Londres

Hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas. De hecho, creo que nunca en mi vida había comprado una de esas revistas que tanto se estilaba entre los adolescentes. Creo que tuve una adolescencia sin granos, puede ser, pero insana mentalmente. Tampoco vamos a exagerar ahora mi virginidad onanista, pero sí puedo decir que hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas seguidas. Ya la edad no está para heroicidades ni hay siquiera falta de ni tiempo para ellas. En realidad hablo de heroicidad cuando quiero decir tristeza. El aburrimiento no es un estimulante que deje satisfecho el espíritu. El caso es que jamás habría previsto cuando me dijeron que tenía que venir a Londres que esto iba a ser lo más divertido, por decirlo de alguna manera, que iba a poder hacer para pasar el tiempo. Y ni siquiera así se dejaba el tiempo acelerar un poco. El muy imbécil se empeñaba en ir a la velocidad a la que crecen los olivos. Porque aunque por aquí no haya olivos, la comparación es perfectamente válida.
Llegué hace ya casi una eternidad que mucha gente conoce como semana. Después de un trayecto en coche alquilado desde Daimiel a Barajas, subí al avión que se alejó alejó alejó haciéndose más pequeño y con ello disminuyendo mi tamaño hasta la insignificancia. Así llegué a Heathrow terminal 1 con mi enorme portaequipajes que parece el de un duque por el tamaño, pero el de un excursionista por los vivos colores que elegí para no confundir con otro mi equipaje. Resulta que estos colores se han puesto de moda y ahora son tan comunes que eso me sucede con cierta frecuencia, pero eso es otra historia.
Con mi maleta de rueditas salí del aeropuerto hacia la puerta que me habían indicado en información donde podía tomar un autobús hacia un pueblo llamado nosecomo que empezaba con f (y no era fuck) en el que un tren me llevaba a Bracknell. Esto ya era entrar dentro del mapa que traía como indicación de donde se iba a celebrar el curso. Me sentía tan bien sabiendo que estaría en terreno conocido que no me daba cuenta de que me alejaba paulatinamente y mucho del centro de la ciudad. Una vez en Bracknell, una ciudad que no le recomiendo a nadie visitar, puesto que, aparte de tener unicamente industrias de las nuevas tecnologías, no tiene mucho que ofrecer, busqué un taxi y le pedí que me llevase a Crowthorne que es, en resumidas cuentas, donde ha estado mi centro de operaciones durante esta eternidad que antes mencionaba. El hotel, Waterloo Hotel, tenía el aspecto de una casa de reposo y, como luego pude comprobar, esto era exactamente lo que era, por más que algunos nos empeñaramos en tratar de hacer de este sitio un hotel para ejecutivos. No acababa de resultar verosimil encontrar maletines de portátiles y teléfonos móviles colgando de miles de corbatas mientras alrededor las ardillas de los bosques nos ignoraban completamente como si no fuésemos los amos del mundo.
Era domingo, como hoy, y yo estaba cansado y con dolor de estómago por un poco de resaca del día anterior que no había podido reposar lo que hizo que no quisiese plantearme nada más allá de la alimentación y la satisfacción del sueño. Preparé, no obstante, el material que podía necesitar al dia siguiente, portatil, móvil, cuadernos y bolígrafos, tarjetero y mi trajecito impecable de gris marengo, una corbata verde oscura discreta, lo cual es toda una excepción en mis corbatas, y una camisa de manga corta por si tenía calor de un tono verde pera que no resultaba menos discreta que la corbata y el traje absolutamente profesional.
Alrededor (de nuevo alrededor) todo verde. El campo se pierde en bosques a la primera ocasión que tiene de extenderse, el mundo es verde como los olivos del principio del mundo aunque no sea aquí muy apropiada la comparación olivar. Pero me da igual. Quería hablar de nuevo del olivo y ya lo he hecho.
Cuando hube terminado mis preparativos, decidí que era hora de cenar. No quería quedarme en el hotel para tener un poco la sensación de haber aprovechado el domingo, así que me fui dando un paseo, tranquilo, muy tranquilo, por la calle Duke’s Ride de camino a lo que luego resultó ser el centro del pueblo, si es que se le puede llamar así. En una esquina, un restaurante italiano estaba tentándome un recuerdo del fin de semana anterior en Roma con mi mujer, siendo un hombre tan feliz como lo puede llegar a ser un hombre enamorado y correspondido por una mujer semejante. No pude ni quise evitar la tentación que adquirió forma de lasagna y pan de ajo bien regado por un par de vasitos de elicsir de Baco. Bastante tinto, por cierto. Por supuesto, al cabo de un rato, los camareros ya estaban charlando conmigo, por aquello de la consanguineidad latina, especialmente uno de ellos, que resultó ser el marido de la dueña del restaurante, un tipo argentino y simpático que parecía más recién aterrizado que yo en esta tierra de Robin Hood.
Después, sin muchas más fuerzas restantes en mi cuerpo hispano, me fui de vuelta al hotel y me acosté. Dormí como una bestezuela lo que no había dormido esa noche anterior y quizás algo más, sobre todo si tenemos en cuenta que por muy tarde que se cene en esta zona, lo más tarde que puede uno acabar es a las diez y media. Esto da mucho tiempo por las noches, por más que el desayuno sea a las ocho en punto.
Ese día un taxi me recogió para volver a Bracknell, ese lugar irrecomendable, en el que comenzaba mi curso. Nadie me había dicho a qué hora daba comienzo así que supuse que a las nueve en punto, lo que resultó ser una predicción totalmente correcta.
Cuatro asistentes. Supongo que así nos podíamos sentir más especiales, más amos del mundo, pero las ardillas seguían sin entenderlo. En el caso de los suecos, uno de ellos realmente atractivo, tampoco los topos respetaban sus campos de golf donde entretenían sus tardes. Yo les envidiaba que tuviesen algo que hacer, una motivación, algo por lo que querer terminar el día, el trabajo… pero yo seguía sin encontrar nada que hacer. A pesar de que me había propuesto muy disciplinadamente traerme todos los deberes de mis clases de poesía y varias de mis lecturas, entre ellas a mi querido Gunter Grass que tanto pesa, un librillo recopilatorio de Poe para los ratos alegres y otro de meditaciones de Kafka para que no se pasen de alegres, supongo. De poesía, lo único que traje conmigo fue una antología que aún no he terminado de Apollinaire. Me dije, tengo el portátil así que puedo aprovecharlo y hacer algo de las tareas directamente en él, pero luego tenía una especie como de respeto o miedo a tocar algo de la empresa que no me dejaba concentrarme en no pensar, en no concentrarme, en escribir, en resumidas cuentas. De hecho, eso me está aún pasando mientras escribo esto y los dedos cometen más errores tipográficos de lo habitual y siento el teclado más lejano por más que esté más cerca y no lo aporreo como suelo hacer cuando tomo confianza… esto, de alguna manera, me paraliza un poco.
Después de tanto preparativo en el vestuario, yo era el único con traje y corbata en el seminario, posiblemente, incluso, en el edificio pero sentía, aún es más, que yo era el único con traje y corbata en el mundo entero. Esto era algo que podía pasar, presentido y para lo cual tenía incluso la respuesta preparada, así que no fue algo tan grave como para avergonzarme, pero sí para demostrarme que el mundo y yo seguimos caminando por sendas paralelas que se tocarán en el infinito de mi muerte eterna.
Ese día, el primero de los cuatro que duró el curso, las clases terminaron a las tres o tres y media y decidí volver al hotel a cambiarme de ropa y ver qué se podía hacer. No quise coger un taxi: frío medio de transporte donde los haya y preferí acercarme andando en busca de la estación de tren o la de autobuses y desde allí buscar una cómoda combinación a Crowthorne.
Lo más agradable fue volver en autobús coincidiendo con la salida del colegio de todas aquellas niñas insolentes con falditas cortas, camisas blancas y ese ligero toque de nínfula insufrible que tan irrestible me resulta. Afortunadamente, no tanto como para no caer en el pecado original o no tan original de violar alguna de ellas contra las paredes del autobús, bajo la mirada de sus amigas que están intentando aprender algo de lo que les pasará a ellas el día de mañana. Simplemente, sin más que algún pensamiento calenturiento, llegué al hotel y me cambié de ropa. Ese día me iría por ahí a conocer el pueblo. Si hubiese sabido lo que me esperaba conocer no sé si no hubiese postpuesto mi inspección todo lo más posible.
Más allá del Don Beni en el que había cenado la noche anterior, se extendía una calle llamada High Street (aunque igual sólo se llamaba High, de hecho, posiblemente, se llama así) en la que estaban los comercios. Los 16 comercios del pueblo. Porque no tenía más. Tres restaurantes, tres pubs, una oficina de correos, un supermercado, una gasolinera con tienda de productos varios, dos agencias de viajes, dos oficinas bancarias, una tienda de adornos joyas escobas objetos curiosos menaje del hogar, otra de caramelos y una última más bien indefinida que tenía la osadía de llamarse Mall. Esto, por supuesto sin incluir las tres iglesias, dos guarderías, el cementerio y el asilo de ancianos u hogar de la vejez, según la traducción literal.
El resultado de mi escrutinio fue una pequeña decepción que fue haciéndose mayor y más latente hasta llegar al punto en el que considero el aburrimiento como el estado natural del hombre en este pueblo. Especialmente, pude notar esto cuando el Viernes finalmente tuve ocasión de acercarme a la verdaderamente bulliciosa Londres de brazos abiertos y gentes alocadas, calles populosas, anchas avenidas, comercios multicolores, transportes públicos a discreción, cafeterías, personas muriéndose de hambre en el metro, o en las aceras, ricos comerciantes lanzando firmas bajo bodegones marrones de pubs de tres plantas con terrazas iluminadas, taxis, lanzallamas de alegría y tristeza, de vida y muerte, de miseria y riqueza, poder e impotencia, lujuria y más lujuria… pero esto aún no tengo que contarlo, para no alterar el orden cronológico o ilógico de la historia.
Entré en el restaurante indio de Duke’s Ride y pedí una comida que, por cierto, estaba delicios y al salir, fue cuando tuve claro que tenía que actuar, correspondía tomar alguna medida de precaución contra la inmovilidad de mis músculos y, dejándome llevar por la curiosidad, por la soledad, por el aburrimiento sobre todo y, también, por qué no, también por las ganas de descargar un poco mi semen almacenado desde hacía unos días, me atreví a comprar una revista en el establecimiento de la gasolinera.
La elección de la revista fue algo más difícil de lo que había previsto pues todas ellas parecían demasiado explícitas, como con poco hueco para que la imaginación de uno pueda entrar en el juego y participar en el proceso de excitación. Es más, de hecho, no me resultaban nada sugerentes las portadas ni en absoluto las imaginaba remotamente excitantes. Después de una costosa revisión de la colección que tenían (pues resultó que en esto sí tenían una gran variedad en este pueblo) me decidí por una en la que en la portada, al menos, se podía distingur a primera vista una mujer, en bragas y sujetador, haciendo juego a tonos rosas y una mirada seductora y juguetona. Creo, no obstante, que no es el principal atractivo comercial de estas revistas plagadas de fotos más bien extraídas de tratados de anatomía comparada.
Aproveché para comprar desodorante y una botella de agua pero no con la intención de quitar peso a mi adquisición principal que no era otra que la revista Men’s Only.
