¿Qué pasó en Nueva York?

Voy andando por la acera y veo como se acerca a mí un viejo que me dice que si tengo dinero y le escupo a la cara y salgo corriendo, pero me doy cuenta de que no puede seguirme porque es muy muy viejo. Cuando llego a mi esquina, la esquina en la que tuerzo hacia mi casa, me doy la vuelta y el tipo está ahí, justo detrás de mí, con su cara aún manchada de mi saliva y sus dientes negros preguntándome que si tengo dinero para darle. No. Imbécil, no tengo un puto duro para darte. Le doy una ostia y casi se cae al suelo. No se cae, así que le sacudo una patada en la espinilla para que se agache. Es un truco muy sucio, pero me la suda. Cuando se ha agachado, le doy un rodillazo en la nariz que empieza a sangrar casi de inmediato con lo que mancha de sangre, de su sangre pobre mi pantalón de rallas. Mi pantalón nuevo de rallas blancas. El tejido es tan fino que siento la calidez de su sangre entre mis músculos. Me da asco y me sacudo, pero mis dedos se impregnan de su sangre, de su nariz ardiendo. Mierda. Eres un hijo de puta que me has manchado el traje que tenía para la reunión. Pero él como si nada, se la suda. Y me vuelve a mirar con sus ojos saltones, un poco húmedos de alcohol, aún se nota por el olor de su sudor, ha estado bebiendo y bien, no poco. Una considerable cantidad de Don Simón. Cuesta 200 pelas el cartón y el hijo de puta me pide dinero para beber. Sé que no va a acabar en otro sitio que en la caja registradora de los cabrones chinos que han abierto otro maldito supermercado a granel que no cierra nunca. Trabajan de verdad, eso no se puede negar, esos malditos chinarros. Pero no soporto su mirada, su estúpida mirada de vaca suplicante y le vuelvo a sacudir. Mi maletín gris se empotra en su cabeza y sus manos caen primero, luego sus costillas y por último, el resto de su cuerpo cubre la acera con manchas de sangre.
Alguien grita: ¡están bombardeando! y se desgañita intentando hacerme olvidar que ese tipo sucio me sigue mirando, me sigue mirando aunque mis zapatos de Oxford Street le han arrancado la dentadura.
Llego a mi portal y una vecina me pregunta que si me he enterado. ¿De qué tengo que enterarme?. En mi casa me cambio de ropa, tengo que irme a esa estúpida reunión y no puedo ir con el traje arrugado. En la televisión, un par de torres se desploman. Me recuerdan al tipo que se desplomó en mi esquina. ¿Habrá llamado alguien a la policía?. Puedo estar tranquilo. Sé cómo funcionan estas cosas. Pero estas manchas del traje no acaban de desaparecer.

