo raro que me había abordado no las hubiese abordado a ellas. En sus caras pude leer la indiferencia con que me miraron cuando comencé a hablarle, como si no mereciese la pena, como si ellas hubiesen sabido hacerlo mejor.
– Dicen que hay que morder la puntita – le decía la rubia a la más alta.
– A ti lo que te pasa es que te los comes enteros – ratificó aquella.
– No mari… no es eso, pero…
– Mira… – afirmó contundente la tal mari – tú eres una devoradora de rabos.
Parecía que no había más que hablar y, sin embargo, el tipo que me miraba, ahora las miraba a ellas con esa cabeza un poco hacia delante que lanzan los ebrios. Ellas lo notaron y replegaron su voz a un silencio que sólo yo pude seguir oyendo mientras entretenía con sofismas al hombrecillo. Por un momento, supe que eran celos, celos a que él se apropiase de una conversación que era toda mía, de un cotilleo íntimo y privado, como si fuese su tampax particular con un radio escucha que retransmite una vez que sale del tubo del metro. Las vías de la noche se abren al caminar de mis dedos. Se encaraman al galope de un teclado infinito, de una bañera de sueños en la que los recuerdos se tiñen de vida. Un caballo vuela camino del cementerio y sus patas tienen un poco de miel en las pezuñas. Las patas de un caballo son sólo pies, unos pies muy grandes, unas pezuñas que son uñas. Las conversaciones versan de universos. Son palabras que se malentienden porque no existe una buena interpretación. Sólo los insomnes podemos interpretar los sueños, podemos batir la mahonesa del sexo en un cantar de los cantares y gritar cualquier tontería con tal de ir a la cama y acostarnos con nuestras mujeres.
– Digas lo que digas, a mí el picante no me entra.

M-20010711

Esto no es una broma