Una vez ante el mostrador, el chaval que tenía que cobrarme tenía una cara risueña y como cargada de picardía, de una picardía que yo no podía tolerar, le habría borrado la cara de un soplido o le hubiese sacado la polla delante de sus narices para decirle que a veces ella también tiene necesidades y no sólo mis sobacos, pero me abstuve de hacerme célebre en el pueblo y le dije que sí a un comentario que no entendí acerca de la compra y, sin más, me fui.
En el hotel, tumbado en la cama, con el techo mirándome, las paredes mirándome, la televisión mirándome, la cama grabando mis movimientos, reportándolos a recepción, pasaba las hojas de la revista intentando conseguir una excitación. Digo intentando porque no fue sino pasado un rato que logré que aquella poblicación sirviese para algo. Finalmente, mirando los ojos de la chica de la portada, me corrí.
La sensación conocida de vacío y tristeza me llevó a tiempos pasados, a una nostalgia de adolescencia aislada, triste y vacía, como si toda mi infancia hubiese sido una gigantesca paja que dios se hizo en la polla infernal de la vida eterna. Otra vez la vida eterna.
Afortunadamente, también me trajo el sueño y me dormí.
De esta manera había pasado el primer día de curso, el segundo de estancia en lo que mucha gente creía que se llamaba Londres y en realidad era Crowthorne.
El tercero de estancia y segundo de curso, o sea, el martes, comenzó de igual manera que el lunes y a la misma hora había terminado de desayunar unos huevos con beicon y un café con un par de muffins que no sé traducir. De cada desayuno, sustraía un tarrito de mermelada que luego hacía un viaje conmigo en taxi a Bracknell, asistía a las mismas tonterías que yo, escuchaba el mismo pavoneo que yo, esperaba a que el café de media mañana me permitiese llamar a Carmen, comía conmigo mientras yo comía enfrente al monitor a las doce en punto, como un buen y clásico inglisman. Por último, me acompañaba, como ese martes, a la estación de autubuses a coger el 194 que me dejaba en frente de Don Beni. Saludaba a mis conocidos y me dejaba caer por Duke’s Ride hasta llegar a Waterloo. Allí, el frasquito de cristal se iba con otros frasquitos de cristal con mermelada dentro que iban poblando el fondo del bolsillo de mi maleta. Yo, me iba solo.
El segundo día, martes, de curso, tercero de estancia, me decidí a ir a un café o a un bar a tomar una cerveza, comportarme como un auténtico inglés, así que tuve que decir que no a lo del café, y llegué hasta un local llamado Something Inn que tenía un par de tablas fuera en las que se podía estar sentado y aproveché para leer un rato a GG, mientras el sol se iba yendo despacio, como todo en este pueblo, por su línea de flotación y dejaba una claridad ambigua y fría en la que ya no me estorbaba. Disfrutando de esta calma, de esta soledad hasta aburrirme, se me acercaron tres muchachas, más bien jovenzuelas, una de las cuales, la más guapa que seguramente lo sabía, me preguntó en un idioma que me costó reconocer que si podía tener cincuenta pis. Tardé tanto en saber qué contestar que ella creyó que no lo entendía y me dijo, con un deje de altanería que si me lo escribía. Yo le dije que vale, le dejé mi cuaderno y ella me lo escribió (esto, después, me sirvió para un par de poemas, no está mal) pero yo seguía muy bien sin saber qué contestar, así que lo único que le dije es que los necesitaba y ella, entonces, ya sin muchas más palabras, dijo ok y se marchó arrastrando a sus dos amigas al fondo de la nada de la que habían surgido. Volvía a estar solo, en la mesa del exterior del BlahBlah Inn pero esta vez no estaba en calma, no dejaba de pensar en el descaro que había tenido esa mocosa para pedirme así dinero y en la falta de recursos en mi respuesta, la falta de ingenio, la brusquedad de mi derrota, vamos, que no pude seguir leyendo.
Por si acaso había suerte… este es un mal comienzo si no se cree en la suerte, me vine al hotel a cenar para poder aprovechar mejor el tiempo y luego escribir en el portátil o seguir leyendo en la habitación.
La cena en el hotel fue poco menos que mala. La cocina no parece muy interesante y la comida, en resumidas cuentas, de calidad pero preparada sin imaginación ni elegancia. Pero aproveché para escribir unas cartas a mis amigas desde la misma mesa de mi cena. Una forma insuficiente de sentirse algo acompañado.
El cuarto día de estancia y tercero de curso tenía que instalar en el portátil (para eso lo había traído, de hecho) la aplicación sobre la que me estaban formando así que, más que atreverme a escribir cosas mías o semejante, me dediqué a revisar el estado del equipo, a copiar la aplicación en el disco duro para que su instalación fuese más rápida, a tener presente todo posible imprevisto lo que, como su propio nombre indica, es imposible. Conclusión, no escribí lo que tenía que escribir para el miércoles que era este relato y no pude enviarlo al día siguiente. Como corolario de la conclusión, me sobró tiempo y me faltó tiempo para volver a practicar la única actividad medianamente placentera en este tiempo que me acompañaba aunque fuese en fotografías, que me hacía, por un instante, eso sí, sentirme menos solo para, un instante después, sentirme infinitamente solo, solo en profundidad y en extensión, en la distancia y en la hora, en el tiempo y el espacio, solo como sólo lo había estado hace ya tanto tiempo que no quiero recordarlo.
Tercer miércoles día de curso cuarto de estancia. Hacía tiempo que no disfrutaba comparativamente tanto del trabajo como ese día. Era mejor estar en ese edificio cibernético, frío y elegante, de corte inteligente y eficiente, seguro y limpio, azul y gris pardo, pardo como los pantalones de los fascistas, azul como los ojos de la muchacha de la media libra, era mejor estar encerrado que tan libre, tan libre como lo estaría cuando me devolviesen a mi realidad, a esa que no me estaba gustando vivir, ese turismo profesional que me preguntaba qué sentido tendría, cuál era la razón verdadera y profunda por la que yo estaba aceptando aquella vejación, aquella pequeñita alienación que muchos sé que considerarían privilegio. De nuevo, recuerdo la imagen de las paralelas que se tocan en el infinito.
A la vuelta al hotel, esta vez en coche por cortesía del compañero camarada instalador, me cambié de ropa, me quité la de la prostitución pues empezaba mi tiempo libre, y me fui al otro extremo de High Street a ver si había algo de la animación prometida, pues alguien me había mentido que en aquella parte el pueblo es más activo. Estuve cenando solo en un restaurante vietnamita, pero cuando digo solo quiero decir que yo era el único cliente. Y, en parte, puedo entenderlo porque no era nada sabrosa aquella comida más bien sosa y seca. Por supuesto, no se debe sacar de aquí que yo juzgo la comida oriental por el patrón de este local, en modo alguno, si bien al contrario, supongo que me extrañó encontrar un restaurante oriental en el que la comida fuese tan simple, que no sencilla, y desapetecible.
Volví al hotel intentando hacer que la calle se hiciese eterna, que el paseo fuese un paseo, pero no había nada que hacer: la calle diminuta no tiene manera de estirarse a esa velocidad tan lenta a la que pasan las cosas, si la luz fuese más despacio… pero resulta que dicen que la luz viaja a una velocidad fija y eso es lo que lo fastidia todo.
Por tanto, de nuevo otra vez temprano, demasiado temprano, en una soledad que no sabía manejar. En la cama, ya olvidada la revista por aburrimiento angelical, me dio por recordar a mi mujer, momentos que no puedo transcribir sin su permiso, su cuerpo insinuante que es tan superficialmente público como yo, sus curvas, sus senos, su risa, su dulzura, sus manos, sus besos, sus piernas, su culo vainilla, su sexo de miel, sabores, colores, texturas y además compañía, por fin, sintiéndome con alguien, aunque fuese conmigo mismo, con mi imaginación, con figuras de tango que bailaba en mi cuerpo, con pasos danzarines desnuda en el espejo, mi mano, poco a poco, me masturbó.
Quinto día jueves de estancia último de curso pues el día tercero nos habían dicho que daba tiempo a terminar en cuatro días con un poco de esfuerzo. Todos estábamos dispuestos a hacer ese esfuerzo. Especialmente yo, pues eso significaba un día libre para escapar de mi Elba, para ir a Waterloo, al de verdad, al de la estación de tren en Londres City, a ver pasar los coches por las calles, a lagrimear en los cafés mientras me perdía en la contemplación de alguna turista que ande despistada.
Las despedidas fueron poco más o menos gélidas. Como si no hubiésemos comido nunca juntos, como si nos acabásemos de conocer, como dos que salen a la vez de un autobús en el que han hecho un viaje de 20 kilómetros.
Yo volví a mi estación de autobuses, de ahí a Crowthorne y desde la parada al hotel. En el hotel bajé a tomar algo y leí un rato (ya había terminado a Poe y a Gunter Grass) de mi olvidado subjuntivista Kafka que resulta que no se consideraba kafkiano en el sentido de heredero de la tradición familiar y resulta que fue él, a partir de su vida, el que ha dado el sentido verdadero (único y verdadero) a esa palabra.
Por la noche, es decir, a las ocho, me acerqué a Don Beni donde quería tomar lo que suponía que sería mi última cena en este pueblo. Tal y como luego ha sido. Acabé tarde porque estuve hablando largo y tendido con el dueño del local, un siciliano más chulo que la mayoría de los hombres mortales, pero simpático y tolerable a pesar de ello. Tres copas largas de vino habían tenido la culpa (si es que esta palabra se puede seguir utilizando) de mi fluidez y atrevimiento.
Al final, casi en estado de embriaguez, me volví al hotel a dormir. Caí más bien rendido y a la mañana siguiente tenía que madrugar para coger el expreso X07 hacia Victoria Station.
Como un niño el día de su cumpleaños, esa noche apenas podía dormir, tanta excitación me producía el hecho de escapar por un día de este exilio, de esta prisión sin lindes, esta carcel en la que además había de ser mi propio carcelero.
Media hora más tarde que de costumbre, el desayuno, la consabida usurpación de material alimenticio, la despedida del recepcionista. La parada del autobús. Aún me quedaba media hora de espera, pero sabía que ya me estaba yendo, con esto, también un poco de vuelta a casa, un poco cerca de Carmen, de mi nosoledad, de mi Madrid de mis entretelas, de mis amigos y amigas, de mis cines, de mis calles, mi gente, mi miseria, mi tristeza descarnada y vital, metros y grupos de poesía, plazas terrazas, sol sin excepción, aire acondicionado, un baño que conozco, una botella de rioja en el trastero, sus besos, mis besos, poemas y libros.
Londres era un poco ese símbolo de final de recorrido, últimos metros, la meta está próxima, imagino sus piernas cayendo suaves bajo su vestido azul, el aire un poco atrevido se mete entre sus muslos y comienza a jugar, las bragas que no existen, el cuerpo se humedece, una garganta que traga saliva que sobra, saliva que hace falta, imagino en el baño, en el último segundo, en el tiempo de descuento, su sonrisa morena, su pelo alborotado, sus pechos puntiagudos, su piel insudorosa abrazando a la mía y el agua se agita, la espuma se evapora, movimientos suaves se transforman en ritmo, el ritmo caribeño en ritmo bacalao, tres últimos tambores estallan en el lago, una lava imparable destruye el universo, cadalso del dios padre, que se pierde él solito en la recta infinita que ya no es paralela, porque es curva infinita, circulo abierto, arco voltaico de mi felicidad, un fecundo adelanto de alegría inmensa, un adelanto, un caballo, un sueño que no cuento, un principio del fin.

