La metamorfosis de Giusseppe

Érase una vez un osito llamado Giusseppe cuyos padres eran extraterrestres. Se habían dejado caer por la tierra a bordo de un transbordador con forma de chalet adosado en las afueras de Madrid. Por tanto, Giusseppe era un osito intergaláctico que se alimentaba de pastillas de miel y de teclados de ordenador. Tenía un gorrito rojo que llevaba los días de fiesta como si de él se pudiesen extraer poderes… y así era, en realidad: Los ojos de Giusseppe podían ver en los seres humanos la parte más oscura, es decir, debajo de las axilas, que es dónde los hombres guardan sus secretos más inconfesables.
Un día, conoció una perra – esta vez terrestre – que se le acercó y le olisqueó sin reparos en la entrepierna hasta dejarlo desfallecido porque era un acto que no comprendía y ante lo que sus poderes eran harto inútiles.
Cayó rendido en el fondo de un pozo de hierba y así estuvo casi trescientos días en los que repasó su viaje y, porqué no, su vida.
Cuando despertó, un sentimiento kafkiano se apoderó de él y le hizo lanzarse a buscar un castillo inexistente en América. Se subió al primer avión, después de una breve despedida de sus padres, que ya reconocían abiertamente ante el vecindario su extraordinaria procedencia, y tras cuatro películas seguidas, aterrizó en Nueva York. El famoso JFK le esperaba.
Al salir del aeropuerto, se le acercó una mujer de avanzada edad a la que rápidamente comprendió, gracias, por supuesto, a los poderes extrasensoriales de su gorro rojo. Ella quería un niño suyo, aunque esto era completamente imposible pues, incluso permitiendo la zoofilia, la genética es una ciencia muy coercitiva que no permite prácticamente nada no autorizado por el sentido común; ya sabemos, el menos común de los sentidos. Resumiendo, no podía ser, pero ella le invitó a una taza de té y un pastel de carne hecho con patatas y espinacas, pero sin carne. Parecía una mujer un tanto loca, pero en realidad, estaba tan sólo intentando seducir al osito para convertirlo en miembro activo de la secta Burzak, que se alimentaban de osos extraterrestres. Esto explica que casi no hubiese ningún miembro perteneciente a esta secta que sobrepasase los 40 kilos de peso. Lo que no explica es cómo ella se había dado cuenta de que el osito Giusseppe era extraterrestre. Aunque quizás le había resultado sospechoso el hecho de que pudiese volar con tanta facilidad al salir del avión, evitando, de este modo, las molestas aglomeraciones que siempre se forman en las recepción de las maletas.
Tras tomar el té, quedó tendido bajo una rama de avellano que estaba justo a la salida de la casa de la venerable mujer y que era muy oportuno para concebir una idea. Seguramente, esta fue la razón que llevó al osito a transformarse, pesadamente, en un pensamiento triste, nostálgico.
El recuerdo de su familia y la desubicación en Brooklyn, le convirtieron en un fantasma de rasgos afilados y dientes duros que devoraba serpientes y mujeres a la salida de los cines de la quinta avenida. Como no había muchas serpientes, el fantasma Giusseppe se hubo de conformar con chuparle la sangre a setecientas hembras jóvenes y bien formadas de una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Teniendo en cuenta esta desproporción, el estado anímico de Giusseppe mejoró, obviamente, de modo que se volvió a interesar por la secta Burzak a la que no le dejaron pertenecer porque había engordado demasiado. Pesaba más de 190 kilos y aunque trató de explicar que eso era algo absolutamente terrenal, es decir, de la Tierra, no sentía ser menos liviano que cualquiera de los miembros actuales. Pero, por más que intentó persuadirles, no pudo ser. Así que los mató a todos con un rayo megatrónico de indiferencia y los fundió en un pastel de carne con patatas y espinacas que vende torceado para ganarse la vida desde hace diez años en la salida número 25 de la terminal internacional del aeropuerto JFK de Nueva York, soñando volver con su familia, reencontrarse con la perra que le olió y comer, de nuevo unas riquísimas pastillas de miel que sólo puede conseguir en las afueras de Madrid.

Madrid, 20000229.

Esto no es una broma