Éramos los mejores compañeros que nunca se cruzaron en una clase de álgebra lineal. Pasamos un año enamorados de todas y cada una de las mujeres de la cafetería. Nos refugiábamos allí de nuestra impotencia y de nuestra cobardía para afrontar nuestra soledad con todas sus consecuencias, incluso tanta masturbación.
Nuestra relación, curiosamente basada en la igualdad como uno de sus pilares, había empezado no mucho atrás, cuando él vino a Madrid desde su pueblo, ese pequeño pueblo en León cuyo nombre nunca recuerdo (no pretendo escribir un “que recordar no quiero”). Hablaba de él con una pasión tal que, por supuesto, me motivó a que lo visitase unos meses después de terminado el segundo curso. Pero esto no va ahora.
Nuestro horario nos permitía pasar bastantes horas al día en nuestro centro de operaciones, nuestro lugar de encuentros, nuestra biblioteca, nuestro mundo entonces… como si todo lo que fuese externo no fuese real. Bajábamos a la cafetería en cuanto terminaban las clases, no más tarde de las doce y media y buscábamos una mesa libre para tomar un café o una cerveza. El café era más barato; ganaba casi siempre la batalla menos los días especiales.
En nuestro otear caían todas las presas posibles. El sónar no dejaba de funcionar ni un instante y nos enorgullecíamos de ser los primeros en localizar un objetivo para nuestro miserable platonismo.
Yo presumía de ser más rápido, de olerlas, pero la verdad es que Javier siempre me ganaba. No había forma de que se le escapasen las mejores. En cuanto entraba la delegada de nuestra clase, como un sexto sentido despertaba en él una sonrisa tonta y se burlaba de mí, preguntándome que si sabía quien había entrado. Por supuesto que lo sabía pero no sabía por donde… él ya la tenía localizada y su pregunta era sólo para demostrarme su sorprendente habilidad.
Joder, Javier, cámbiame el sitio, tienes mejores vistas… – Solía ser la excusa para no haber visto alguna que no se me podía escapar.
Yo tampoco era incompetente en este juego que llenaba nuestras vidas y nuestras tardes, no me quedaba muy atrás y si, por casualidad, descubría que a él le gustaba alguna en especial, ponía toda mi atención en captarla antes que él para, de alguna manera ingenua, devolverle el golpe dado a mi orgullo dañado.
Así, entre sueños que ni siquiera queríamos hacer realidad, fueron pasando los días y los meses. Llegaron los malditos exámenes de Junio y los pasamos después de algunos momentos depresivos y duros que por poco afectan nuestra confianza.
Sin embargo, contribuyeron a aumentar la camaradería y, la crisis, a profundizar nuestro vínculo.
Supongo que fue por ello que estuve encantado de ser el primer invitado a visitarle a su pueblo leonés para pasar con él unos días en verano con su familia. Yo, como buen madrileño, no tenía ningún sitio mío al que ir así que de muy buena gana decidí reunirme con él en su terreno.
Fueron las mejores dos semanas de toda la estación y me sentí como en casa junto con él, su familia, sus amigos… era todo tan sencillo que me cautivó. No puede quedar duda de que, allí, también había mujeres: ojos azules, ojos verdes, marrones, cinturitas, labios de fresa, culos pequeños y apretados, tetas enormes, tetitas graciosas, cuellos blancos de cisne y porcelana, melenas de un negro nocturno, rubias de cine, pelirrojas australianas, cinturas de avispa, sonrisas, miradas… todo eran mujeres y mujeres en verano, voluptuosas, sensuales, calientes y, desde luego, mucho más maduras y preparadas que nosotros para encuentros que no tuvimos.
Septiembre volvió con su descarga de venganza acumulada contra nosotros y superamos lo que pudimos, como siempre y casi no tuvimos ocasión de vernos pues Javier sólo venía a los exámenes y se volvía. Aún no tenía alquilado el piso del año anterior en Moratalaz donde habíamos celebrado alguna que otra cena y partidas de mus o Risk que duraban hasta el alba.
A finales de mes, un paro cardíaco mató a mi padre.
En parte también terminó con mi vida o con la inconsciencia de vivir adolescentemente. Empecé a trabajar por las mañanas en la ferretería de mi tío y pedí la matrícula en las clases de por la tarde para poder compaginar el trabajo con la carrera que aún quería terminar.
