Hace un año escribí una historia sobre una tarde en Bangkok en la que había sufrido la emoción de viajar en un tuc-tuc. Desde luego, eso fue emocionante en un sentido muy distinto a la triste despedida de George al amanecer.
El único sábado por la noche que pasamos en la ciudad de los diez días que estuvimos, mi amigo Iñaki y yo queríamos disfrutar de un poco de diversión. Pero había un pequeño problema, nadie en el mundo cree que se pueda hacer otra cosa en Tailandia que no sea turismo sexual, especialmente un par de jóvenes chicos occidentales.
Esa noche cenamos en el restaurante del hotel, pero procuramos terminar antes de lo habitual pues nuestras charlas se hacían interminables y tenían que pedirnos que nos retirásemos para poder recoger. Nuestra intención era terminar alrededor de las doce de la noche para luego ir al centro de la ciudad o a algún barrio divertido donde poder tomar unas cervezas, bailar un rato… algo que, según nos dimos cuenta, no era tan sencillo.
Cuando hubimos terminado, le pedimos al conserje en recepción que nos sugiriese un lugar a donde ir y nos indicó un lugar apuntándonoslo en un papel con membrete del hotel. El precio previamente convenido era de 500 bats, lo que equivalía a 2.500 pts. Además, acordó con un taxista el recorrido para que no nos perdiésemos. La tarifa del taxi también estaba prefijada en 100 bats. Mientras esperábamos la llegada del taxi, pregunté a nuestro ayudante sobre la posibilidad de ir a otra zona, pues yo había oído hablar de pad-pon, pero nos alarmó contra esto diciéndonos que en ese barrio mataban a más de dos turistas cada noche. Luego, llegó nuestra limusina y nos embarcamos atravesando el mar caótico del tráfico en una ciudad que no duerme nunca, un hormiguero de actividad febril y, al mismo tiempo, desestresada con una forma de paz interior que sólo es comprensible desde el punto de vista de la mentalidad oriental. Finalmente, nuestro chofer detuvo el vehículo y nos dejó salir haciéndonos señas para mostrarnos la puerta de una especie de garaje que parecía ser nuestro destino.
Bajamos del coche y este no tardó ni quince segundos en desaparecer y, con él, la única iluminación del callejón en el que estábamos. Así, que nos pareció una idea razonablemente buena acercarnos a la nave de puertas metálicas. Un hombre bajito nos preguntó si queríamos entrar a través de una rendija y contestamos que sí, pero cada vez nos gustaba menos la idea de seguir adelante.
Una vez dentro, cerró tras nosotros y quedamos enfrentados a un tinglado en el que se jugaba a las cartas y los dados en el suelo. Eran como unos diez hombres ruidosos que nos miraron un instante y luego siguieron absortos en su juego vociferando sin cesar en su idioma incomprensible. Al preguntar el precio al mismo hombre bajito que nos había abierto, nos dijo con una parquedad inigualable: 600 bats. Yo quise discutir o regatear el precio, pero el grupo de jugadores nos devolvió una mirada explicativa que me disuadió de seguir ese camino. Pagamos lo que nos pedían y nuestro pequeño guía nos dijo que la primera bebida estaba incluida. Canjeó nuestro dinero por dos tickets y nos encaminó a otra puerta, tras de la cual comenzaba el espectáculo.
Cincuenta pupitres como los de mi instituto rodeaban un minúsculo escenario pésimamente iluminado sobre el que una pareja se iban desnudando sin que se pudiese apreciar el menor atisbo de sensualidad, mientras hicimos efectivas nuestras bebidas en la forma de dos vasos de cerveza sucios y sin apenas gas que nos sirvió un camarero sonriente, que parecía querer decir “otros dos estúpidos que han pagado 600 bats por entrar aquí”. Agolpados aquí y allá, se podían ver grupos de turistas más o menos jadeantes enfrascados en la escena del centro del tugurio. Iñaki y yo decidimos irnos tras terminar nuestras cervezas, pero en el transcurso de la media hora que duró aquello, hubimos de insistir a diestro y siniestro para que las profesionales que vivían en la barra nos dejasen en paz. No parecían comprender cómo habíamos llegado a aquel sitio si no era porque queríamos sexo. La verdad es que yo tampoco comprendía qué hacíamos allí.
Cuando, por fin, salimos, estábamos abatidos y frustrados ante nuestro intento de pasar una noche de diversión sin pretensiones sexuales en Bangkok. Yo sugerí a Iñaki que lo diésemos por terminado y volviésemos al hotel, pero él era más cabezota que yo y no quiso darse por vencido. Gracias a esto, realmente, la noche no había hecho sino empezar.
