Nevaba en la calle. La calle nevada era fría y desconocida. Yo no había estado nunca en esa calle nevada que era fría, desconocida y alejada de mi casa en Colmenar Viejo. Antes, cuando yo era más joven, vivía con mis padres en un piso de los nuevos de las afueras de Colmenar. Desde allí a la calle nevada había una distancia que parecía ingente. Ahora, aunque vivo en otro sitio y esa distancia sigue siendo la misma, parece ridícula la distancia entre la casa de mis padres y aquella calle en la que nevaba sin cesar, sobre los tejados de teja roja, el centro del pueblo al norte y el portal se dibujaba oscuro y marrón, como a punto de sucumbir bajo el peso inmanente de la nieve. Sin embargo entré a pesar de mi cobardía y subí las escaleras a pesar de mi cobardía y en el timbre de la puerta mi mano marcó una huella que ya se habrá borrado. Yo no iba solo y, quizás por ello, tenía más miedo. Mi hermana menor que a la sazón es mi única hermana, me acompañaba. La fiesta era de conocidos de ambos, chicas que estaban en mi clase pero que eran sus amigas ejercían de anfitrionas. Nos abrieron y supe que iba a ser una noche especial. Al traspasar la puerta, podían verse a derecha e izquierda dos habitaciones en las que el mobiliario había sido eliminado excepto un pequeño armarito en la sala menor, es decir, en la de la izquierda, cuadrada completamente, en el que se depositaba como la nieve en la calle un radiocasete al lado de un tocadiscos de los de plato ancho, de caucho negro, un alfiler o clavo surcando un vinilo de Nacha Pop. En la otra pieza, una mesita improvisada con dos tablones blancos sobre unas borriquetas soportaba las bebidas: un buen puñado de botellas de alcohol casi de quemar, cocacola, vino tan barato que nadie se atrevía a empezarlo y algunas unidades de sidra que simulaban el cava o champagne que nadie podía adquirir.
Pasado el tramo de las presentaciones, el hablar de la calle en la que nevaba, de felicitaciones de año nuevo que nos decía que el tiempo pasaba, curiosamente, el tiempo, se estancó. Harto de tanto esperar a que una muchacha a la que había ido a ver (pues yo en las fiestas no tenía otro interés que verla a ella, ver a mi querida líder de un cuarteto que no llegó a la fama más que a través de mis poemas), harto de que ella no hiciese todo el trabajo y me llevase a los lugares oscuros y sensuales de su casa o bien de su sexo, me senté. Al principio me senté en el suelo de la sala cuadrada, en el fondo más apartado y menos molesto de la habitación para que los que bailaban felices entre tanta gente pudiesen seguir bailando felices entre tanta gente. Me senté en un rincón y el rincón estaba mojado. Mojado y oscuro. Creo que lloré, pero apenas recuerdo ese momento. La mirada clavada en el suelo. Mojado y oscuro. La nieve fuera seguía cayendo. El mundo quería acabar conmigo y yo no sabía cómo luchar contra él. Seguí mirando el suelo por espacio de un tiempo eterno. Dios creó el cielo y la tierra, las galaxias infinitas, creó los campos y las flores, los terremotos, las mareas, el mar, los ríos, los peces y los anfibios, los malditos insectos, las lenguas de lava que formaban islas en la nada… porque también estaba la nada, la indecente nada que todo lo puede. Y pudo con mi ánimo y fue adueñándose de él como un agujero negro deformando el espacio de las supercuerdas. Mi cabeza estiraba una nuca casi hecha para el yugo, para la dominación del miedo, el miedo a estar sólo entre la gente, ese miedo que me atenazó y no me permitió darme cuenta de que ella se sentaba a mi lado y me hablaba, ese miedo que paralizó mis palabras, mis labios, mi lengua, mi pensamiento en la obsesión nihilista que me atenazaba. Agujero que agujereó la única oportunidad de salir del pozo, del agujero en el que agujereaba un suelo demasiado mojado y oscuro, alejado de la música, de Alaska y sus amigos… en Alaska también nieva, pero es de otra manera. El frío no viene de dentro de las pieles, viene de fuera, viene del norte, de un único punto telúrico que gobierna todas nuestras cabezas. Pero la tierra no es plana y sigue dando vueltas alrededor del sol y la luna da vueltas alrededor de la tierra y la noche se hace larga l a n o c h e s e h a c e l a r g a y comienza a amanecer y mi calabaza se convertirá en lo que cada noche se convierte y seguiré solo, una noche más.
Me levanto. Sigo sin pronunciar palabra. Desde hace casi ocho horas que no hablo. Mi hermana se acerca y me dice que se va. Voy al baño y nos vamos, ¿vale?. Y yo se supone que me voy con ella. Se va al baño y otros siguen entre la bruma bailando pegados. Giro con toda la fuerza de mi cadera, con toda la fuerza de mi peso, lanzo un golpe oscuro y húmedo contra la pared que me rompe un dedo y sangro. No hablo. No grito. El tiempo de irse ha llegado.
Fue una bonita fiesta.
M-20010509