Crowthorne, 20010526.

Una fiesta

Nevaba en la calle. La calle nevada era fría y desconocida. Yo no había estado nunca en esa calle nevada que era fría, desconocida y alejada de mi casa en Colmenar Viejo. Antes, cuando yo era más joven, vivía con mis padres en un piso de los nuevos de las afueras de Colmenar. Desde allí a la calle nevada había una distancia que parecía ingente. Ahora, aunque vivo en otro sitio y esa distancia sigue siendo la misma, parece ridícula la distancia entre la casa de mis padres y aquella calle en la que nevaba sin cesar, sobre los tejados de teja roja, el centro del pueblo al norte y el portal se dibujaba oscuro y marrón, como a punto de sucumbir bajo el peso inmanente de la nieve. Sin embargo entré a pesar de mi cobardía y subí las escaleras a pesar de mi cobardía y en el timbre de la puerta mi mano marcó una huella que ya se habrá borrado. Yo no iba solo y, quizás por ello, tenía más miedo. Mi hermana menor que a la sazón es mi única hermana, me acompañaba. La fiesta era de conocidos de ambos, chicas que estaban en mi clase pero que eran sus amigas ejercían de anfitrionas. Nos abrieron y supe que iba a ser una noche especial. Al traspasar la puerta, podían verse a derecha e izquierda dos habitaciones en las que el mobiliario había sido eliminado excepto un pequeño armarito en la sala menor, es decir, en la de la izquierda, cuadrada completamente, en el que se depositaba como la nieve en la calle un radiocasete al lado de un tocadiscos de los de plato ancho, de caucho negro, un alfiler o clavo surcando un vinilo de Nacha Pop. En la otra pieza, una mesita improvisada con dos tablones blancos sobre unas borriquetas soportaba las bebidas: un buen puñado de botellas de alcohol casi de quemar, cocacola, vino tan barato que nadie se atrevía a empezarlo y algunas unidades de sidra que simulaban el cava o champagne que nadie podía adquirir.
Pasado el tramo de las presentaciones, el hablar de la calle en la que nevaba, de felicitaciones de año nuevo que nos decía que el tiempo pasaba, curiosamente, el tiempo, se estancó. Harto de tanto esperar a que una muchacha a la que había ido a ver (pues yo en las fiestas no tenía otro interés que verla a ella, ver a mi querida líder de un cuarteto que no llegó a la fama más que a través de mis poemas), harto de que ella no hiciese todo el trabajo y me llevase a los lugares oscuros y sensuales de su casa o bien de su sexo, me senté. Al principio me senté en el suelo de la sala cuadrada, en el fondo más apartado y menos molesto de la habitación para que los que bailaban felices entre tanta gente pudiesen seguir bailando felices entre tanta gente. Me senté en un rincón y el rincón estaba mojado. Mojado y oscuro. Creo que lloré, pero apenas recuerdo ese momento. La mirada clavada en el suelo. Mojado y oscuro. La nieve fuera seguía cayendo. El mundo quería acabar conmigo y yo no sabía cómo luchar contra él. Seguí mirando el suelo por espacio de un tiempo eterno. Dios creó el cielo y la tierra, las galaxias infinitas, creó los campos y las flores, los terremotos, las mareas, el mar, los ríos, los peces y los anfibios, los malditos insectos, las lenguas de lava que formaban islas en la nada… porque también estaba la nada, la indecente nada que todo lo puede. Y pudo con mi ánimo y fue adueñándose de él como un agujero negro deformando el espacio de las supercuerdas. Mi cabeza estiraba una nuca casi hecha para el yugo, para la dominación del miedo, el miedo a estar sólo entre la gente, ese miedo que me atenazó y no me permitió darme cuenta de que ella se sentaba a mi lado y me hablaba, ese miedo que paralizó mis palabras, mis labios, mi lengua, mi pensamiento en la obsesión nihilista que me atenazaba. Agujero que agujereó la única oportunidad de salir del pozo, del agujero en el que agujereaba un suelo demasiado mojado y oscuro, alejado de la música, de Alaska y sus amigos… en Alaska también nieva, pero es de otra manera. El frío no viene de dentro de las pieles, viene de fuera, viene del norte, de un único punto telúrico que gobierna todas nuestras cabezas. Pero la tierra no es plana y sigue dando vueltas alrededor del sol y la luna da vueltas alrededor de la tierra y la noche se hace larga l a n o c h e s e h a c e l a r g a y comienza a amanecer y mi calabaza se convertirá en lo que cada noche se convierte y seguiré solo, una noche más.
Me levanto. Sigo sin pronunciar palabra. Desde hace casi ocho horas que no hablo. Mi hermana se acerca y me dice que se va. Voy al baño y nos vamos, ¿vale?. Y yo se supone que me voy con ella. Se va al baño y otros siguen entre la bruma bailando pegados. Giro con toda la fuerza de mi cadera, con toda la fuerza de mi peso, lanzo un golpe oscuro y húmedo contra la pared que me rompe un dedo y sangro. No hablo. No grito. El tiempo de irse ha llegado.