Tras recorrer un par de calles dirigiéndonos hacia algún lugar más iluminado, encontramos un taxi y le pedimos que nos llevase a Pad-pon. Por horrible que fuese, pensamos, no podía ser peor que aquello.
Pad-pon no es más que un par de calles paralelas y sus correspondientes callejuelas perpendiculares uniéndolas, lleno de vida y negocio, inundado de bares especialmente pensados para el tipo de turismo que esperaban recibir. Pero aún así, no se encontraba la sordidez ni se sentía el miedo por aislamiento del antro del que acabábamos de escapar. Sin embargo, allí viví el que hasta hoy considero el acontecimiento más vergonzoso de mi vida.
Ocurrió en un pub en el que estuvimos charlando animosamente con el camarero, que tenía tras de sí unas mujeres bailando insinuantes con un número marcado en su diminuto tanga. Todos los clientes de los locales eran turistas occidentales, en su inmensa mayoría hombres y algunos de ellos tan ebrios que apenas se sostenían en pie. Uno de ellos se acercó a nosotros y con una voz áspera y grave, borracha y dura agarró al camarero por la pechera de su camisa y le atrajo hacia él escupiéndole en inglés que todas sus mujeres eran unas guarras pero que él quería la número cinco. Al camarero, visiblemente perturbado, le tocó sonreír y pedirle disculpas al tipo aquel que me avergonzaba tanto de ser occidental. Yo apenas me atrevía a mirarlo sintiendo que tendría una opinión generalizada de todos los occidentales y tan sólo volví a hacerlo cuando él me pidió fuego para un cigarro que no pudo acabarse pues un alemán había comenzado a armar bronca en el fondo del bar intentando llegar a las mujeres saltando por encima de la barra.
A modo de compensación, en estos bares, al menos, no éramos constantemente acosados por putas desesperadas y podíamos estar a nuestro ritmo, intentando tener una noche divertida. Así estuvimos hasta que comenzaron a cerrar la mayoría de los locales y encontramos uno que tardaría más en cerrar. En este, nos apoyamos en la barra y pedimos un par de cervezas. Estábamos charlando cuando un grupo de mujeres esculturales se acercó. Estaban como a su aire y no parecían prostitutas. Hay que decir que las mujeres tailandesas tienen una dulzura y una simpatía que las presentaban como las más bellas que yo hubiera visto nunca. Una de ellas, mientras yo pedía una segunda ronda, se había pegado a Iñaki y estaba restregándose a él tan insinuante que no quiso frenarla y siguió entrando en su juego. Por su parte, George vino hacia mí impresionante, descomunal, una mujer alta, de cuerpo moldeado como en un sueño erótico, labios carnosos, pelo negro suave, vestida con elegancia y graciosa, simpática, con esa simpatía tailandesa dulce y atractiva. Pero, como un monje observando el más ceñido celibato, le dije, antes de que convirtiese en palabras sus insinuaciones, que no estábamos interesados en ellas a lo que me respondió que, para que lo supiésemos, eran hombres.
Sin duda aquello explicaba tanta perfección. Iñaki mintió que ya lo sospechaba y se dio la vuelta para beber tranquilo su cerveza. El grupo se separó de nosotros pero siguieron en otra esquina del bar divertidas y alegres.
En la tercera ronda, la camarera, una preciosa tailandesa llamada Pat, me dijo que le gustaba mi amigo y me retó a las cuatro en raya con la siguiente apuesta: por cada partida que yo ganase, nos invitaba a una cerveza y por cada partida que ganase ella, Iñaki la besaba. Yo se lo expliqué a Iñaki que estuvo de acuerdo y como yo no perdía nada, comencé a jugar, tranquilo y contento, pero hay que decir que el juego de las cuatro en raya es casi el deporte nacional tailandés, con lo cual mi escasa experiencia hizo que poco a poco, se fuese creando un vínculo que habría de durar toda la noche entre Pat y mi amigo. De hecho, en un momento dado, George, que me vio solo, se acercó y me dijo que si jugaba con ella. Yo accedí pues estaba empezando a aburrirme y así, los cuatro, seguimos un buen rato hasta que Pat tuvo que comenzar a cerrar el local. Para entonces, Iñaki y ella acordaron irse juntos a dormir a nuestro hotel, pero había un problema: él y yo compartíamos habitación con lo que se me hacía algo incómodo, por no decir imposible, volver con ellos. Pat habló conmigo y con George y le pidió que se quedase conmigo un rato mientras ellos se iban a la cama. Yo por mi parte no tenía ninguna objeción aunque creo que a George le había quedado claro que yo no quería nada sexual con ella.