M-20010919

Un corazón de nieve

La primera postal que recuerdo, de hecho es la primera postal que me han enviado nunca es la del Skyline de Nueva York. Era una postal… bueno, en realidad la postal sigue siendo, incluso después de lo que ha pasado, de esas que cambia de aspecto según se giran. Una especie de holografía pero en cutre. Hoy mismo me acabo de dar cuenta de que no era la mía sino que a mí me envió una de la estatua de la libertad. Con esa misma cualidad de cambio de aspecto, que tanto me gustaba. Ahora eso ya no me gusta, pero la postal sigue siendo de una importancia capital para mí. Creo que, gracias a ella, aprendí lo bonito que puede ser comunicarse por escrito. Igual gracias a ella, este relato se está escribiendo, es como si me atreviese a devolverle finalmente ese esfuerzo de escribirme desde Nueva York, cuando yo apenas si levantaba varios palmos del suelo (cosa que tampoco ha variado tanto, después de todo) y me morí de envidia porque a mi hermana le había tocado la del SkyLine. Vaya, me dije, ¿por qué a ella le ha enviado una postal tan animada, que no es naranja y que tiene tantos edificios?. Hace tiempo que sé que la mía era tan importante como la suya, pero en cualquier caso, no perdí ocasión de hacerme con la suya, sumarla a mi colección de objetos importantes entre los que había algunas vitolas de puros, monedas extranjeras, unos cuantos recortes de periódicos con informes sobre objetos volantes no identificados y algunas colas de lagartija secas. No sé, pero tengo la sensación, ahora que lo pienso, que no estaba ya muy centrado por aquella época.
En mi postal, en la de la estatua de la libertad en naranja que cambiaba de forma y sostenía un libro en su brazo izquierdo, mi padre me decía que esperaba que alguna vez tuviese la oportunidad de ver aquella ciudad especial y mágica con cosas buenas y malas, grande como ninguna y que, a partir de entonces, se vistió para mí de un halo de misterio, un mundo de mitos y leyendas sin igual. Supongo que eso fue lo que hace tres años me llevó allá. Mucho más que el hecho de tener que ir de paso hacia Iowa para ver a una mujer a quien quería decirle que nuestra relación era imposible. Muy caballeroso lo de desplazarse medio planeta para no gastar línea telefónica con su llanto.
A cada paso evocaba sus palabras, no las sabía de memoria, pero sí de sentido. Y el sentido me decía que tenía que capturar lo más posible aquella isla, aquellos locos ajetreados, agitados sin parar, aquel humo que salía de las alcantarillas como en las películas de detectives que no me casaba de ver y no me canso. Desde entonces sé que aquello no es un efecto especial, sino una peculiaridad del peculiar clima neoyorkino.
Subí una mañana al Empire State Building huyendo de un hotel lleno de muerte y me dejé caer colgado de una cámara para robarle al tiempo un poco de su piel. Me lo traje todo. Me vestí de memoria y anduve por sus calles otra vez. Como esta misma tarde.
Él me volvió a llamar. Me sigue aún enseñando lo que significa la comunicación. Me llamó para decirme que si yo había estado en las torres gemelas cuando había estado en Nueva York. Le dije que no. Que estaba haciendo la comida para Carmen. Pues han sufrido un atentado…. y parece que… mi madre decía algo desde el fondo de su cocina y … sí, otro en la otra torre… desde ese momento empecé a sentir que aún tenía mucho que escuchar. Ya lo sabía, ya lo sé, pero a veces se me olvida. Me dio por conectarme a Internet y ver qué estaba pasando. Yo estaba escribiéndole un mail a la persona a la que había ido a ver cuando pisé por primera vez Nueva York. Su amiga Sulatha me había llevado a un restaurante indonesio en el que preparaban un pollo al curry tremendo de picante. Casi me muero del fuego en mis labios.
El fuego se extendía por los edificios y veía a la gente saltar por los aires. Yo no puedo creer lo que estoy viendo. Es de película… etcétera.
Se me heló el corazón al oír la voz de nieve de mi amiga Sylvia. Sus labios lloraban. Lloraban y me decían asustados que querían verme. Yo también quiero verte. Necesito verte. Necesito a mi gente. Mi amor a mi lado agarraba mi mano y yo me acordaba de la postal de mi hermana. No se la pienso devolver, pero cada vez que le envíe una postal a mi sobrino, pensaré que, tal vez, jamás pueda ver lo que yo vi, lo que mi padre vio, porque el mundo es, cada día más, perecedero.