Fue una bonita fiesta.

M-20010509

Yo no lo hice jamás

Hay veces en que el yo se manifiesta en forma diferente, en una alejadísima tercera persona que se somete a la tortura infame del autor que es, ni más ni menos, que otro yo que no es él. Sí, este es el caso que nos acontece, el momento de la verdad que no es verdad, una realidad hecha ficción como un orangután que sabe escribir a máquina tecleando esta historia en la que yo sería el protagonista que no soy.
Él no paraba de repetir insistentemente que no lo hizo. Le agarraban con las manos, los brazos hacia atrás y le propinaban una paliza a base de bastonazos que previamente habían envuelto en un paño mojado para no dejar ninguna huella, ninguna cicatriz de la barbarie. No tenía más respuesta que su negación. Pero no parecía ser suficiente para evitar aquella carnicería sin sangre, aquel espanto de dolor bajo el agua cayendo, goteando en su cuerpo agotado, exhausto y húmedo, donde el sudor se confundía con las gotas precipitadas de un cielo mohoso.
Ellos eran cuatro fornidos militares vestidos de paisano. Pero habían olvidado quitarse unas botas claramente uniformadas que delataban su procedencia. Uno de ellos, el más débil, era el que organizaba el tratamiento, daba órdenes sin cesar, una tras otra, haciendo que Fermín no pudiese evitar asociar aquella voz con nuevos golpes.
El más alto, un armario de cuatro por cuatro, sujetaba sus brazos con unos dedos que parecían estar disfrutando el contacto, homosexualidad macabra que poseía tintes de sadismo se reflejaba en los dientes depredadores de la tenaza humana. Tras él, secándole el sudor, un hombrecillo diminuto pero fibroso que de cuando en cuando alzaba un bote de sales que lo excitaban hasta llegar al grito. Fermín repetía su única sentencia, para evitar avances nuevos en la sentencia que se estaba llevando a efecto. No debía de gustarles porque a cada afirmación negativa seguía muy de cerca una palabra del líder y a esa palabra, una contracción de sus omóplatos y un nuevo porrazo en las costillas propinado por el último que queda por describir. Un negro de casi dos metros de altura que con uno de sus brazos podría haber simulado la porra o bastón sin necesidad de ningún otro utensilio, pero que manejaba con su izquierda el bate improvisado. Tenía ojos de sangre, un pelo casi rapado completamente y un brillo en su piel que le hacía atractivo y feroz al mismo tiempo. Fermín no podía mirarle sin miedo, no podía soportar esa mirada fría llena de calor de agua evaporándose, una mirada asesina y tenaz, como de una máquina sin escrúpulos, un resorte de terror en cuerpo y alma.
Había sido detenido en un antro cuyas luces rojas indicaban la dedicación principal del lugar, el objetivo de los cuerpos de mujer moviéndose en las sombras. Era un prostíbulo de Ho Chi Minh en el que todo el mundo sabía que era posible conseguir drogas, armas y compañía. Él también lo sabía, pero no tenía otra intención que pasar un buen rato en su viaje por Indochina, un rato sexual en el que olvidar el desprecio, el asco, que su mujer le profesaba. Entre las cosas que le confiscaron, estaba una de las fotos de su primer hijo, ese pobre Fernando que siempre se callaba cuando sus padres discutían. Jamás había querido ir a trabajar a Vietnam, más bien por prejuicios que por otra cosa, pero sin embargo, cuando las cosas se habían puesto peor con Luisa, Fermín había acabado por pedir el cambio de destino que siempre había rechazado. Inmediatamente, le había sido concedido y hacía no más de tres días que había llegado al aeropuerto de la ciudad, del viejo Saigón, cuando había entrado en el burdel que su ayudante, su secretario personal, le había sugerido. Una vez dentro, había perseguido la razón de su visita, cuando aquellos energúmenos habían entrado llevándose a todos los que tuviesen aspecto de occidentales. Fermín, con su barriga, su calvicie avanzada y una barba de tres días, era más que un posible candidato a no ser ignorado. Entonces, les habían arrastrado hasta aquellos calabozos de barro y cañas en el que, tras aislarle del resto, le habían comenzado a preguntar acerca de sus relaciones con aquellas mujeres. Hasta el último estertor, Fermín no cejó de insistir en su frase tramposa de doble negación que le estaba costando la muerte sin siquiera entenderlo. Qué diferentes habrían sido las cosas con un buen traductor.

M-20010423.

Don Dinero

Paloma dijo “¡qué coño!” y me gasté 52 mil pelas.
Estaba en el café escribiendo y llegaron ellas diciéndome que tenían unas ofertas de vuelos magníficos a cualquier parte del mundo y mis ojitos empezaron a dibujar mapas imaginarios, lugares recónditos por conocer… ¡un regalo!. El año pasado había estado en París con mi mujer y decidí que este podíamos repetir algo parecido para su cumpleaños. Yo había pensado un regalo muy económico, y cuando digo económico quiero decir barato. Tan barato que prácticamente se puede decir que es o será gratis. Pero es algo que aún no puedo revelar incluso siendo un hombre tan público como las caras de los que salen en los billetes pues pretendo que algún día sea una sorpresa.
En la agencia de viajes fui expeditivo, como suelo ser, y en pocos minutos conseguí dos vuelos realmente a precio de saldo a Roma. Una ganga que no había pensado comprar esa misma mañana, cuando había salido de casa a mi querido Galache preocupado por si se me hacía tarde y sobrepasaba las temidas 12 de la mañana en que el precio del desayuno se dispara.
Este relato iba a comenzar con estas frases que me gustaban pero que he preferido variar:
Hacíamos cuentas, siempre hacíamos cuentas, no parábamos de hacer cuentas y pasar tiempo contando los gastos en nuestro último viaje. No hemos superado el presupuesto que llevábamos, lo cual es muy satisfactorio y de hecho, a estas alturas de la relación, hablamos de dinero sin que nos resulte bochornoso, sin que nos incomode ese tabú habitual y sabiendo que es algo útil y no una porquería; es un pequeño objeto (o grande, según) y sólo eso, puede ser una palabra, lo sé, pero de lo que estoy hablando es de ese objeto de comercio que sirve para intercambiarlo por cosas o almacenarlo, que es una forma de intercambiarlo por la nada que igual es otra cosa y, evidentemente, una palabra más.
Ahora que me he embargado hasta el alma para poder hacer frente a los pagos del mes que viene sin tener ni idea de si voy o no a cobrar mi nómina, ni de quién, ni si éticamente tengo algún derecho sobre ella, si es que es preciso tenerlo, ahora que vivo al borde de la quiebra pero no puedo declararme en suspensión de pagos, me lanzo a comprar a crédito batiente unas horas de vuelo, unos billetes azules y grisaceos llenos de anotaciones más bien borrosas que dicen que tendré que comer bocatas todo el tiempo que dure el viaje. Supongo que esas son las consecuencias de un “¡Qué coño!”: que no sé qué coño voy a comer ese mes, cuando el viaje acabe y tengamos que aterrizar, tengamos que vivir en esta realidad de ingresos y gastos, de facturas interminables y en el que alimentarse de amor no está permitido porque es ilegal.
Por otra parte, no es que haya ningún tipo de arrepentimiento en mis palabras, volvería a hacerlo y es que, como dice mi amiga Paloma, el placer de un “¡qué coño!” no te lo quita nadie y, en resumidas cuentas, ¿para qué coño quiero el dinero sino para usarlo?.

