Cafés en cada esquina, a lo largo de Rivadavia pidiéndome que escriba, que escriba y pida refuerzos de palabras, de verbos para matar silencios, para apagar mi llanto y no escucharlo ya más. No escuchar la garganta que dice que estoy solo, que dice que me fui de su lado y la extraño. ¿Cómo puedo vivir sin su presencia?.
No recuerdo sus ojos, ni sus manos, ni su sexo, ni sus labios, ni sus piernas, ni sus tetas, ni su pelo, ni su culo, canela en flor pero algo abstracto e impensable me llena su presencia, me cura las heridas de la distancia, morriña hecha mujer, encarnación de la nostalgia, atrae el sexo de su amor al fondo de mi alma y siento que jamás, ya nunca más, estaré solo pues ella está conmigo, estará en donde vuele, allá donde me alcance la tentación encarnada en hembra porcelana y vea coños mojados, labios lubrificados, besos con sabores a fruta y costillar con tetas suaves duras de turgencia insana y piernas insolentes que me hacen querer volar.
Mas si tuviese alas, quebraría el atlántico para morir de besos al cabo de sus labios, remontaría, desde su pie hasta el alma, la cuesta de sus senos y querría romper, en una tempestad de guerra y semen, en un terrible maremoto, mi mar contra su sexo, clavando mi nombre en su misterio, vistiendo con su capa de pelo una cama de estrellas, horizonte curvo a ritmo de Piazzola, verso hecho pasión, mujer que vuela, puede volar y quererme, desearme en un sinfín de noches, hasta que la tempestad escampe, la efervescencia muera y yo no escriba ya más. Me haya muerto y me hayan enterrado en la fosa sin nombre del olvido.
Pero hoy y hasta entonces, acá, en esta Plata nuestra, deseo de ella que sea mi mujer.
Para Carmen.