M-20010912

Levantando las cejas

Tuve un profesor que siempre saludaba así. Cada vez que te cruzabas con él en la facultad, en uno de los pasillos construidos con maldad plagados de escaleras para que las manifestaciones de la época de Franco no pudiesen desplazarse con libertad de movimientos, saludaba con un arqueo de cejas que arrugaba su frente sin final. Digo sin final porque el bueno hombre era calvo. De esos que a los lados soportan un par de bosquecillos negros, marcadamente negros, que se unían muy atrás, justo por encima del cogote, para ser una única unidad de pelo. Negro. Muy negro.
Después pasó a ser mi compañero de trabajo, un compañero de trabajo algo superior a mí, con lo que no parecía que nuestra relación hubiese cambiado mucho. Él seguía siendo el dios al que había que respetar y yo el incauto que tenía tanto que aprender como olvidar. Con el paso del tiempo he ido olvidando más y más y así tengo la sensación de que aprendí algo… pero ya no sé qué.
Colega era tan abyecto e insufrible cretino como ante los alumnos que aún le soportaban y sufrían su insolencia plena. No quise matarle, pero fue saliendo así, como si se tratase de un relato que tuviese que escribir y llegó a mis manos el método algebraico que realizaría las virtudes de mi ilusión. Le degollé frente al televisor mientras escuchábamos cómo caía el muro de Berlín y yo pensaba que podría ir allá a por un ladrillo para partirle la cabeza. Luego me di cuenta de que su sangre me mancharía de inquietud, de tristeza ante el resto de una vida recluida, sin luz, sin amigos, sin nada de nada por lo que vivir y decidí perdonarle así que no le maté. Por ahora se ha salvado y eso que llevo dentro de mí un asesino nato luchando por salir a la superficie y contar su historia desde el punto de vista de la geometría diferencial.
Para colmo de males, el tipo vivía en mi mismo pueblo, es más, tan cerca de donde yo tenía que cumplir con la patria que nunca reconoceré que más de una ocasión lo encontré de servicio. Servicio civil sustitutorio. También en esas ocasiones su arqueo de cejas no paraba de ser para mí ese símbolo del que corta recto las líneas, del que abre con fuerza las puertas, el que aprieta enérgico las manos, el que tiene el poder y lo sabe. Me acordaba de una canción de Amancio Prada que hablaba de eso y pensaba siempre que a mí no me ocurriría jamás pero hoy me he visto acercándome a la vigilante del edificio donde ahora trabajo (han pasado más de diez años desde que no veo a ese emblema del poder) y me he encontrado a mí mismo notando como se arrugaba mi frente cada día más descubierta, cada día más altiva, encorsetada por el nudo semi windsord de mi corbata, alzacuellos de los dioses de la informática. Y me he maldito a mí mismo como si intentase rememorar aquel tiempo en el que era romántico y no poderoso, no corría rápido con los coches estables sino a menos de ciento treinta con un dos caballos azul que parecía un todoterreno por la cantidad de barro que siempre acumulaba. Noto como quiero terminar con mi relato, como quiero dejar de reconocerme en ese símbolo odiado y odioso, en ese espíritu altivo, cruento, insoportable, para no tener que odiarme tanto, para poder aguantarme y no verme abocado a un gesto sin remedio frente a este televisor que me mira, que mira mis manos segando mi cuello en un último esfuerzo por no soportarme, por no seguir sosteniendo un cráneo que se arquea, un cráneo anaranjado que se va vistiendo de morado, un morado chillón, no!! No chilles más!
Maldito cerdo. Suelta tu sangre y vierte en el parquet toda tu fuerza, todo tu poder… ríndete de una puta vez.
gl gl glll adfvb adfb
hhhh

M-20010905

Congreso de Psicoanálisis

Yo no había nacido cuando murió John Kennedy. Ni siquiera casi me enteré de la primera vez que el hombre estuvo en la Luna. Era un pequeñajo con ganas de jugar pero que aún no se había descubierto como gran jugador del mundo. No habría sabido qué hacer aunque muy probablemente me habría dado igual. No sé, a lo mejor habría convertido mi apatía en un interés ciego, como de esa ceguera que llueve por encima de los abetos a la luz de los faros que rodean un grupo de negros golpeados, mientras las llamas del crucifijo indican que hay un final que puede ser modificado por personas que se implican en el mundo y lo convierten en cenizas. De uno u otro tipo.
No escribí un relato sobre la muerte de JFK. Podría haberlo hecho. Podría haber escrito todo lo que no escribo. Podría haberme documentado y escribir el mejor documental del mundo. Incluso, podría haber perpetrado un poema contra la intolerancia del mundo o contra la tolerancia, contra esta apatía que a todos nos puebla y permite, tolera, tanta tolerancia ciega… como la de los crucifijos ardientes.
No asistí al congreso de psicoanálisis porque tendría que analizarme, porque tendría que saber qué razón me lo impidió. Posiblemente fue tan sólo el hecho de que tuve muchas cosas que hacer. Esto, que puede ser visto banal, habría sido una buena explicación si yo mismo me la creyese. No fue esa la razón. A lo mejor no hay una razón. Armstrong pisó la luna sin razón, sin pensar en la muerte de la poesía romántica de una vez por todas, sin darse ni cuenta de que los reyes magos habían dejado de existir, pero claro, a él qué cojones le iba a importar si era anglosajón y no tienen reyes magos, es más era americano y tampoco tienen reyes, salvo los del petróleo.
El dólar está subiendo y subiendo y el congreso de psicoanálisis era gratuito. Hablarían del dinero, de cómo conseguir dinero para poder escribir y como escribir para conseguir dinero. Sin tapujos, esto es absolutamente necesario salvo que se quiera seguir siendo un mediocre como yo toda la vida. No tendría que tener amigos, no tendría que tener otro trabajo, tendría que dejarme arrastrar por prostitutas que me proponen experiencias no vividas, igual también ser capaz de extraer vivencias de las experiencias que experimento sin riesgos, un escritor sin miedo, un escritor de poesía que puede ser libre de lanzarse a un agujero negro, en el borde de una tierra más bien desdibujada, una imagen que ni siquiera es mía, sin el paracaídas de mi invención. Un paracaídas reciclado, hecho de piel humana, de cabelleras sus correajes, su funda armada de esqueletos. No tendré nunca un escarabajo bajo la cama más alegre que mis sueños de infancia. No quiero volver al psicoanálisis porque sé que lo necesito. No quiero ni siquiera oír hablar de ello. Por eso un recital de poesía en el Grupo 0 es algo repulsivo, no es por otra cosa. La pereza mata. El diluvio universal sale de un hacedor que no hace, un repelente arpillero que amenaza con matarnos a todos por no ser sus esclavos, por no obedecer un silencio hecho cataratas. Con ello, volvemos a la ceguera de la que estábamos hablando.
Pisé la parte trasera de la sala de exposiciones y ellos no me vieron. Tuve miedo a que me viesen y también a que no me viesen. Me acerqué despacio detrás de las cortinas a la mesa de la conferencia. Cogí entre mis manos las flores del jarrón y comí una. No sé porqué necesité alimentarme, supongo que porque no había comido desde hacía tres días. Igual fue por eso. Lancé un rayo disfrazado de mirada al ujier que me descubrió y me agazapé esperando que aquello fuese suficiente. Pero la luna seguía en su lugar y yo no pisaba un terreno suficientemente sólido. Al golpearme, sentí un cristal en mi espalda, frío y liso, con un ligero dibujo que contenía el emblema de la constelación. Tantas estrellas hicieron que mi aterrizaje en el piso fuese luminoso. La policía recogía mi cadáver al tiempo que las carcajadas por verme con un florero en mis dedos, una rosa en mi boca y la sangre alrededor del cuello.
Se desdibujó mi voz. Partí hacia JFK para contarle todos mis secretos de estado, hacia el teniente NA para contarle todos mis secretos poéticos; hacia mi padre que yacía muerto entre tanta televisión, tanta infancia ajada de religiones, tanto psicoanálisis ebrio de egoísmo.
Ya nunca más seré un esclavo, ni siquiera de mi libertad.