M-20010418

Una noche en Bangkok

Hace un año escribí una historia sobre una tarde en Bangkok en la que había sufrido la emoción de viajar en un tuc-tuc. Desde luego, eso fue emocionante en un sentido muy distinto a la triste despedida de George al amanecer.
El único sábado por la noche que pasamos en la ciudad de los diez días que estuvimos, mi amigo Iñaki y yo queríamos disfrutar de un poco de diversión. Pero había un pequeño problema, nadie en el mundo cree que se pueda hacer otra cosa en Tailandia que no sea turismo sexual, especialmente un par de jóvenes chicos occidentales.
Esa noche cenamos en el restaurante del hotel, pero procuramos terminar antes de lo habitual pues nuestras charlas se hacían interminables y tenían que pedirnos que nos retirásemos para poder recoger. Nuestra intención era terminar alrededor de las doce de la noche para luego ir al centro de la ciudad o a algún barrio divertido donde poder tomar unas cervezas, bailar un rato… algo que, según nos dimos cuenta, no era tan sencillo.
Cuando hubimos terminado, le pedimos al conserje en recepción que nos sugiriese un lugar a donde ir y nos indicó un lugar apuntándonoslo en un papel con membrete del hotel. El precio previamente convenido era de 500 bats, lo que equivalía a 2.500 pts. Además, acordó con un taxista el recorrido para que no nos perdiésemos. La tarifa del taxi también estaba prefijada en 100 bats. Mientras esperábamos la llegada del taxi, pregunté a nuestro ayudante sobre la posibilidad de ir a otra zona, pues yo había oído hablar de pad-pon, pero nos alarmó contra esto diciéndonos que en ese barrio mataban a más de dos turistas cada noche. Luego, llegó nuestra limusina y nos embarcamos atravesando el mar caótico del tráfico en una ciudad que no duerme nunca, un hormiguero de actividad febril y, al mismo tiempo, desestresada con una forma de paz interior que sólo es comprensible desde el punto de vista de la mentalidad oriental. Finalmente, nuestro chofer detuvo el vehículo y nos dejó salir haciéndonos señas para mostrarnos la puerta de una especie de garaje que parecía ser nuestro destino.
Bajamos del coche y este no tardó ni quince segundos en desaparecer y, con él, la única iluminación del callejón en el que estábamos. Así, que nos pareció una idea razonablemente buena acercarnos a la nave de puertas metálicas. Un hombre bajito nos preguntó si queríamos entrar a través de una rendija y contestamos que sí, pero cada vez nos gustaba menos la idea de seguir adelante.
Una vez dentro, cerró tras nosotros y quedamos enfrentados a un tinglado en el que se jugaba a las cartas y los dados en el suelo. Eran como unos diez hombres ruidosos que nos miraron un instante y luego siguieron absortos en su juego vociferando sin cesar en su idioma incomprensible. Al preguntar el precio al mismo hombre bajito que nos había abierto, nos dijo con una parquedad inigualable: 600 bats. Yo quise discutir o regatear el precio, pero el grupo de jugadores nos devolvió una mirada explicativa que me disuadió de seguir ese camino. Pagamos lo que nos pedían y nuestro pequeño guía nos dijo que la primera bebida estaba incluida. Canjeó nuestro dinero por dos tickets y nos encaminó a otra puerta, tras de la cual comenzaba el espectáculo.
Cincuenta pupitres como los de mi instituto rodeaban un minúsculo escenario pésimamente iluminado sobre el que una pareja se iban desnudando sin que se pudiese apreciar el menor atisbo de sensualidad, mientras hicimos efectivas nuestras bebidas en la forma de dos vasos de cerveza sucios y sin apenas gas que nos sirvió un camarero sonriente, que parecía querer decir “otros dos estúpidos que han pagado 600 bats por entrar aquí”. Agolpados aquí y allá, se podían ver grupos de turistas más o menos jadeantes enfrascados en la escena del centro del tugurio. Iñaki y yo decidimos irnos tras terminar nuestras cervezas, pero en el transcurso de la media hora que duró aquello, hubimos de insistir a diestro y siniestro para que las profesionales que vivían en la barra nos dejasen en paz. No parecían comprender cómo habíamos llegado a aquel sitio si no era porque queríamos sexo. La verdad es que yo tampoco comprendía qué hacíamos allí.
Cuando, por fin, salimos, estábamos abatidos y frustrados ante nuestro intento de pasar una noche de diversión sin pretensiones sexuales en Bangkok. Yo sugerí a Iñaki que lo diésemos por terminado y volviésemos al hotel, pero él era más cabezota que yo y no quiso darse por vencido. Gracias a esto, realmente, la noche no había hecho sino empezar.
Tras recorrer un par de calles dirigiéndonos hacia algún lugar más iluminado, encontramos un taxi y le pedimos que nos llevase a Pad-pon. Por horrible que fuese, pensamos, no podía ser peor que aquello.
Pad-pon no es más que un par de calles paralelas y sus correspondientes callejuelas perpendiculares uniéndolas, lleno de vida y negocio, inundado de bares especialmente pensados para el tipo de turismo que esperaban recibir. Pero aún así, no se encontraba la sordidez ni se sentía el miedo por aislamiento del antro del que acabábamos de escapar. Sin embargo, allí viví el que hasta hoy considero el acontecimiento más vergonzoso de mi vida.
Ocurrió en un pub en el que estuvimos charlando animosamente con el camarero, que tenía tras de sí unas mujeres bailando insinuantes con un número marcado en su diminuto tanga. Todos los clientes de los locales eran turistas occidentales, en su inmensa mayoría hombres y algunos de ellos tan ebrios que apenas se sostenían en pie. Uno de ellos se acercó a nosotros y con una voz áspera y grave, borracha y dura agarró al camarero por la pechera de su camisa y le atrajo hacia él escupiéndole en inglés que todas sus mujeres eran unas guarras pero que él quería la número cinco. Al camarero, visiblemente perturbado, le tocó sonreír y pedirle disculpas al tipo aquel que me avergonzaba tanto de ser occidental. Yo apenas me atrevía a mirarlo sintiendo que tendría una opinión generalizada de todos los occidentales y tan sólo volví a hacerlo cuando él me pidió fuego para un cigarro que no pudo acabarse pues un alemán había comenzado a armar bronca en el fondo del bar intentando llegar a las mujeres saltando por encima de la barra.
A modo de compensación, en estos bares, al menos, no éramos constantemente acosados por putas desesperadas y podíamos estar a nuestro ritmo, intentando tener una noche divertida. Así estuvimos hasta que comenzaron a cerrar la mayoría de los locales y encontramos uno que tardaría más en cerrar. En este, nos apoyamos en la barra y pedimos un par de cervezas. Estábamos charlando cuando un grupo de mujeres esculturales se acercó. Estaban como a su aire y no parecían prostitutas. Hay que decir que las mujeres tailandesas tienen una dulzura y una simpatía que las presentaban como las más bellas que yo hubiera visto nunca. Una de ellas, mientras yo pedía una segunda ronda, se había pegado a Iñaki y estaba restregándose a él tan insinuante que no quiso frenarla y siguió entrando en su juego. Por su parte, George vino hacia mí impresionante, descomunal, una mujer alta, de cuerpo moldeado como en un sueño erótico, labios carnosos, pelo negro suave, vestida con elegancia y graciosa, simpática, con esa simpatía tailandesa dulce y atractiva. Pero, como un monje observando el más ceñido celibato, le dije, antes de que convirtiese en palabras sus insinuaciones, que no estábamos interesados en ellas a lo que me respondió que, para que lo supiésemos, eran hombres.
Sin duda aquello explicaba tanta perfección. Iñaki mintió que ya lo sospechaba y se dio la vuelta para beber tranquilo su cerveza. El grupo se separó de nosotros pero siguieron en otra esquina del bar divertidas y alegres.
