Cuando era pequeño, mi padre me decía que dejase de mirar constantemente al suelo y mirase hacia arriba cuando andaba. Quizás por eso, dejé de hacerle caso. Yo estaba enfrascado en un suelo que no paraba de ofrecerme cosas distintas para mirar, como el maravilloso juego de los pasos de cebra, en los que tenía que ir saltando sin pisar el vacío de pintura que era como caer en un horrible abismo del que no habría salida. Otras veces, el zigzag de unas baldosas de colores, otras, el traqueteo de un caminar entre calles de piedras, adoquines que yo imaginaba allí desde la época romana, por lo menos. Sin embargo, eran sólo caprichos de algún alcalde más o menos falto de imaginación.
También entonces había a cada paso un poco de porquería, creo que Madrid era más sucio antes, pero de una suciedad como renegrida, como si el polvo fuese un componente normal, un poso de suciedad inevitable. Vivía en frente de Tabacalera Española y siempre recuerdo a mi madre batiéndose contra el inevitable velo gris que vestía los muebles conservados de mi casa.
Cada vez que paso por aquella calle, me encuentro de nuevo con mi historia, con esa vuelta del colegio, con las vallas vulnerables del recreo por donde yo nunca me atreví a escapar. Antes de que yo entrase, ese había sido un colegio femenino, pero creo que mi madre tenía alguna influencia por haber sido una antigua alumna y conseguí ser uno de los primeros niños que estudiaban allí, golpeado por una tal Doña Carmen que siempre protestaba por mi mala caligrafía. Afortunadamente, hoy existen ordenadores y no tengo que seguir viéndola entre mis eles torcidas hacia un lado al tiempo que las jotas se tuercen hacia el contrario.
Luego vino la ausencia. Salí de Madrid sin darme cuenta de que era parte de él, de que no podía irme, de que Madrid sin mí se moría un poco, pero yo era tan pequeño que apenas consideraba el valor de mi existencia. Casi no me daba cuenta de que no había nada fuera de mí mismo. No existía otra realidad que la que se podía escribir o leer y no la que yo era capaz de crear al creer.
Tuve que irme al fin del mundo para encontrar mi lugar, para percatarme del amor que le tengo a una ciudad que, como he escrito en algún sitio, me nutre y se nutre de mí, de mi sangre que dejo en sus aceras, de mis versos que dejo en cafeterías, de todo ese ruido que me sirve para hallar el silencio, para encontrarme conmigo mismo, conmigo mismo y con todos mis miedos, miedo a la soledad, miedo a no ser querido, miedo a ser débil, a ser malvado hasta matar tanta injusticia que habita conmigo en estas baldosas que algún imbécil en el poder se encargó de encargar a algún pariente.
Entonces me encontré a mí mismo. Encontré el terreno en el que quiero que me entierren aunque no quiera que me entierren, el lugar de donde habré de salir transformado hasta no reconocerme. Sé que eso también pasará y sé que la vida gira como la tierra, que todo es relativo, que los quark no son partículas indivisibles, que las cigarras no cantan, que pertenezco a mi mundo, que el mundo es parte de mí, que me doy cada día más y me duele, me duele y me raja el pecho, me hace llorar y reír, me vierte un cántaro de agua en una terraza de Lavapiés, me derrama un litro de kalimotxo en la plaza del Dos de Mayo, me quema con un cenicero humano que muchos llaman Desengaño, me abraza con la pasión de unos amigos sin los que no puedo existir, sin los que no quiero existir. No tendría sentido la vida, no tendría sentido este escrito si no fuese para decir una y otra vez: ¡Os quiero!.
Dedicado a mis amigos, M20010718