Dedicado a Charles Bukowski, M-20010730

Caminando por Madrid

Cuando era pequeño, mi padre me decía que dejase de mirar constantemente al suelo y mirase hacia arriba cuando andaba. Quizás por eso, dejé de hacerle caso. Yo estaba enfrascado en un suelo que no paraba de ofrecerme cosas distintas para mirar, como el maravilloso juego de los pasos de cebra, en los que tenía que ir saltando sin pisar el vacío de pintura que era como caer en un horrible abismo del que no habría salida. Otras veces, el zigzag de unas baldosas de colores, otras, el traqueteo de un caminar entre calles de piedras, adoquines que yo imaginaba allí desde la época romana, por lo menos. Sin embargo, eran sólo caprichos de algún alcalde más o menos falto de imaginación.
También entonces había a cada paso un poco de porquería, creo que Madrid era más sucio antes, pero de una suciedad como renegrida, como si el polvo fuese un componente normal, un poso de suciedad inevitable. Vivía en frente de Tabacalera Española y siempre recuerdo a mi madre batiéndose contra el inevitable velo gris que vestía los muebles conservados de mi casa.
Cada vez que paso por aquella calle, me encuentro de nuevo con mi historia, con esa vuelta del colegio, con las vallas vulnerables del recreo por donde yo nunca me atreví a escapar. Antes de que yo entrase, ese había sido un colegio femenino, pero creo que mi madre tenía alguna influencia por haber sido una antigua alumna y conseguí ser uno de los primeros niños que estudiaban allí, golpeado por una tal Doña Carmen que siempre protestaba por mi mala caligrafía. Afortunadamente, hoy existen ordenadores y no tengo que seguir viéndola entre mis eles torcidas hacia un lado al tiempo que las jotas se tuercen hacia el contrario.
Luego vino la ausencia. Salí de Madrid sin darme cuenta de que era parte de él, de que no podía irme, de que Madrid sin mí se moría un poco, pero yo era tan pequeño que apenas consideraba el valor de mi existencia. Casi no me daba cuenta de que no había nada fuera de mí mismo. No existía otra realidad que la que se podía escribir o leer y no la que yo era capaz de crear al creer.
Tuve que irme al fin del mundo para encontrar mi lugar, para percatarme del amor que le tengo a una ciudad que, como he escrito en algún sitio, me nutre y se nutre de mí, de mi sangre que dejo en sus aceras, de mis versos que dejo en cafeterías, de todo ese ruido que me sirve para hallar el silencio, para encontrarme conmigo mismo, conmigo mismo y con todos mis miedos, miedo a la soledad, miedo a no ser querido, miedo a ser débil, a ser malvado hasta matar tanta injusticia que habita conmigo en estas baldosas que algún imbécil en el poder se encargó de encargar a algún pariente.
Entonces me encontré a mí mismo. Encontré el terreno en el que quiero que me entierren aunque no quiera que me entierren, el lugar de donde habré de salir transformado hasta no reconocerme. Sé que eso también pasará y sé que la vida gira como la tierra, que todo es relativo, que los quark no son partículas indivisibles, que las cigarras no cantan, que pertenezco a mi mundo, que el mundo es parte de mí, que me doy cada día más y me duele, me duele y me raja el pecho, me hace llorar y reír, me vierte un cántaro de agua en una terraza de Lavapiés, me derrama un litro de kalimotxo en la plaza del Dos de Mayo, me quema con un cenicero humano que muchos llaman Desengaño, me abraza con la pasión de unos amigos sin los que no puedo existir, sin los que no quiero existir. No tendría sentido la vida, no tendría sentido este escrito si no fuese para decir una y otra vez: ¡Os quiero!.