En la tercera ronda, la camarera, una preciosa tailandesa llamada Pat, me dijo que le gustaba mi amigo y me retó a las cuatro en raya con la siguiente apuesta: por cada partida que yo ganase, nos invitaba a una cerveza y por cada partida que ganase ella, Iñaki la besaba. Yo se lo expliqué a Iñaki que estuvo de acuerdo y como yo no perdía nada, comencé a jugar, tranquilo y contento, pero hay que decir que el juego de las cuatro en raya es casi el deporte nacional tailandés, con lo cual mi escasa experiencia hizo que poco a poco, se fuese creando un vínculo que habría de durar toda la noche entre Pat y mi amigo. De hecho, en un momento dado, George, que me vio solo, se acercó y me dijo que si jugaba con ella. Yo accedí pues estaba empezando a aburrirme y así, los cuatro, seguimos un buen rato hasta que Pat tuvo que comenzar a cerrar el local. Para entonces, Iñaki y ella acordaron irse juntos a dormir a nuestro hotel, pero había un problema: él y yo compartíamos habitación con lo que se me hacía algo incómodo, por no decir imposible, volver con ellos. Pat habló conmigo y con George y le pidió que se quedase conmigo un rato mientras ellos se iban a la cama. Yo por mi parte no tenía ninguna objeción aunque creo que a George le había quedado claro que yo no quería nada sexual con ella.
Compartimos un taxi que les dejó en el hotel y George y yo seguimos camino bajo sus indicaciones. Así, acabamos por entrar en una gran discoteca en la que poco a poco descubrí que yo era el único occidental y nos fuimos a sentar a un reservado oscuro y confortable.
Estuvimos hablando de sus aficiones, de su novio que se había ido a una isla paradisíaca llamada Phuket, en el sur del país, dónde ella ambicionaba vivir algún día. Hablamos de mis problemas de comunicación con mis amigos, de mi frialdad, de su país, del mío, de la forma de divertirse y, poco a poco, fui consciente de que se enamoraba de mí. Al principio de una forma sutil y delicada, después sus miradas se hacían más sensuales pero seguía siendo respetuosa con mi decisión. Noté que nuestra relación se había hecho más cálida, más táctil y que entre nosotros había una intimidad que no tenía con muchos a los que consideraba habitualmente mis amigos.
Cuando comenzamos a hablar sobre el trato de los occidentales a las mujeres tailandesas, ella comenzó a llorar en unas lágrimas gruesas y calientes que caían en mis rodillas. La abracé y le pedí que me abrazase para que pudiese llorar con calma y largamente. Su amor se desbordaba y yo podía notarlo, podía notar cómo me iba amando por momentos pero seguía sin tan siquiera volver a insinuar un cambio de actitud.
Pasado un tiempo, el silencio ahogó su llanto y en la pista estaba sonando un ritmo bacaladero agresivo y duro, pero yo me sentía como en una nube y le pedí que bailase conmigo. Ella accedió pensando que yo no me iba a atrever a meterme en el centro de un kilombo semejante como aquel y más siendo el único diferente en ese lugar. Pero se equivocó. En medio de todo aquel gentío, la agarré por la cintura, talle duro y orgulloso, y comencé a seguir el ritmo con pasos de merengue encontrando que se adaptaba perfectamente y fue divertido y seguimos bailando y comenzamos a reírnos de todo, de la tristeza que sabíamos de dónde provenía sin necesidad de hablarlo, de la situación medio cómica de estar bailando bacalao a ritmo de merengue en medio de una multitud que nos miraba absorta, pero, sobre todo, nos reíamos porque era divertido y llenaba los pulmones de aire nuevo.
Unos besos surcaron la noche, labios calientes que se unían para beber lágrimas mutuas. Tras esto, emergencias de autocontrol que mantuviese mi calma. Nos dirigimos a la barra a por una cerveza más, pero yo ya no tenía más dinero. Ni bats, ni dólares ni nada de nada. Ella me dijo que no importaba y le pidió un par de botellas al chico de la barra, que resultaba ser un conocido suyo. Me contó que hacía mucho tiempo que no iba a ese sitio, que desde que había cambiado de sexo, su vida también era algo diferente y no solía salir por bares de heterosexuales como aquel pues mucha gente no lo veía con buenos ojos. Prejuicios universales.
Las últimas botellas cayeron rápidas por mi garganta seca, presa de un calor asfixiante tropical. Sabía que había pasado mucho tiempo, así que le sugerí regresar al hotel y ver en qué condiciones estaban las cosas. Ella no puso objeción alguna y, de hecho, fue la encargada de conseguir un taxi al que tuvo que pagar. Nuestras manos se entrelazaban bajo las miradas sorprendidas de un taxista inquisidor. El peso de los párpados hacía difícil mantener sus ojos en los míos. Nos mirábamos casi sin palabras. De cuando en cuando, un comentario triste, una apelación de ternura, salía de su boca para pedir consuelo sin pedir consuelo. Todo lo incomprensible se comprendía, estaba comprendido. Ambos sabíamos lo que teníamos que saber.
En el hall del hotel, inmenso y barroco, buscamos una cabina desde la que telefonear. Habitación 634. Iñaki, pasado un rato, contestó con su tono casero y euskera, mientras yo le decía que si podíamos subir. Una vez en la habitación, Pat se intentaba hacer la dormida en la cama de Iñaki y este, a su lado, estaba desprovisto de toda ropa. La noche parecía haber sido bastante intensa, a juzgar por el olor reinante en el cuarto aquel. George y yo nos sentamos en la mía a la espera de que Pat se quisiese dar por aludida y se vistiese para irse. Claramente, no quería. Yo insistí en que se fuese porque necesitaba dormir y, entre esperas y gritos, las manos tranquilizadoras de George me acariciaban la espalda. Me giré y nos besamos, ante el estupor de mi amigo que no entendió aquello y creyó que queríamos ahora la habitación para nosotros. Con su típica naturalidad, solucionó la situación con una propuesta que a él le pareció apropiada dada su visión de las circunstancias. Nosotros en una cama y ellos en otra. Así que tuve que ser de nuevo contradictorio y decirle que no era lo que estaba pensando y que necesitaba dormir.
Ha pasado mucho tiempo y sé que no recuerdo todos los detalles, pero sí le sigo agradeciendo a George su comprensión, su paciencia y su inestimable ayuda pues fue ella quien le dijo a Pat que, por favor, se fuesen, que necesitaba que la acompañase y con tanta insistencia que acabó por persuadirla.
Mientras Pat estaba en el baño, mi tierna enamorada y yo intercambiamos direcciones para escribirnos y me instó a visitarla a la vuelta de Australia, si es que volvía, para pasar un tiempo juntos. He de reconocer que llegué a pensarlo como una oferta tentadora, pero decliné cualquier cosa que pareciese un compromiso.
La compañera de Iñaki salió del lavabo y se despidieron. Besos y un abrazo, sin que mi amigo saliese de la cama.
Yo, galante como siempre, por si tenían algún tipo de problemas, decidí acompañarlas a la salida del hotel y, justo allí, en un callejón que salía bajo unos toldos trenzados de caña, me invitaron a desayunar. El sol hacía rato que despertara y el calor comenzaba a ser el cotidiano. Los bollos estaban calientes sin necesidad de calentarlos, el café, por contraste, estaba frío. Pat nos preguntó qué habíamos hecho y George le estuvo contando nuestra noche con todo lujo de detalles mientras me miraba con un cariño relajado y triste. Sus grandes ojos dejaban, de cuando en cuando, rodar una lágrima que me enternecía y me emocionaba hasta el punto de que cuando nos levantamos para despedirnos, no pude evitar llorar yo también. Su pecho se clavaba en el mío y su congoja en la mía.
Al alejarse en la calle, nuestros brazos seguían unidos, luego se fueron haciendo mayores las distancias, las manos se agarraban, los dedos se tocaban, un último corazón besó otra yema, ojos en la lejanía que se dijeron adiós.
Nunca más la he visto de nuevo. No volví a Bangkok más que por el transcurso de una hora, en mi viaje de regreso y no creo que volvamos a encontrarnos, pero aquella silueta de mujer, altura de hombre, aquellos bailes divertidos, besos de plomo cargados de ternura, la aventura de recuperar una cama para no llenarla de sexo, su despliegue incomparable de comprensión, su tolerancia, aquella mirada triste enamorada del último momento, no me será fácil de olvidar jamás. Quizás no quiera, pues sigue siendo el mejor recuerdo que puedo mantener de una curiosa noche en todos mis sentidos, de una noche en Bangkok.