No tuve la fuerza necesaria para hablar claramente con Javier sobre mi necesidad de seguir teniéndole como referencia y amigo… así que nos fuimos distanciando a medida que avanzaban las semanas. Yo casi no tenía tiempo para ver a nadie y él seguía un tipo de vida que ya no me decía nada. No es que me hubiese vuelto eremita ni místico ni nada parecido pero el caso es que bromear acerca de la última chica que entraba en la cafetería había dejado de tener aliciente para mí. Casi todo lo que lo tenía lo había dejado de tener.
Por suerte, a mediados del primer parcial, conocí a Marta y nos comenzamos a ver con asiduidad. Ella contenía mi llanto íntimo que ahora tenía posibilidad de exteriorizar y me consolaba con historias de su vida, siempre tan apasionantes como únicas. Nos besamos por primera vez entre sollozos mutuos después de Un lugar en el Mundo.
En el viaje a París que nos permitimos hacer a mediados de Agosto nos quedamos embarazados. No quisimos arrepentirnos de lo que implicaba y dejamos la carrera. Y ni siquiera habíamos suspendido ninguna asignatura para ese Septiembre que podía haber sido el primero en la carrera sin exámenes. Sin embargo, la vida nos estaba poniendo en un brete novedoso que iba a cambiar nuestro futuro por completo.
Yo me fui a vivir con Marta a un pequeño apartamento en Villaverde, en la calle de Nuestra Señora de Begoña. Seguía trabajando en la ferretería del tío Esteban aunque ahora también le llevaba la contabilidad y me pagaba suficiente para mantenernos los tres. Ah, sí, claro, Luis nació sietemesino pero bien hermoso y fuerte el quince de Febrero.
Mientras tanto, Javier terminó su carrera y continuó en la universidad en un área de investigación que siempre habíamos comentado que era la más interesante. Inmediatamente, comenzó a impartir clases de profesor asociado, es decir, problemas en todos los sentidos, de Cálculo I y Geometría Diferencial I.
Cuando, tres años después finalizó su tesis sobre Reformulación de la mecánica cuántica desde el punto de vista de la geometría diferencial, decidió llamarme para que asistiera a su lectura. En casa de mi madre le dieron mi teléfono y me localizó.
No pude ir, pero hice lo posible por citarme con él, al menos, por la cortesía que había tenido al acordarse.
Ayer, dos semanas después de su exposición, pudimos vernos en una cervecería de la plaza de Santa Ana a la que habíamos ido alguna vez, haciendo un exceso y nos sentamos en una de las mesas del interior de la sala más profunda.
Creo que anduve buscando una excusa para explicarle porqué no le había invitado a mi boda, ni me había despedido de su vida, pero ni siquiera me dio tiempo a elaborarla. Supongo que, simplemente, no había tenido sentido que se hiciese de otra forma. A veces tomamos uno de los dos caminos que nos ofrece la vida y perdemos de vista árboles que dejamos en el camino no tomado.
Hicimos un repaso divertido a las mujeres del local sin que, esta vez, fuese nada “serio” lo que queríamos con ellas. Eran sólo un motivo para recobrar unas chispas de una amistad casi olvidada. Brasas negras de un fuego apagado hacía casi seis años.
La conversación deambuló un poco banal durante casi una hora mientras las tres jarras de cerveza rubia caían sin que notásemos nada.
Incluimos un poco de historia para reconstruir un pasado perdido en ambos brazos. Él no sabía lo de Luis ni Maite… Yo no sabía que él iba a ser el nuevo profesor titular de Ecuaciones Diferenciales II.
Fue entonces cuando me pidió ayuda. Entre la cuarta y la quinta cerveza se echó a llorar como sólo lo puede hacer un hombre maduro. Con una amargura que contiene la de toda la humanidad. No soportaba ni un momento más la carga de ser profesor, la responsabilidad de tener alumnos que le consideraban poco menos que un dios con la lejanía que le mantenía en la más absoluta soledad. Su vida estaba condenada a la tristeza de dos pajas semanales. No conseguía relacionarse con las personas de otro modo que no fuese el que implica una relación alumno-profesor. “Después de mucho tiempo, me dijo, sólo me queda el recuerdo de la única amistad que he tenido”. Yo no sabía cómo desembarazarme de una situación que no entendía. No sabía cómo podía yo ayudarle y porqué no me había intentado localizar antes. Pero me lo explicó:
Una de mis alumnas, una chica preciosa, de esas que te gustan a ti, bueno, o te gustaban, jovencita y tierna pero con la ferocidad sensual de una lolita, quiere que hagamos el amor. Llevamos dos meses teniendo una historia bastante turbia… entre otras cosas porque no pueden pillarme, ¿lo entiendes?