Dedicado a mis amigos, M20010718

Mentes calenturientas

Quiero terminar rápidamente este relato para acostarme con mi mujer, pero no, no es lo que pensáis. Tengo mucho sueño porque ayer me acosté muy tarde. Ella y yo tardamos mucho tiempo en dormirnos. Eran las 3 de la mañana y aún estábamos despiertos y agotados. Pero esto tampoco es lo que pueda parecer.
Por cierto que ayer fue un día extraño. Un tipo en el metro se me acercó y, no sé si por mi forma de mirarle o qué, se puso a hablar conmigo sobre las injusticias sociales que, según él, se cometían en España y sólo en España por los funcionarios. Él, dijo, conocía a alguno que ganaba más de seiscientasmil pesetas al mes. Entonces sus ojos se abrían y cerraban como desvelándome un secreto de iniciados. Yo le miraba sin atreverme a hablar pero por otro lado no estaba intimidado. Finalmente le dije que seguramente él, situado en el mismo puesto que esos funcionarios más o menos corruptos, estaría haciendo lo mismo. No es que esto le hubiese justificado, a él ni a los que lo hacen, pero en cualquier caso igual se cuestionaba un poco las palabras antes de emitirlas sin pensar.
En estas estábamos cuando algo en la conversación de dos chicas preciosas que estaban sentadas justo al lado nuestro llamó nuestra atención. La que se apoyaba sobre el extremo del banco corrido, era algo más alta, bastante guapa, de ojos castaños y piel morena. Vestía un vestido de humo que dejaba traslucir su sujetador negro con tirantes de plástico trasparente para que no se notase. Sin embargo, se notaba. La más bajita, no mucho más bajita, era rubia teñida, de unas raíces muy oscuras y piel más bien oscura. Un poco gordita, rellenita, diría yo, se atrevía a vestir una camiseta roja ajustada que dejaba una franja de carne antes de llegar a sus pantalones vaqueros desgastados, en la que vivía con comodidad algodonosa un ombligo encaramado al tatuaje azul de una serpiente. Supongo que si me fijé más en esta es por algo, pero no pienso pensarlo en este momento. Antes se habían visto muy satisfechas de que el tipo raro que me había abordado no las hubiese abordado a ellas. En sus caras pude leer la indiferencia con que me miraron cuando comencé a hablarle, como si no mereciese la pena, como si ellas hubiesen sabido hacerlo mejor.
– Dicen que hay que morder la puntita – le decía la rubia a la más alta.
– A ti lo que te pasa es que te los comes enteros – ratificó aquella.
– No mari… no es eso, pero…
– Mira… – afirmó contundente la tal mari – tú eres una devoradora de rabos.
Parecía que no había más que hablar y, sin embargo, el tipo que me miraba, ahora las miraba a ellas con esa cabeza un poco hacia delante que lanzan los ebrios. Ellas lo notaron y replegaron su voz a un silencio que sólo yo pude seguir oyendo mientras entretenía con sofismas al hombrecillo. Por un momento, supe que eran celos, celos a que él se apropiase de una conversación que era toda mía, de un cotilleo íntimo y privado, como si fuese su tampax particular con un radio escucha que retransmite una vez que sale del tubo del metro. Las vías de la noche se abren al caminar de mis dedos. Se encaraman al galope de un teclado infinito, de una bañera de sueños en la que los recuerdos se tiñen de vida. Un caballo vuela camino del cementerio y sus patas tienen un poco de miel en las pezuñas. Las patas de un caballo son sólo pies, unos pies muy grandes, unas pezuñas que son uñas. Las conversaciones versan de universos. Son palabras que se malentienden porque no existe una buena interpretación. Sólo los insomnes podemos interpretar los sueños, podemos batir la mahonesa del sexo en un cantar de los cantares y gritar cualquier tontería con tal de ir a la cama y acostarnos con nuestras mujeres.
– Digas lo que digas, a mí el picante no me entra.