M-20010409

El día que llego tarde la coordinadora

A pesar del título, fue un miércoles completamente normal en el que me desperté a las siete y media, pero anduve remoloneando hasta cerca de las ocho y cuarto cuando ya era tarde para que Carmen tuviese el desayuno preparado. Me levanté un poco enfadado conmigo mismo y, quizás, con restos de resaca. La noche anterior había sido dura, de casi borrachera hasta alcanzar la altura del retrete. Pero no fue para tanto. Finalmente, pude dormir tranquilo y lo más duro fue el despertar. Entre sueños, acerté con el tiempo de la leche en el microondas y preparé dos medias noches con mantequilla. El cola-cao no había quien se lo bebiese, pero me empeñé en ser más fuerte que él y lo logré. No pude con las medias noches.
Tras un rato con el Conde de Lautreamont, fui a trabajar a eso de las diez y media, aunque no habría pasado nada porque no hubiese aparecido. De hecho, tuve tentaciones de no ir. Nadie se habría enterado. Afortunadamente, ahora no me da por pensar en los lúgubres planes de suicidio y el modo en el que se iría enterando el mundo. Eso sí que es imperfecto.
A las doce del mediodía le propuse a un compañero ir a tomar un café, que andaba precisando, y salimos a la cafetería de la esquina. Alfredo Landa en persona nos atendió. Yo le había apodado así por su enorme parecido, físico y expresivo, con el actor. Comí una ración de churros que sabía que no me iba a hacer nada bien al estómago, pero estaba dispuesto a asumir el riesgo, teniendo en cuenta que estaban recién hechos. Aún podía verse el humo y notarse crujientes y dorados sobre la bandeja de latón amontonados.
A la vuelta en la oficina, seguí perdiendo el tiempo, que, por desgracia, es para lo que me pagan actualmente, y charlando con unos y con otros acerca del único tema del que versan todas las conversaciones desde hace mes y medio: la suspensión de pagos. Estábamos a fin de mes y no sabíamos, ni aún hoy, a primeros de mes, si nuestras nóminas iban a ser abonadas o no. Por suerte, yo no dependo de ello, pues creo que estaría teniendo muchas ganas de asesinar a alguien, teniendo en cuenta, además, el especial apetito sádico que estoy destapando a ritmo de lecturas que, seguramente, puedan calificarse de inapropiadas.
Una empresa se había interesado por mí, pero a mí no me interesaba esta empresa, sin embargo, tuve a bien ayudarles a buscar, entre mis compañeros, próximamente desempleados y actualmente desesperados, alguien que se pudiese ajustar al perfil que se requería. Lo que no podía imaginar entonces era que ese perfil iba a ser así.
Jose María, colega de mi propio departamento, interesado en uno de los puestos que estaba necesitando cubrir la empresa, me agradeció el interés y mediación para que él ocupase el cargo y, al mismo tiempo, se ofreció para presentarme a una chica que trabajaba en otro departamento que podía estar muy atraída por la otra vacante.
Fuimos andando hacia donde ella trabajaba pero en la segunda planta, antes de llegar, nos la encontramos y me la presentó diciendo: “Esta es Ruth”. Yo estaba dos escalones por debajo del descansillo donde ella fumaba un cigarro y nos miramos. Un reconocimiento inconsciente de su cuerpo me hizo tragar saliva delante de su perfil de curvas afiladas: pechos sobresalientes emergentes como misiles nucleares, embutidos en un jersey feliz de roja lana virgen. Inmediatamente, intentando no perder la compostura ni la frialdad que me caracteriza como profesional, volví a mirar sus ojos de los que no desprendí la mirada con una obsesión tal que hizo consciente lo que hasta entonces no lo había sido. Mi pantalón se abultaba y temía las consecuencias que algo así podía deparar. Alcé la rodilla izquierda los dos peldaños que aún nos separaban y, de este modo, camuflé lo que no quería hacer patente.
Durante cinco eternos minutos, trescientos interminables segundos, miré sus ojos convulsivamente, sin pausa y sin calma, intentando mantener una conversación más fluida que mis hormonas desbocadas. Una segunda conversación estaba teniendo lugar dentro de mí preguntándose si ella estaba notando algo; si alguien estaba notando algo. Sonrió y creí que entendía lo que me estaba pasando con lo que estuve cerca de perder el equilibrio. La mano derecha, agarrada a la barandilla de la escalera, sudaba incesantemente gotas que caían por entre mis dedos. Sin embargo, en contraposición, mi boca se estaba quedando seca y me resultaba difícil hablar, así que, lo más brusco que pude, pero intentando ser cordial, concluí la conversación diciéndole que tenía muchas cosas que hacer y salí disparado a mi pequeño cubículo a hacer como que trabajaba, aunque sólo fuese para mí.
Ese día salí pronto del trabajo y vine a comer a casa. A las tres y media había quedado con mi amiga Sylvia a quien le conté todo esto y se estuvo riendo durante lo que me pareció un minuto ininterrumpido. Imagino que era gracioso, pero aún me resulta difícil aceptar que mi cuerpo toma sus propias decisiones y no puedo controlarlo.
Después del café, aproveché un rato para mí solo en el que vine a casa e intenté escribir algunos poemas, pero no podía desprenderme de la imagen antigravitatoria de aquellas tetas tirantes, curvas agresivas, violentas, crueles, impías. Creo que sólo conseguí escribir dos poemas. Los titulé poemas esféricos.
Pero, absorto en mis meditaciones hormonales, casi se me olvida que estaba a miércoles y que tenía que ir al taller de poesía, con lo que salí corriendo, agarré mis trastos y me presenté allí, incluso, unos minutos antes de la hora. E incluso antes de que Paula llegase, pues tuvo un atasco que nos permitió a los presentes charlar un rato y distender nuestras tiranteces, las normales, supongo.
Cuando salí, tenía una cita con mi querido Alberto Luna y nos fuimos a una arrocería fantástica en la que volví a narrar mi peripecia glandulosa que había tenido por la mañana y, curiosamente, no me sorprendió que él también se riese. La cena fue fantástica y posiblemente repetiré mañana con mi mujer a quien le debo una apuesta. De todos modos, conseguimos que no se extendiese demasiado y nos retiramos temprano a descansar.
Carmen estaba aún levantada y nos besamos apasionadamente. Sus labios recorrieron los míos con la dulzura de su miel y entre sus brazos, jugué a dejarme caer entre sus pechos y besarla, mordisquearla ardiente hasta que nos enredamos en algo que prefiero no narrar con lo que terminó ese miércoles en que llegó tarde la coordinadora.

M-20010404.

El Jardín

Entré en el restaurante sabiendo que iba a matar a alguien pero aún no sabía a quién. Eso, realmente, no era tan importante. Lo verdaderamente importante era la forma en la que había decidido hacerlo: mordiéndole el cuello como si fuese un vampiro. El primer problema es que no tenía reservada mesa y, claro, igual tenía que discutir con el camarero y eso restaba diversión a aparentar un cliente modelo que cae bien, es simpático, encantador, hasta seductor con alguna camarera que venga a recoger las migas de los comensales anteriores. Pero no fue un problema y en el fondo del salón me pude acoplar. Descargué lágrimas antes de pedir el menú pues sabía que no quería hacer lo que iba a hacer. Me descarrilaría para siempre del mundo cómodo de la publicidad. Lástima. Pero el cuello tentador de un gordito al que le caían pequeñas gotas de sudor por la cara, resultaba tan apetitoso que cuando se acercó el meitre aún estaba extasiado con la contemplación de su deglutir rítmico.
– Unas alubias, por favor.
– En seguida. – dijo el mesonero y se retiró con un papelito en el que había apuntado algo.
Seguro que sabía algo… No. ¿Por qué había de saber algo?. Está claro que cada día soy más paranoico. Aún ni yo mismo sabía muy bien cómo le hincaría el diente al cerdito rosado que comía en la mesa de al lado. Masticaba testarudo, como si no supiese que iba a morir, sus últimos pedazos de bisteq poco hecho, embadurnado de aceite. Recordé por un instante las conversaciones sobre comida sana que siempre tengo con mi esposa y me lancé bruscamente a su espalda armado con el cuchillo de mi cubierto. No supo reaccionar con la pasividad que yo esperaba y se abalanzó hacia mí. Era una mole de más de ciento veinte quilos y yo no había previsto eso. La silla crujió y se hizo añicos mientras mi mano se hundía en su gaznate hasta la altura de la muñeca. No sé cómo cupo tanta carne mía en lo que era su cuello. Sorpresas que da la vida. En este caso, la muerte, claro, para hacer el chiste que siempre es necesario.
Una camarera, impactada, dejó caer mi comida al suelo, con lo que tuve que matarla, sin ser esa mi intención, lanzándome, con más fuerza que contra el gorrino desollado, para que no pudiese gritar. Su silencio fue sellado con un beso en el que le arranqué parte de sus labios y lo escupí pues estaba muy pintada y le daba un amargo sabor seco y desagradable. A su expresión también, de hecho, ya lo había notado, pero eso no era para haberla matado. Es que necesitaba alimentarme y casi nunca encuentro la sangre que requiero.
Luego me senté en mi silla otra vez e intenté rebanar una tajadita del pescuezo del mofletudo que aún seguía manando sangre a borbotones negros, pero el cuchillo resbalaba y no acertaba a segar un fino filetito con lo que me contenté con chuparme los dedos y pedí más vino.
Desde las otras mesas llegaba un griterío insoportable y decidí llamar al meitre para pedirle explicaciones o exigir, incluso, que pusiese fin a aquella algarabía si estaba en su mano, antes de que le pidiese el libro de reclamaciones y tachase su buena reputación con una mancha imborrable.
Cuando él entró, en sus ojos pude ver claramente que había algo que no andaba bien. Palideció y se detuvo frente a mí a dos metros, como asustado, y parecía no ser capaz de articular palabra. Así que yo tomé la iniciativa:
– Por favor, puede traerme ya las alubias y, de paso, pídales que se callen, que no hay quien coma tranquilo en este sitio.
Supongo que yo había esperado algo más apacible, bucólico incluso, llamándose El Jardín, pero, como otras veces, me equivoqué. Además, no conseguí suficiente sangre y hube de irme, sin ni siquiera esperar a las alubias, a una casquería del barrio en la que me atendieron muy satisfactoriamente, pero eso ya forma parte de otra historia.

