El origen del atardecer

Esta es la historia de un trenecillo de vapor que vagaba por el cielo debajo de las nubes inmaculadas que recortaban el azul del cielo.
Aprovechaba las pequeñas gotas que dejaban filtrar las partes bajas de cirros, cúmulos y estratos para obtener el líquido que iba evaporando. Repostaba agua de lluvia que rellenaba la caldera hasta la próxima ocasión.
Caía, se dejaba caer, desde la estratosfera en circuitos alocados desde los sublimes y gélidos cirros deshilachados y claros a caliginosos cúmulos inferiores, abrazados a las cimas de los montes y los edificios altos de las grandes ciudades.
El maquinista, un apuesto canoso de cuarenta y tres años, se desvivía por aquella montaña rusa infinita, silvestre, voladora; incluso aunque esta vez no llevaba pasajeros.
Un rastro de vapor blanquecino se dibujaba en las panzas abultadas y grises de la nubarrada contenida. Sendero lechoso de nata sobre asfalto.
Mas un día alcanzó un desierto donde el sol imponía un reinado eterno y cruel, quebrando el suelo en mosaico marrón de tierra muerta.
Pasaron horas de bochorno infernal que fueron devorando voraces el hálito cálido y difuminado de la locomotora negra.
Comenzó a precipitarse.
Rápida, gravitatoria, presuponía un final aciago en un siniestro zepelino.
El operario reaccionó apresurado y lanzó su transpiración al hogar. Toda su ropa impregnada de sudor resultó un consuelo efímero a la nave de las nubes.
En el intervalo, tuvo tiempo para percatarse de que el único resto de humedad estaba en él.
Ella volvió a desplomarse como una bola de cañón y él no pensó en arrancarse la pierna izquierda y extraer la sangre con la que abastecer la caldera.
Después, un brazo.
Más tarde, sin parar de actuar, segó su otra pierna y rasgó las venas del brazo derecho permitiendo que las gotas ínfimas, minúsculas, atravesaran la garganta de la chimenea.
En el fondo de sus ojos vio una tempestad en lontananza y decidió darse por salvado pero el plasma se consumía vertiginosamente.
Con toda la determinación de que era capaz, se yuguló sobre la boca ansiosa de la máquina celeste.
No logró ver el celaje que absorbió su savia.
Con el nuevo camino, las bajas neblinas se tiñeron de rojo. Desde un naranja cálido se difuminaban rosas las estrías de las nubes.
Alguno dio a entender que era el más bello ocaso contemplado; la sugerente puesta de sol que caía dejando surcos de luz de azafrán. Otro, el fenómeno atmosférico más cautivador del hemisferio. Un tercero, el amanecer que justificaba el haberse despertado…
Pero tú y yo sabemos que esa bruma es sangrienta, que los rayos rosados van teñidos de vida y de muerte; que los algodones contienen la última hemorragia de un sacrificio inútil.
Tú y yo sabemos que el precio de esa belleza fue elevado.
Y ahora a dormir, que el cuento ha terminado.

Cuento para noches blancas
en que te acuestes mirando las nubes bajo una ventana
al tiempo que cae la noche,
empujando al sol fuera de su sitio.

Esto no es una broma