Tuve un profesor que siempre saludaba así. Cada vez que te cruzabas con él en la facultad, en uno de los pasillos construidos con maldad plagados de escaleras para que las manifestaciones de la época de Franco no pudiesen desplazarse con libertad de movimientos, saludaba con un arqueo de cejas que arrugaba su frente sin final. Digo sin final porque el bueno hombre era calvo. De esos que a los lados soportan un par de bosquecillos negros, marcadamente negros, que se unían muy atrás, justo por encima del cogote, para ser una única unidad de pelo. Negro. Muy negro.
Después pasó a ser mi compañero de trabajo, un compañero de trabajo algo superior a mí, con lo que no parecía que nuestra relación hubiese cambiado mucho. Él seguía siendo el dios al que había que respetar y yo el incauto que tenía tanto que aprender como olvidar. Con el paso del tiempo he ido olvidando más y más y así tengo la sensación de que aprendí algo… pero ya no sé qué.
Colega era tan abyecto e insufrible cretino como ante los alumnos que aún le soportaban y sufrían su insolencia plena. No quise matarle, pero fue saliendo así, como si se tratase de un relato que tuviese que escribir y llegó a mis manos el método algebraico que realizaría las virtudes de mi ilusión. Le degollé frente al televisor mientras escuchábamos cómo caía el muro de Berlín y yo pensaba que podría ir allá a por un ladrillo para partirle la cabeza. Luego me di cuenta de que su sangre me mancharía de inquietud, de tristeza ante el resto de una vida recluida, sin luz, sin amigos, sin nada de nada por lo que vivir y decidí perdonarle así que no le maté. Por ahora se ha salvado y eso que llevo dentro de mí un asesino nato luchando por salir a la superficie y contar su historia desde el punto de vista de la geometría diferencial.
Para colmo de males, el tipo vivía en mi mismo pueblo, es más, tan cerca de donde yo tenía que cumplir con la patria que nunca reconoceré que más de una ocasión lo encontré de servicio. Servicio civil sustitutorio. También en esas ocasiones su arqueo de cejas no paraba de ser para mí ese símbolo del que corta recto las líneas, del que abre con fuerza las puertas, el que aprieta enérgico las manos, el que tiene el poder y lo sabe. Me acordaba de una canción de Amancio Prada que hablaba de eso y pensaba siempre que a mí no me ocurriría jamás pero hoy me he visto acercándome a la vigilante del edificio donde ahora trabajo (han pasado más de diez años desde que no veo a ese emblema del poder) y me he encontrado a mí mismo notando como se arrugaba mi frente cada día más descubierta, cada día más altiva, encorsetada por el nudo semi windsord de mi corbata, alzacuellos de los dioses de la informática. Y me he maldito a mí mismo como si intentase rememorar aquel tiempo en el que era romántico y no poderoso, no corría rápido con los coches estables sino a menos de ciento treinta con un dos caballos azul que parecía un todoterreno por la cantidad de barro que siempre acumulaba. Noto como quiero terminar con mi relato, como quiero dejar de reconocerme en ese símbolo odiado y odioso, en ese espíritu altivo, cruento, insoportable, para no tener que odiarme tanto, para poder aguantarme y no verme abocado a un gesto sin remedio frente a este televisor que me mira, que mira mis manos segando mi cuello en un último esfuerzo por no soportarme, por no seguir sosteniendo un cráneo que se arquea, un cráneo anaranjado que se va vistiendo de morado, un morado chillón, no!! No chilles más!
Maldito cerdo. Suelta tu sangre y vierte en el parquet toda tu fuerza, todo tu poder… ríndete de una puta vez.
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hhhh
M-20010905