El Jardín

Entré en el restaurante sabiendo que iba a matar a alguien pero aún no sabía a quién. Eso, realmente, no era tan importante. Lo verdaderamente importante era la forma en la que había decidido hacerlo: mordiéndole el cuello como si fuese un vampiro. El primer problema es que no tenía reservada mesa y, claro, igual tenía que discutir con el camarero y eso restaba diversión a aparentar un cliente modelo que cae bien, es simpático, encantador, hasta seductor con alguna camarera que venga a recoger las migas de los comensales anteriores. Pero no fue un problema y en el fondo del salón me pude acoplar. Descargué lágrimas antes de pedir el menú pues sabía que no quería hacer lo que iba a hacer. Me descarrilaría para siempre del mundo cómodo de la publicidad. Lástima. Pero el cuello tentador de un gordito al que le caían pequeñas gotas de sudor por la cara, resultaba tan apetitoso que cuando se acercó el meitre aún estaba extasiado con la contemplación de su deglutir rítmico.
– Unas alubias, por favor.
– En seguida. – dijo el mesonero y se retiró con un papelito en el que había apuntado algo.
Seguro que sabía algo… No. ¿Por qué había de saber algo?. Está claro que cada día soy más paranoico. Aún ni yo mismo sabía muy bien cómo le hincaría el diente al cerdito rosado que comía en la mesa de al lado. Masticaba testarudo, como si no supiese que iba a morir, sus últimos pedazos de bisteq poco hecho, embadurnado de aceite. Recordé por un instante las conversaciones sobre comida sana que siempre tengo con mi esposa y me lancé bruscamente a su espalda armado con el cuchillo de mi cubierto. No supo reaccionar con la pasividad que yo esperaba y se abalanzó hacia mí. Era una mole de más de ciento veinte quilos y yo no había previsto eso. La silla crujió y se hizo añicos mientras mi mano se hundía en su gaznate hasta la altura de la muñeca. No sé cómo cupo tanta carne mía en lo que era su cuello. Sorpresas que da la vida. En este caso, la muerte, claro, para hacer el chiste que siempre es necesario.
Una camarera, impactada, dejó caer mi comida al suelo, con lo que tuve que matarla, sin ser esa mi intención, lanzándome, con más fuerza que contra el gorrino desollado, para que no pudiese gritar. Su silencio fue sellado con un beso en el que le arranqué parte de sus labios y lo escupí pues estaba muy pintada y le daba un amargo sabor seco y desagradable. A su expresión también, de hecho, ya lo había notado, pero eso no era para haberla matado. Es que necesitaba alimentarme y casi nunca encuentro la sangre que requiero.
Luego me senté en mi silla otra vez e intenté rebanar una tajadita del pescuezo del mofletudo que aún seguía manando sangre a borbotones negros, pero el cuchillo resbalaba y no acertaba a segar un fino filetito con lo que me contenté con chuparme los dedos y pedí más vino.
Desde las otras mesas llegaba un griterío insoportable y decidí llamar al meitre para pedirle explicaciones o exigir, incluso, que pusiese fin a aquella algarabía si estaba en su mano, antes de que le pidiese el libro de reclamaciones y tachase su buena reputación con una mancha imborrable.
Cuando él entró, en sus ojos pude ver claramente que había algo que no andaba bien. Palideció y se detuvo frente a mí a dos metros, como asustado, y parecía no ser capaz de articular palabra. Así que yo tomé la iniciativa:
– Por favor, puede traerme ya las alubias y, de paso, pídales que se callen, que no hay quien coma tranquilo en este sitio.
Supongo que yo había esperado algo más apacible, bucólico incluso, llamándose El Jardín, pero, como otras veces, me equivoqué. Además, no conseguí suficiente sangre y hube de irme, sin ni siquiera esperar a las alubias, a una casquería del barrio en la que me atendieron muy satisfactoriamente, pero eso ya forma parte de otra historia.

M-20010327

Esto no es una broma