Frenan, los autos frenan y yo escribo en este cuaderno de Sylvia e Iván con el rotulador de punta fina de Carmen, cuatro palabras que me trae la calma dejándome parar y ver que frenan, los autos, a mi paso y detienen sus ruedas coloradas porque reconocen que te amo, reconocen que he de seguir viviendo para hacer de este amor, mensaje universal, ser el nuevo profeta del milenio y llevar esta palabra a todo dominio de Internet.
Os amo, mi flaca, como al camello que me pasa droga, como al aire que respiro ahora, que los autos frenan a mi paso, en esta Rivadavia que conduce a tu sueño, conduce a tu mirada hecha de miel y de silencios, hendidura de plata incontinente que vierte al mundo un templo hecho mujer, mujer enamorada, inventando ese concepto, abstracto, de la vida.
Porque te recuerdo en cada radio de las ruedas de la bicicleta que giran, giran, con bailes de tus calles, calles del baile en donde los autos frenan a mi paso cargado nuclear con tu mirada.
Llegué a la Plaza de Mayo y ahora, frente la casa rosa, no sé qué hacer. Quiero manifestarme y también buscar un sitio fresco, a poder ser, con aire acondicionado donde, por menos de diez bolígrafos, comer.
No entiendo cómo un pueblo después de pasar el pasado tiene el valor de olvidarlo. Cómo evitar pensar en torturas, secuestros de estado, privaciones de las libertades mínimas sin sulfurarse, sin querer asesinar la palabra policía.
Yo no sé hacerlo y nada me pasó. Soy un observador de otro punto en el espaciotiempo y sin embargo en cada esquina que veo un uniforme se revuelve mi estómago y me transfigura el rostro.
Quisiera ser detenido para odiarles más orgánicamente y si no fuese por miedo me lanzaría a matar inocentes con el filo de sus viseras. En cambio, lo único que hago es venir a la plaza de las madres de desaparecidos como turista sin cámara a grabar en un instante la eternidad de la pena.
Me gusta el color de los taxis de Buenos Aires. Su abundancia negra y amarilla que viste las calles avenidas con laboriosas amantes de pólenes sin exprimir en una red de amianto que no arde como mi ciudad, con la garantía de la desesperación.
Los colectivos multicolor surcan el cielo de palmeras que espera encontrar una paloma negra, un palo abatido, hierba-yerba que enarbole la lucha no acabada por reconquistar lo que jamás fue nuestro:
la dignidad de los hombres.
Cuarenta veces cuatro ventanas abren ojos enfrente del escenario y suplican libertad. Tan estúpida súplica nunca será escuchada. Se sabe bien claro y distinto que la libertad exige nuestra sangre, nuestra violencia, nuestro sacrificio para lograr vivir sin sacrificio de sangre por excesos de violencia.
De momento, buscaré un lugar en donde comer algo. Renuncio a la batalla. Por ello, quizás por ello, voy perdiendo.
Deambulo entre calles que suenan diferentes pero mi alma se encuentra con vos, con esa alma vuestra bailarina, con esa hija que tendremos, sus ojos adivinados y sus dientecitos blancos, de nata, mordiendo patatitas mientras vos y yo nos reencontramos, como cada mañana entre las sábanas, sobre calles que suenan parecido a miseria y gloria, a luz y sombra, vida, muerte y palabras cargadas de futuro.
Te amo en la distancia con fuerza renovada deseando verte fresca, rodeada de hielos y montañas, nieves perpetuas que escriban un verso, una novela, tu día cotidiano en que estoy completamente enamorado.
Te extraño. Te echo de menos.
Quiero volver volando entre tus labios a abrazar la nube de tu sexo y gozar tus ojos y tus senos, tu cintura ovalada dibujada en penumbras, culo que, de vainilla, se mira en el espejo. Maja desnuda del cuadro de mi sexo. Pintarte a gotelé y embarazarte. Amarte en el deseo de poseerte por siempre inalcanzable.
Espérame y verás.