– ¡Salta con la camisa en llamas!. – Le grito y no me hace caso. Está en el segundo piso y cree que puede resistir el incendio.
No puede. Yo veo cómo se va cayendo el piso de arriba y las ventanas estallan y producen una lluvia de cristales que, se podría decir que es bonita.
Pero Paco no quiere creerme. Se está derrumbando su techo y piensa en alguna cosa que no entiendo. Es un estúpido y siempre lo ha sido.
No puede ser que no se dé cuenta de que le quedan no más de diez minutos para que el fuego sea intolerable, sin contar con que el humo se introduce entre sus rendijas como el agua se escapa entre mis dedos.
– Paco, ¡coño!, salta.
Pero nada. Su mujer, la pobre y gorda Agustina, está a mi lado y quiere que yo le persuada. Pero, ¿es que no ve que lo estoy intentando con todas las fuerzas de mi gaznate?.
La calle Ballesta es estrecha y, cuando se arremolinan los vecinos y algún viandante despistado o sin nada mejor que hacer, es irresistible para el tráfico; y su población, siempre algo estrambótica, parece multiplicada por tres.
Por eso, seguramente, el camión de bomberos no llega. Estará atascado en la calle Puebla. Por un momento, pienso en ir a verlo. Dejo que se me pase.
La pira ya alcanza una altura peligrosa para los edificios colindantes. Si se propaga, puede llegar a mi casa. Si llega a mi casa, pierdo todos mis libros, mis disquetes, mis cintas de música. Pierdo todo lo que no puedo recuperar. Casi, de algún modo, me pierdo yo. No puedo evitar pensar tan fríamente en un instante así.
Todos los vecinos de enfrente gritan enloquecidos para que Paco se asome a la ventana y salte. Es el único que queda. La escalera de madera está infranqueable. No puede atravesarse ni enrollado en amianto.
Me echo a reír imaginando un discurso de Paco. Parecería un buen candidato a presidente del gobierno. Seguro. Agustina me mira sorprendida y noto su reprobación en esa mirada desde abajo, desde sus cinco pies. Es gorda y rechoncha y, sin embargo, algo la sublima, la eleva… esa mirada delirante a una ventana que se cierra repentinamente. Un casco de botella que llega desde la pared opuesta, acompañada de un grito de protesta. “¡Dile al hijoputa de tu marido que se tire de una puta vez!”.
Agustina no dice nada. En su mutismo se nota la impotencia de años de simpleza. De años de incultura triste… o ni siquiera.
Vuelve los ojos cansados de lágrimas al llanto sordo de un marido que agoniza.
Los ojos cansados chillan de espanto.
Se oyen otros tantos alaridos de terror entre el gentío.
Sobre la balconada, un esqueleto envuelto en una camisa en llamas, sostiene el cuerpo diminuto de un hijo de seis años incinerado.
Se cae el cielo.
Fin.
M-20000131.