Café Galache, M-20001229

A veces tengo miedo a escribir. No sé qué va a salir. No es que me asuste dejar una hora en blanco o en azul, es mas bien que las historias que salen de mí provienen de algo que no conozco y no controlo. Ya sé que sería más relajado no intentar controlar, dejar ir el boli como lo hago, pero, a veces, sólo a veces, tengo miedo a escribir.
Hoy es uno de esos días.
No he visto nada en la calle que detone las bombas de mi grisedad y temo hacer yo mismo un explosivo plástico como la belleza de sus cejas plata.
Me levanto temprano, madrugo, nunca la disciplina será suficiente para destruir las normas, vivir en la anarquía del escrito, libertad suprema hecha a mi imagen y semejanza.
Ya me saluda en este local de tres manzanas, burdel de mis ideas que restallan látigos azuzados hombres de paja. Es el pecho hendido de misericordia que abduce la diccionario y sin género cobarde en cenicero obtuso azul y gualdo, la locura se apodera adocala de mi mano y la dirige al mundo invernal en vacaciones donde los árboles crecen hacia abajo para hallar sus raíces entroncadas con el sujeto, con especies de mamones celulares a la sombra de su seno, su busto enarbolado en camiseta de tela vegetal. Por eso no soy vegetariano, sufro sensible el cruel asesinato, juicio sin testigos de los minidioses que juegan a ser hombres, humanidad alcaloide vertedero.
Música salvando mi resuello sin escape ascalaperca con busñuelos de cine en azulejos sin sin sirenas al abrigo del pasmo y tres miradas café que se ensortijan alzando panegírico de ausencias en tu nombre.
Todo
Siempre
Lector
es para ti.
Y aún así, puede que no te guste, puede que sientas como yo, que esto no es sincero siempre cuardo algo que no digo, que no menciono la relación de mis historias con la realidad pero es que no lo sé.
Una mujer me abraza en la distancia gozando de su roce con mis ojos, bebiendo un cubalibre matutino colgada de un reloj y de una espera. Mira y mira y no viene nadie. Yo decido que él nunca va a llegar porque le atropelló un camión a la salida de su apartamento. Ahora mismo le están entibando una vía abierta, se llena de sales minerales, gotea poco a poco el caldo de su vida. Algo entra y algo sale. Su sangre no coagula. No hay forma de detener la hemorragia interna.
Ella está empezando a cabrearse, siempre le hace esperar y está empezando a hartarse. De momento, le queda licor, aún, sobre los hielos. Está completamente vuelta mirando hacia la puerta sin apartar la vista.
No hay quirófanos vacíos, tendrán que intervenirle en un pasillo donde dosmil leprosos escupen pus y se acercan a tocarlo pues necesitan socios en su club de la muerte. Sus pupilas apagadas crepitan entre lágrimas una canción de navidad.
Se restriega las manos. No aguanta más. Pero sigue esperando.
La primera incisión ha sido extremadamente larga pero no es un buen momento para preocuparse por la estética. Su sangre no coagula y el suero insuficiente se agotó.
– ¡Cámbienlo! ¡Cámbienlo! – pero en el pasillo no hay más material. El paciente se desangra por los ojos y su piel pálida dice a las máquinas lo que tiene que hacer.
Ya no hay nada que hacer.
La impaciencia desespera. Ha terminado su trago y el reloj hace vueltas que no tiene respuestas.
– ¡Oxígeno! – Hurgan el fondo de su alma que, casualmente, cae cerca del bazo, completamente destruido, quemado en un golpe seco.
Luis debía llevar el reparto de azulejos a la constructora. Hoy era la última oportunidad de no perder su empleo, pero este accidente…
Resultaría trágico si ella fuese su hermana y se odiasen desde antes de poder forjar recuerdos. Sería acusado de un asesinato casual, mal vestido, con un mono azul de grueso paño áspero como la tierra, como el grosero insulto que recibe cada día con la mirada desdeñosa de Lucía.
No le quiso nunca pero quedarse embarazada era una estupidez que Socuellos no perdona. Ahora era la concuñada de la víctima de su marido.
Sus labios profieren injurias apestosas. Labios duros como el corazón de los hombres, como el puño cerrado del general.
Un petardo estalla en la mesa de al lado y ella presiente desdicha. Su ventrículo galopa al primer teléfono y marca su casa sin tener respuesta.
Lo descubrirá y no podrá levantar las plantas del suelo, no podrá dormir en seis años y querrá que la guerra termonuclear barra todos los restos de su familia extinta.
Sus labios se cerraron, oscuros y granates granadas obsoletas de polvo con metralla. República en la noche sin estrellas. Bandera ajada bajo la luz morena de la muerte.
Morirá en la sombría celda de su manicomio, en el ancho colchón que fue su tumba, en la pared blanca llena de inscripciones manuscritas con huellas de sangre que mordisquea y lame. No puede dormir. Es la corrección de un mundo iluminado, el más allá de hoy que no queremos ver. La muerte, la tragedia, nos acecha bajo la cálida protección de nuestras mantas.

Esto no es una broma