Follarse a la Dori era competir a natación contra una legión de ladillas. Era la puta más sucia del barrio, y eso que en el barrio donde crecí, creedme, realmente había putas muy sucias.
Yo la conocí a los dieciocho años. Era el hazmerreír de mi familia. Una preocupación más: No salía nunca de casa, ni siquiera había querido salir con una chica. Escribía libros y libros de poemillas que ahora he tirado a la basura. Estaban tan viejos y escritos en un papel tan sucio que no ha resistido el paso del tiempo. Como la Dori. Mi padre quería que fuese como él, un triunfador, ¡un hombre! y se le llenaba la boca hablando de sus años en que era joven y ya mantenía a mi madre y aún le quedaban fuerzas para sus amigos y algunas juergas.
Sin embargo, yo era un enclenque niñito de papá criadito bajo su protección (y mucha más bajo la de mi mamá). Creía en el amor casto y puro, en el amor sin sexo, en el amor eterno, en el amor bajo la luna, las estrellas, creía en tener mi primer amor con una niña-mujer que me quisiese, un amor correspondido. Pero mi padre no.
Cuando terminé el examen de selectividad (con buenas notas, claro) él insistió en regalarme algo que no iba a olvidar jamás. Y acertó, porqué jamás lo pude olvidar.
Me llevó a un partido de fútbol del Real Madrid contra un equipo holandés, creo que era el Ajax, pero no lo recuerdo. El caso es que a la salida del campo, me lo dijo:
Va siendo hora de que te hagas un hombre de verdad.
Yo no entendí muy bien a lo que se refería hasta que nos fuimos acercando a casa y se saltó la entrada a nuestra calle. Empecé a sospechar lo que tenía preparado. Claro, pensé, no podía ser sólo lo del fútbol.
En mitad de la calle que llegaba a mi antiguo instituto, en la pared de la iglesia, solía estar apoyada la Dori. Su pelo negro y mugriento caía por su cara acompañando una serie de churretones y restos de comida que de algún modo habían ido a parar allí. Su mirada, pretendidamente sensual, resultaba miserable y frustrada, pero, aún así, incomodaba mi virginidad amenazada. Era delgada hasta parecer frágil, vestía juvenil, con unos pantalones vaqueros raídos y una camiseta ajustada, intentando exagerar unos pechos apenas perceptibles. Pero a pesar de su aspecto, sabía que era mucho mayor que yo. Seguramente, ya tendría más de veinte años.
Mientras intentaba encontrar en ella un resto de ternura por donde contraatacar, mi padre cerró el trato en sus oídos. Yo debía entrar tras ella en una pensión donde vivía o trabajaba. No me atreví a decir ni una sola palabra. Cabizbajo, morían mis sueños de novias vestidas de blanco, mis lunas y mis estrellas, mientras subíamos los peldaños desgastados de unas escaleras de madera rodeada de una espiral de yeso desprendiéndose por la humedad.
Al entrar en su cuarto comenzó a desnudarse. Mis ojos no podían desclavarse del suelo. Su camiseta cayó justo delante de mis pies y quise apartarla, pero me di cuenta de que estaba paralizado. Ella se arrodilló y desabrochó mi pantalón. Mis manos caían a los lados, muertas y sudorosas. Resbaló mi vaquero que siempre llevaba ancho. Arañándome sin intención, me quitó los calzoncillos. Tiró de una mano y me llevó a la cama. Un saco de muelles mal paridos que se clavaron en mi espalda una y otra vez. Ella a horcajadas sobre mí, comenzó a jugar con mi polla hasta conseguir una erección de la que me avergonzaba.
Luego, sobre el crujir del catre, cambiamos de postura. Dirigió el miembro firme hacia su hueco seco y duro como cartón y, al seguirlo con la vista, pude temer innumerables muertes, pero no me moví. Casi inmediatamente, dentro de ella, eyaculé sin poder resistir, sin pasión y sin ganas, o demasiada represión.
Todo el resto de fuerzas que aún quedaba en mí, desapareció. Mis manos aún seguían colgando a los lados del jergón cuando ella ya se había vestido. Entonces habló por primera vez, sí, por primera vez oí su voz diciéndome:
Mocoso, vístete que ya te puedes ir. – Y entre risas molestas, yo me incorporé y ella añadió – Te estaba haciendo buena falta, ¿eh?.
Regresé a casa sólo y llorando, triste y sin futuro. Mi madre hizo como que no sabía nada y miró hacia otro lado mientras mi padre seguía viendo el televisor y yo me encerraba de nuevo en mi cuarto de dónde no salí en tres días.
Dos años después me marché de casa para no volver. Viví solo un tiempo; seis años con una mujer a la que quise como a nadie y luego me dejó; volví a vivir solo, esta vez en Sydney donde conocí una canguro fascinante que casi me atrapa entre sus redes australes; caí bajo el embrujo de una brasileña a quien pedí que se casara conmigo; volví a mi tierra; conocí otras mujeres… pero siempre ando buscando algo que sólo entre la sordidez y la pena de aquella vez tuve y nunca jamás he vuelto a encontrar. Mi primer amor.
M-20001024.