M-20010711

Celestial

De una dulzura que sus ojos azules no podían remediar. Tanto, que se salían como dos lagos de tinta manchándole la camisa. Pero jamás tras de tanta inocencia se percataba mayor lubricidad, una lujuriosa insinuación que resultaba algo más que sugerente. Entre su pelo de oro, lagartos de deseos carnales, alacranes de bello que me suicidaban. Una endiablada lascivia poseía sus movimientos, sus pechos puntiagudos eran cuernos de sangre, sus miradas furtivas, canto de sirenas. Pero casi no tenía piernas, esto también era en común con las ondinas. Un mar de cemento parecían sus nalgas. De tales proporciones que cuando me quise sentar a su lado comprendí que no se trataba de una de tantas fuentes inauguradas recientemente por el ayuntamiento para lucimiento de la villa y corte, sino que sus extremidades abarcaban cuanto abarcaba mi vista por no decir el mar bravío. Era hasta tal punto desmesurado su tamaño que hube de sentarme a su lado de perfil pues no había forma de que ella y yo cupiésemos en una misma triada de sillas. Sus pies diminutos parecían querer resarcirse del despliegue de medios de sus medias y acababan en una puntita ridícula que acentuaba su redondez, su cónica figura era realzada y sublimada por una pajarería que pretendía usar como sombrero.
Entre las piernas y sus pechos casi no hay posibilidad de descripción pues apenas un cinturón de cuero negro era capaz de impedir el desbordamiento de la carne alrededor de sus dos metros y medio de diámetro a los que se encaramaba un pantalón negro ajustado como guante de cirugía.
Sin embargo, su voluptuosidad de labios sonrosados seguía siendo un acicate para mi deseo y quise que su melena batida en mi cuerpo rozase los límites de mi virilidad. Le pedí que me acompañase a casa y a pesar de su primer impulso, que habría hecho temblar la tierra, dijo que no. Por eso este relato es tan breve y no queda nada por pasar más que el último momento en el que nos volvimos a ver cada uno en su tristeza, mientras las puertas del metro abrían y supe que no podría seguirme a un lugar tan estrecho. Nos perdimos. Pero aún en las noches frías, cuando un rayo de luz roza una montaña, cuando viste de oro el atardecer una cresta de nieve, mientras las azaleas ondean en su falda como campos de trigo, recuerdo su figura llorando entre sus dedos grandes como salchichas, mis manos en mis ojos cubriendo mi vergüenza, su grito silencioso de ayuda y desamparo. Por eso, hoy, ya no puedo seguir.

M-20010704.

