Hoy he entrado en el cine X de mi barrio. El vídeo los ha exterminado a casi todos y, ahora, puedo entender, mejor que nunca, porqué.
Desde aquella vez en el 80, cuando, junto un western de John Wayne, se proyectaba en la sala Odeón de mi pueblo una película porno, no había vuelto a asistir a una sesión de semejante género con la intención de verlo.
Entonces yo tenía trece años y muchas cosas por descubrir. De aquella ocasión sólo recuerdo el asco que me produjo ver rasurar el coño de la actriz principal. Por lo demás, preferí, aunque no me atreví a confesarlo, la cinta de Wayne.
Pero hacía algunos días que un cierto morbo por lo desconocido me atraía a introducirme en la sala.
Hoy tengo que escribir un poema erótico y esto me ha servido de excusa suficiente para ir a conocerlo.
Sentía una extraña mezcla de pereza y vergüenza que ralentizaba mis acciones. Creo que una parte de mí no quería ir, para lo que intentaba que pasase la hora del pase. Las 14:45.
Llegué a la puerta, camino de un buzón, a las 15:05 y, sin saber a dónde dirigirme, me acerqué a consultar la cartelera: La sustituta y Reto virginal.
Cuando estaba a punto de largarme desmotivado por el retraso, un tipo con aspecto agradable pidió una entrada en una ventanilla cuadrada y diminuta desde la que una mano vieja procuró un ticket.
Animado por ello, decidí pedir otra. Me respondió la misma mano con un papelillo de un centrímetro cuadrado perdido entre las dos monedas de vuelta.
La revisé en busca de un número o algún dato que me ayudase a situarme. No encontré nada.
A la sala de proyección se accedía siguiendo un pasillo ancho y que iba perdiendo luz.
Entré dándome cuenta de que había olvidado las gafas en casa. Esto, junto con un temor inconcreto por sentarme en las últimas sillas, me llevó a acomodarme en la tercera hilera.
Inicialmente no podía ver nada que no fuese la pantalla. Tanto es así que temía golpear a alguien o sentarme en algún lugar improcedente por alguna razón desconocida. Demasiadas imprecisiones y dudas como para permanecer relajado.
Me iluminaba un primerísimo plano de una vagina penetrada incansable y maquinalmente a ritmo frenético por un falo brillante. Le acompañaban unos testículos perfectamente rasurados que campanilleaban sobre las nalgas de la fémina cuyas piernas abiertas recibían el furibundo ataque.
De unos altavoces de calidad deplorable, provenían unos gemidos inverosímiles en inglés subtitulado.
Gracias a los planos generales, que se aprovechaban para que alguno de los protagonistas se reubicara, conseguí tener algo más de visibilidad.
Los asientos delanteros estaban lo bastante alejados como para poder estirar las piernas con holgura. Un pasillo central era el cortafuegos en aquel bosque de pollas enhiestas, por el que unos guardianes al acecho deambulaban sin que pudiesen distinguirse sus rostros.
Había paseos y trajín mientras el film, ininterrumpido, pasaba a otras escenas similares, casi, diría, indistinguibles.
Yo tenía la impresión de estar viendo un documental de la dos de animales bípedos en pleno proceso de cortejo nupcial: Absolutamente anatómico.
Me empezaba a aburrir.
Un hombre de unos 60 años se colocó cinco butacas a mi derecha. A aquella distancia podía advertir sus miradas furtivas como si yo le incomodase. Esto, después, descubrí que no era así.
Entre tanto, el ajetreo de sombras continuaba sentándose y levantándose acá y allá.
Agradecí entonces no haber tenido las gafas y estar situado entre las primeras líneas, cerca de la salida. Un miedo inconsciente se apoderó de mí y tensó mis nervios. Mis ojos escrutaban el lienzo procurando descubrir algo que hubiese merecido ochocientas pesetas.
Nada.