M-20010327

Crimen

Acabo de terminar de comer y aún no sé qué hacer con el cadáver. Estoy nervioso y mis manos tiemblan mientras escribo estas frases sin sentido para pasar el tiempo, haciendo como que no pienso en ello, como que no existió jamás… es un intento vano pues ella está en la cama mirándome desde sus ojos mate.
Llego a la esquina de siempre y me dice que si tengo cigarrillos. De sobra sabe que no tengo cigarrillos, pero da igual, ella me dice lo de siempre y yo la miro y le digo que no tengo. Sobran las explicaciones. Vamos. Dice. Siempre he tenido fantasías pero no había pensado que termina así. No. No lo había pensado. Esto no me excusa, pero no hay que excusarse, no hacen falta explicaciones. Le digo que a mi casa y la conduzco alocado: cinco pasos delante de ella para no crear sospechas. Todo el mundo sabe.
El portal se abre a la primera, no como otros días y subimos a casa. Se empieza a quitar, sin dirigirme la palabra, la blusa de reja blanca que apenas cubre sus tetas caídas. No hay ninguna excitación excepto por lo que sé que voy a hacer.
Apaga su cigarro contra el suelo y le grito que no me marque el parqué. Necesito que esté limpio, como todo. No lo manches, puta. Ella me mira y se acuesta en la cama. La cama está llena de estrellas y yo no las he quitado. Ve al baño primero. Quito las estrellas y la luna. Vuelve y se tiende boca arriba en la cama. Las piernas cuelgan.
Me repite la maldita morcilla. No sé porqué he comido algo tan fuerte. Los nervios me atenazan la espalda y me hacen estar más erguido de lo normal, forzando la vista frente a este monitor que lo presencia todo.
Me voy a la cocina y traigo un cuchillo. Grita. Está como enloquecida y aún no la he tocado. No lo entiendo. No sabe nada. Estúpida. Te voy a matar, pero no te voy a acuchillar. ¿No te das cuenta de que mancharía mi cama con tu sangre animal?. No se da cuenta pero se da cuenta de todo. Sabe que no quiero sexo y que quiero todo el sexo del mundo, el que sólo cabe en los sueños, el que sólo cabe en la poesía, el que se sale del mundo de los vivos para matarla. Le dirijo una mirada intentando ver algo agradable. Nada. Aterrada, agarra su bolso e intenta abrirlo. Soy más rápido. Estúpida, te voy a tener que rajar como no te estés quieta. Pero no se está quieta. Tiemblo. Mis manos se lanzan veloces contra su intento y me araña. Aún cree que sus uñas sirven de algo. Ajada y moribunda, sus lágrimas han vestido de verde y negro sus mejillas viejas, arrugadas. Da asco. Quiero mirar hacia otro lado, pero no quiero que ella siga allí, mirándome y llorando. Te voy a dar una hostia como no te calmes. Pero no se calma. Con el paraguas del revés le abro una brecha en la ceja izquierda. ¿Lo habrán oído los vecinos?. No. No han venido aún de su trabajo.
No sé si quiero tomar un café. No. Mejor no. Un café me pondría más nervioso y tengo que ser capaz de deshacerme de su cuerpo. Ahora no me vale para nada. Así no.
¡Mierda!. Logra abrir la ventana. Otro paraguazo en su cabeza la ha dejado inconsciente. Cierro la ventana. Salto a horcajadas sobre ella y le quito la blusa. Esa estúpida blusa tan desfasada como toda su vida. El pantalón se abraza con fuerza a sus bolsas celulíticas. Me dan unas ganas horribles de sajarlas con el cuchillo. El mango negro de plástico está resbaladizo por mi sudor pero la hoja está seca y brillante. Se me cae. ¡Mierda!. No puedo perder la calma ahora. Sé lo que tengo que hacer. Corto las perneras de su pantalón que se desploma como piel de conejo en una carnicería. Sus piernas están llenas de cardenales, pero yo no he sido. Tiene unas bragas rojas que pretenden ser eróticas resultando grotescas. Da pena. O asco, no sé. Ato sus manos a la espalda y sus pies con una soga de esparto áspera y ruda. No me preocupa, pero sé que le duele. No importa. Descubro que su pelo es una peluca y bajo este cae una lacia pelambre gris. Está desnuda. Está en mi cama. La golpeo en la cara con furia y descargo mi fuerza en ella. Es un deporte, no se entera. Sangra por varias heridas en su cara. Al final no pude evitar su sangre. Tendré que limpiar todo esto. Vuelve en sí. Puedo hacerte feliz. Ya lo haces. No, así no…pero yo quiero que sea así. Aprieto con el paraguas su cuello y va dejando de respirar. Hace muecas horrendas con la cara. Abre la boca pero no puede hablar. Ya no puede hablar. No me va a volver a pedir cigarrillos. Y se queda así, con la boca abierta y retorcida, el paraguas casi incrustado en el gaznate, desnuda, mirándome con la mirada mate de la muerte mientras escribo este relato y la contemplo. Me estoy tranquilizando. Tengo que pensar. ¿Cómo puedo deshacerme del cadáver?.

M-20010312.

Frustración

Llevaba eludiendo el problema durante más de seis meses. No podía seguir así. Mi empresa está en quiebra y yo presumo de saber configurar perfectamente un sistema operativo serio como es el Linux.
Ayer llegué a casa decidido a enfrentar el problema. Iba a instalar el modem a toda costa. La tarea resultaba simple a primera vista, pero luego fueron surgiendo pequeños problemillas, que si el dispositivo era sólo funcional bajo windows, que si las direcciones de memoria ya estaban asignadas, total, que me vi envuelto en un maremagnum de papeles incomprensibles que llenaban mi mesa y no me dejaban pensar con claridad. Esto es realmente la excusa que me pongo para explicar lo que pasó. El caso es que no recuerdo muy bien qué comando tecleé, pero, después de seis horas de mirar una pantalla poco amigable, me vi forzado a admitir una posible derrota y, por ello, decidí rearrancar el ordenador. En cuanto lo hice me di cuenta de que algo no iba bien, de que estaba apagándose como demasiado rápido y no me pareció normal. Luego, no arrancó más. Eran las dos de la madrugada y en el calor de las sábanas latía el corazón de mi mujer. El mío estaba ardiendo de vergüenza, pensando que me reconozco orgulloso conocedor de estos sistemas. No supe arreglarlo, pero eran las dos de la madrugada y tenía sueño. Me fui a la cama, junto al corazón latiente que calentaba las sábanas y lloré, lloré como un niño sin su cumpleaños, en el silencio de la noche, por no ser capaz de resolver un problema que parecía sencillo.
Hoy, el miedo se ha apoderado de mí y lo llamo prudencia y hago copias de seguridad de todos mis discos y escribo estas palabras en este ordenador pensando que puede no volver a funcionar mañana y sigo sintiendo esa vergüenza porque no sabría qué hacer para arreglarlo…

M-20010228.

No me da la gana

Cuando el origen del universo es transversal y la lucha de titanes no tiene sentido, es cuando los avestruces se me salen de entre los huesos para volar libres por las calles del cielo, por las autopistas del infierno que se dirigen indignas a las cúpulas de la noche.
Le dije que no podía pasar más tiempo así y ella gimió y dijo que tampoco. Yo sabía lo que iba a pasar y sin embargo, se lo dije. Ella sabía lo que iba pasar y sin embargo, vino a casa a sacrificar su soledad para que muriésemos los dos. Afortunadamente, su fuerza levantó la claraboya de la ilusión y llenó de luz este cuarto bajo el sol.
No me da la gana perder a mi mejor amiga.
Si la pierdo, el origen del universo me parece una gilipollez y no quiero escribir porque no quiero vivir. Es muy concreto y más fuerte que yo mismo, más enérgico que un arco voltaico desde los anillos de saturno.
A veces, dejo que el tiempo pase sin preocuparme por saber dónde estoy en el mundo, es como si uno se dejase ir en un velero que surca mares de papel, pero de cuando en cuando, la proa encalla en el barro de la soledad y hay que hacer un enorme trabajo para poder salir. A veces, muchas veces, yo solo no puedo. Ni con la pasión que está conmigo en cada amanecer, en cada anochecer, para sentirme menos solo en este universo que no entiendo.
No quiero citar a Aute, pero casi no puedo evitarlo.

Quisiera que supieras
que no tengo otro deseo
que estar entre tus brazos
como quien pide consuelo
sentirte toda mía
sin lujurias ni misterios
como siento la sangre
que circula por mis versos.

Un minuto más y mi corazón se habría endurecido hasta no querer abrirse, sentía que quería quedarme ciego completamente, estaba acurrucado contra el suelo sin poder levantar ni una pizca de mi dignidad y necesitaba ayuda. No me da la gana querer morir. Pero hay días que es tan difícil vivir…
Hoy ha sido uno de los peores días de mi vida y he vuelto a saber lo que sabía. No descubro nada y no escribo nada nuevo.
Supongo que me tengo que conformar con escribir, con escribir un nuevo verso, una línea más en este trabajo infinito que me lleva allí mismo, a un infinito en el espaciotiempo que no se va a escapar de mí porque no tiene a donde ir. No puede pagar el peaje de las autopistas de las primeras líneas.
Llegó y salté del parqué a sus brazos y lloré. No podía articular palabra. No tenía nada qué decir, supongo, pues las palabras, a veces, nos impiden hablar; nuestras propias palabras. Sólo podía hacer lo que hice. Abrazarla y llorar en su hombro la debilidad que padezco ante su ausencia. Sin reproches. Caricias. Mocos y más mocos, lágrimas sin fin. Un charco de coca-cola borra las manchas del miedo.
Me alegra ser más tonto de lo que me creo capaz y equivocarme, pues no me da la gana pensar qué podría llegar a hacer si perdiese mis tres vidas.
Hoy es uno de los días más felices del año que comienza.

A Sylvia, M-20010213.

Esto no es una broma