Sin nada no

Queda media hora. Sí, queda media hora y yo aquí, en medio de mi casa sin tener aún el maldito relato (seguro que mucha más gente piensa como yo, que eso de escribir un relato humorístico es algo más bien maldito). Y no sé qué llevar, no sé qué escribir. Pero no puedo ir sin mis tareas hechas. ¿Te imaginas?. Giusseppe, ¿de verdad que no has hecho las tareas? No me lo puedo creer. Y claro, eso pesa mucho. Es una responsabilidad. Todos los miércoles tengo que tener las tareas y a poder ser desde hace algunos días: ¿qué es eso de hacerlas en el último momento?. Pero esta semana es que no he pensado para nada en el relato que ya hemos quedado que era maldito y además tenía que ser humorístico. Creo que tengo algún problema con esto. Sí, seguro que Paula lo arregla a base de psicoanálisis y mi mujer con bioenergética y yo que lo arreglaría con unos cuantos minis de kalimotxo barato en la plaza del dos de mayo pero luego siempre llego tarde y no hay nada que hacer en la maldita plaza que es una traducción literal de la fucking square y es que la policía ya ha pasado por allí y ha disuelto a la peña que estaban haciendo las hogueras en las que, un año, me llegué a quemar el pelo hasta de las pestañas. Tenía un aspecto como de gremlin con gafas algo lamentable, pero la excusa de hablar de mis hazañas resarcía el ridículo sufrido. Además, pude pedir un deseo y aunque no creo en esas cosas, resulta que acabó por cumplírseme pero como era algo que realmente quería pues no me morí cuando se me cumplió. Por ahí dicen que uno se puede morir de éxito y es verdad pero yo fui muy feliz cuando conocí a mi mujer y le dio por enamorarse de mí. Pero eso fue mucho tiempo después de que yo pidiese el deseo que, en realidad era mucho más básico o primario y que se me cumplió unos cuantos días antes de que le propusiese salir conmigo. Me temblaban las manos (si digo las piernas siempre se puede malinterpretar) y hacía como que leía un libro que apenas si recuerdo pero que en realidad (claro que, todo es siempre en realidad) estaba boca abajo y no acertaba a leer una sola letra. Ni tan siquiera a darme cuenta de que estaba boca abajo. Ella llegó y mi sonrisa profident no acababa de ser una sonrisa porque a veces no podía mantenerla porque las mandíbulas no sabían comportarse. En realidad, creo que también me temblaba la mandíbula. Un gremlim al que le temblaba el alma, la barriga, bien crecida tras el verano, las piernas, las manos, la mandíbula le pedía a una elfo de mirada altiva que saliese con él. Lo más sorprendente es que ella dijo que sí. Pero esto no es divertido así que es mejor no reirse. Con esto me he dado cuenta de que el relato que tenía que escribir, el maldito relato, tenía que ser de humor y es que no tengo humor. Y cuando digo humor no quiero decir esos líquidos del cuerpo animal. Definición de diccionario, por cierto. Quiero decir, que no sé qué hacer para que la gente se ría. Aunque a veces es más fácil. Tanto como que una vez leí poemas en un bar y resulta que la gente se descojonaba. Pero lo peor era que eran mis más tristes poemas. Mis poemas de la época que yo quería considerar negra para tener algo en común con Goya. Es que a mí, Goya me gusta mucho. Se entiende que me refiero a su obra porque Goya, lo que es Francisco de Goya y Lucientes, está muerto y tiene que tener un aspecto algo así como siniestro. No sé si siniestro es la palabra adecuada pero ya sólo me quedan quince minutos para acabar esto y no tengo tiempo para buscar sinónimos. Total que siempre he buscado parecerme a otros. Por ejemplo, estuve a punto de cortarme las orejas. Por distintos motivos a los del tal Van Goth, pero sí deseaba yo obtener el mismo resultado. O acabar muriéndome en algún banco de estación. Pero luego conocí a Bukowski y creo que acabó conmigo. No puedo ni quiero parecerme a él. Por un tiempo pensé que no tenía más remedio, que no podía hacer otra cosa si quería escribir como él, pero luego me di cuenta de que para escribir como él lo que tenía que hacer era escribir como mí mismo. Así que voy poco a poco pareciéndome a todos siendo, ni más ni menos que Giusseppe. Como siempre, me quedo sin saber si esto es un final de un relato, esto es un relato o qué, pero bueno, eso ya lo aprenderé dentro de unos años, no tengo prisa. De momento, no queda más papel.

M-20010627.