Mi vecino se incorporó y, tras unas vueltas errantes por los pasillos de la sala, regresó a mi lado. Esta vez, sólo una butaca entre él y yo. En ella, mi abrigo con mi cuaderno azul y unas cartas pendientes de enviar.
Pensé en cambiarlo de lugar, pero podría parecer una invitación. No lo hice.
En este periodo, sus miradas ya distaban mucho de ser sutiles. Consecutivamente se dirigían de la pantalla a mis pantalones como intentando reconocer qué escena me excitaría lo suficiente. Pero suficiente, ¿para qué?.
No sé si esperaba que me masturbase allí, a su vista; si le valdría con mi excitación para masturbarse él o para alguna otra cosa.
Yo, aparte de no excitado en absoluto, comenzaba a estar muy incómodo y sin saber qué hacer.
No quería estimularle ni molestarle ni nada que tuviese que ver con él. No quería que estuviese allí.
Pensé moverme pero sabía que la situación no mejoraría y se repetiría en cualquier otro lugar del local.
Podía abandonar mi estúpido empeño pero me había puesto o propuesto un límite mínimo para ver si pasaba algo… no sé, ¿interesante?. Había decidido que me marcharía cuando en la puerta de salida se notase oscuridad en el exterior.
Pensé sacar mi block de notas y escribir, suponiendo que aquello le incomodaría pero, por otro lado, acercarme para recoger mi cuaderno, podía darle una ocasión para malinterpretarme.
Mis cambios de postura debían de ser tan frecuentes que, sin palabras, pareció entenderlo.
– Si te estoy molestando me voy.
Yo le mentí con un gesto indicándole que estaba interesado en la película pero, claro, no se lo tragó.
El semen de una eyaculación salpicaba a gran escala los dientes de nata de una protagonista sonriente.
– A este cine viene la gente a esto; pero si te molesta, me voy. – No sé cómo había descubierto que no sabía a qué asistía la gente a ese cine. Yo acerté a responder en un susurro tímido:
– Ya, pero yo vengo a escribir.
– Pues te vendría bien una mamada. – Respondió mientras se levantaba. – Te relajaría, sí, te vendría muy bien.
Se fue y, momentáneamente, me sentí aliviado.
Dos rubias muy atractivas preparaban una escena lésbica.
En la localidad que había ocupado el viejo, se sentó un chico que, aunque no podía ver, sabía que era joven.
Depositó sus cosas a su izquierda y, tras reparar en mí, prestó atención a la película.
Unos segundos más tarde, mientras una lengua gruesa hacía bailar un clítoris protagonista, distinguí su mano palmotear su miembro posiblemente en un intento de acelerar una erección.
A mi izquierda otro viejo se posó con dos asientos entre nosotros. De nuevo, fisgonería inquisitorial. La falta total de intimidad me intimidaba. Estaba molesto.
Resolví dar por concluida la apuesta en cuanto alguno de los que me bordeaban cambiase de sitio.
El joven terminó sus agitados vaivenes y buscó algo entre sus pertenencias. Supuse que un klinex.
El viejo insistía en sus pesquisas pero yo ya sabía qué es lo que había.
El joven se levantó y enfiló el pasillo hacia los escaños traseros.
Un hombre tomó asiento justo delante de mí. Noté el jadeo de otro detrás de mí.
Por primera vez se me ocurrió que alguien, posiblemente hoy mismo, había ocupado mi sillón y tuve un acceso de asco irrefrenable e improrrogable.
Chequeé el contenido de los bolsillos de mi chaqueta, me incorporé y, pidiendo disculpas al viejo de mi izquierda, salí al corredor por donde había entrado y escapé, nervioso, al tráfico de la Corredera Baja de San Pablo.
Antes de tirar mi entrada, observé, no sin cierto asombro, que el nombre del cine en el que acababa de estar es Cervantes.
Ahora tengo que escribir un poema erótico pero creo que nunca había tenido la lívido en un punto tan bajo. De todos modos, he de intentarlo.