Claro – Asentí.
Necesita que hagamos el amor y yo quiero hacerlo, te lo juro. Aunque me expulsen de la maldita universidad. Hace ya varios días que vengo pensándolo. Ahora he terminado la tesis y se me ha terminado el plazo que ella me ha dado. También es el que yo me había dado, pero, la verdad, entre tú y yo, tengo miedo.
¿A qué? – Pregunté en un silencio que dejó colgado después de su última frase.
Pues… mira Fer, yo sé que puedo confiar en ti, ¿verdad?
Hombre, claro – dije sin saber aún qué pretendía.
Pues… necesito que me enseñes a hacerlo.
¿A hacer… qué? – pregunté algo incrédulo ante lo que suponía.
Pues… eso, que… – Yo notaba su vergüenza aflorar a toda su piel que sudaba de una manera fría y nerviosa. – yo… yo aún soy virgen, joder.
Realmente no me parecía ninguna cosa rara ni un mal incurable pero era también consciente de que a él sí. Tener veintisiete años y ser virgen era algo que podía pasar perfectamente, le dije.
Ya, pero ella no lo es y lo va a notar.
¿Y qué pasa si lo nota?
¡Coño! No lo entiendes. Yo la quiero.
No te sigo, Javier, ¿cuál es el problema? Si ella te quiere no le va a importar una mierda que tú seas virgen o no. Igual hasta le parece tierno. Vete a saber.
Tengo miedo y necesito tu ayuda. Quiero que me digas cómo se hace.
Pero ¡coño! Javier, no sé qué pretendes que te cuente. ¿No has visto películas, revistas?… ¿cómo te crees que lo aprende todo el mundo?.
¿Y cómo voy a saber si finge o no? ¿cómo voy a saber si lo que le hago le gusta? No sé nada, ¿lo entiendes?
Una cerveza nos llevó a otra y ya llevábamos siete cuando salimos casi zarandeándonos a la plaza.
Me llevó a un bar de vinos en la calle Echegaray y nos pedimos un fino mientras me dijo que esperábamos a alguien allí.
Javier subió las escaleras desde la barra con las aceitunas verdes que olían a vinagre desde lejos y una rubia de preciosos ojos grandes y azules como mares. Una mirada ingenua pero agresiva se me clavó sonriente en el fondo de mis pupilas absortas que, seguro, dejaban entrever mi anonadamiento y la cara de pánfilo que debía de tener llegado ese momento.
Sentó su figura escultural de metro setenta al tiempo que se quitaba la cazadora vaquera gastada y me miraba también con unos senos erectos bajo el suave trazado de puntillas de la blusa blanca.
Al besarme para decirme que se llamaba Sofía casi me golpeo con la mesa que nos separaba y me embriago completamente con el perfume de obsesión que rodeaba su cuello desnudo delicado.
Con el traqueteo del vino y su conversación cantarina simpática, me fui olvidando de la necesidad imperiosa de Javier y alegremente fuimos entrando de lleno en una propuesta nueva en la que estábamos incluidos tanto Javier como yo. “¿Por qué no vamos a mi casa?”. Preguntó con la mayor naturalidad del mundo.
A partir de esta pregunta, he de reconocer que no guardo un recuerdo nítido de lo que sucedió pero el caso es que, sin haberlo imaginado, hoy me he levantado junto a una pareja de tortolitos y mi buen amigo Javier me ha saludado con una sonrisa que inevitablemente muestra su cambio cualitativo.
Me he preparado unos huevos cocidos para quitarme una resaca horrible y me he venido a casa a escribir esta historia antes de que se me olvide o me parezca demasiado increíble como para redactarla sin que me avergüence de ella.
Tenía un mensaje en el contestador de Javier en el que me daba las gracias por haberle enseñado lo que necesitaba saber, por haber sido su profesor y él mi alumno, y me decía que me llamaría.
Me ha recordado amargamente que eso fue lo último que me dijo cuando nos despedimos antes de que dejásemos de vernos por el cambio de turno en la universidad.
No. No creo que nos volvamos a ver, pero me queda el placer de saber que puedo aún enseñarle muchas más cosas porque aún no ha aprendido a vivir.