Benidorm

El hijo de dios se hizo carne y materializó en la forma de una cabra montesa, pero con tan mala fortuna que el carro que la llevaba al matadero, de donde habría salido con un claro augurio de futuro, volcó. Este hecho, determinante sin duda para una cabra pero en absoluto algo importante en la vida de un descendiente de dios que se anda haciendo carne cuando le sale de las narices, provocó que la forma de cabra fuese a parar a los aledaños de un bingo en el centro mismo de Benidorm.
Fue allí mismo donde unos jóvenes californianos (o de por ahí puesto que, de hecho, resultaron ser de Utah) con camisas blancas impecables, por no decir impolutas, puesto que sí que habían sido polucionadas, tanto es así que de uno de ellos se llegó a decir que se masturbaba con tantísima frecuencia que no había forma de que consiguiese una erección, estos jóvenes, repito, encontraron al animal en la misma puerta del local, lo lavaron con agua de colonia, lo adoraron y lo metieron como su compañero en el antro de perdición que habían ido a exortizar.
Por si es un dato de interés, nadie les había pedido semejante cosa en esa gomorra feliz de playa sosa, pero allí estaban porque habían llegado y no creían posible irse sin el castigo ejemplar de los infieles.
Dentro del presunto antro, tan sólo seis ancianos levantaron la cabeza al ver al trío acercarse al mostrador donde un sujeto, que puede que luego pase a ser predicado o, incluso, predicador, volteaba un bombo que cagaba bolitas de marfil con incrustaciones de nácar negro. Anunció el tres y la trinidad se acercó con sus zapatitos resplandecientes golpeando el entarimado del pasillo que separaba las dos filas de mesas que ocupaban otras tantas filas de ancianos. Levantó la mirada y sonrió como quien está viendo un niño hacer una travesura y les preguntó qué habían ido a hacer allí, justo en el momento en el que a dios se le ocurrió gritar a su hijo que las salchichas ya estaban preparadas en la cocina y que si llegaba tarde iba a haber bronca y, claro, como que dios tiene la voz tan ronca, impresionó a algunos de los abuelitos que aún tenían algo de oído, pero dejó indiferentes tanto al predicador de la religión que se estaba a punto de inventar como a los dos pánfilos recién salidos del colegio que soltaron la cabra que, repentinamente, se había puesto algo nerviosa. Puede que sea verdad que si a una cabra la llama dios con su voz ronca le dé por ponerse nerviosa, incluso si no es su hijo, pero si además existe la amenaza real de quedarse sin cenar, entonces ya son palabras mayores, así que la cabra consiguió evadirse entre los asistentes al localbingohechoiglesia y se lanzó a correr hasta que un mercedes descapotable estampó su parachoques contra sus cuernos dejando un animal muerto al otro lado de la carretera que conduce a Calpe.
Tras el descubrimiento de dios como cabra madre, los apóstoles reunidos en un bingoiglesia subieron al púlpito e instituyeron el sacramento de las pelotas que caían y caían y caían conduciéndonos a todos hacia una vida mejor cuando había suerte y hacia el infierno de la desesperanza cuando no la teníamos, mientras veíamos como nuestros ancianos, los seis que habían mirado al triunvirato protagonista inicialmente, se retiraban a sus aposentos a descansar y lograr la paz espiritual necesaria para recordar el sabor de aquella forma que se cenaron después de soltar los cuernos incrustados en el parachoques del mercedes.
Al día siguiente, todos estaban envenenados, pero nadie lo sabía. La muerte, por tanto, no habría de llegar nunca con su carga de limpiahogar familiar y vivirían eternamente sin poder salir de aquel pueblo infernal que les ataba con cadenas de supermercados en varios idiomas. Aún, hoy en día, siguen allí, esperando el regreso del ángel exterminador que limpie los restos del último banquete que celebraron.

M-20010606

Volver

A los sitios a los que voy, en realidad ya he ido y ahora estoy, siempre, volviendo. Me temo que pronto voy a retomar el camino de vuelta, la cuesta de bajada después de mi cumpleaños que es la cima de mi vida, en la que ya he estado y volveré, despacio, voy a ir cayendo por el sendero del antitiempo para llegar, la final del camino al útero materno. Sé que ella estará muerta para entonces y tendré que escarbar en su tumba y enterrarme y entonces sacaré de mí el destino último, el único destino que puede llamarse tal porque no habrá forma de volver. Será la última huida, el único camino sin retorno, el círculo se rompe, la clase se termina, salgo y vuelvo a casa, a dormir para despertar una nueva mañana en la que volver al trabajo, volver a cumplir días, celebrar cumpleaños, parir nuevos poemas que irán siendo más cortos, despacio hasta hacerse silencio, hasta que un balbuceo los haga incomprensibles, hasta que unas gotas de baba en la barbilla suavice mi rostro, lo haga de nuevo puro como la mierda descompuesta de un recién nacido, el vómito de sangre que sale por mis labios, casi sin ser abiertos, al mundo desolado y recorreré a nado su vagina ya seca, su infierno inalcanzable que es mi infierno alcanzable, mi vida que se agota, por volver a la vida de la que ya salí.

M-20010530

Esto no es una broma