Compartimos un taxi que les dejó en el hotel y George y yo seguimos camino bajo sus indicaciones. Así, acabamos por entrar en una gran discoteca en la que poco a poco descubrí que yo era el único occidental y nos fuimos a sentar a un reservado oscuro y confortable.
Estuvimos hablando de sus aficiones, de su novio que se había ido a una isla paradisíaca llamada Phuket, en el sur del país, dónde ella ambicionaba vivir algún día. Hablamos de mis problemas de comunicación con mis amigos, de mi frialdad, de su país, del mío, de la forma de divertirse y, poco a poco, fui consciente de que se enamoraba de mí. Al principio de una forma sutil y delicada, después sus miradas se hacían más sensuales pero seguía siendo respetuosa con mi decisión. Noté que nuestra relación se había hecho más cálida, más táctil y que entre nosotros había una intimidad que no tenía con muchos a los que consideraba habitualmente mis amigos.
Cuando comenzamos a hablar sobre el trato de los occidentales a las mujeres tailandesas, ella comenzó a llorar en unas lágrimas gruesas y calientes que caían en mis rodillas. La abracé y le pedí que me abrazase para que pudiese llorar con calma y largamente. Su amor se desbordaba y yo podía notarlo, podía notar cómo me iba amando por momentos pero seguía sin tan siquiera volver a insinuar un cambio de actitud.
Pasado un tiempo, el silencio ahogó su llanto y en la pista estaba sonando un ritmo bacaladero agresivo y duro, pero yo me sentía como en una nube y le pedí que bailase conmigo. Ella accedió pensando que yo no me iba a atrever a meterme en el centro de un kilombo semejante como aquel y más siendo el único diferente en ese lugar. Pero se equivocó. En medio de todo aquel gentío, la agarré por la cintura, talle duro y orgulloso, y comencé a seguir el ritmo con pasos de merengue encontrando que se adaptaba perfectamente y fue divertido y seguimos bailando y comenzamos a reírnos de todo, de la tristeza que sabíamos de dónde provenía sin necesidad de hablarlo, de la situación medio cómica de estar bailando bacalao a ritmo de merengue en medio de una multitud que nos miraba absorta, pero, sobre todo, nos reíamos porque era divertido y llenaba los pulmones de aire nuevo.
Unos besos surcaron la noche, labios calientes que se unían para beber lágrimas mutuas. Tras esto, emergencias de autocontrol que mantuviese mi calma. Nos dirigimos a la barra a por una cerveza más, pero yo ya no tenía más dinero. Ni bats, ni dólares ni nada de nada. Ella me dijo que no importaba y le pidió un par de botellas al chico de la barra, que resultaba ser un conocido suyo. Me contó que hacía mucho tiempo que no iba a ese sitio, que desde que había cambiado de sexo, su vida también era algo diferente y no solía salir por bares de heterosexuales como aquel pues mucha gente no lo veía con buenos ojos. Prejuicios universales.
Las últimas botellas cayeron rápidas por mi garganta seca, presa de un calor asfixiante tropical. Sabía que había pasado mucho tiempo, así que le sugerí regresar al hotel y ver en qué condiciones estaban las cosas. Ella no puso objeción alguna y, de hecho, fue la encargada de conseguir un taxi al que tuvo que pagar. Nuestras manos se entrelazaban bajo las miradas sorprendidas de un taxista inquisidor. El peso de los párpados hacía difícil mantener sus ojos en los míos. Nos mirábamos casi sin palabras. De cuando en cuando, un comentario triste, una apelación de ternura, salía de su boca para pedir consuelo sin pedir consuelo. Todo lo incomprensible se comprendía, estaba comprendido. Ambos sabíamos lo que teníamos que saber.
En el hall del hotel, inmenso y barroco, buscamos una cabina desde la que telefonear. Habitación 634. Iñaki, pasado un rato, contestó con su tono casero y euskera, mientras yo le decía que si podíamos subir. Una vez en la habitación, Pat se intentaba hacer la dormida en la cama de Iñaki y este, a su lado, estaba desprovisto de toda ropa. La noche parecía haber sido bastante intensa, a juzgar por el olor reinante en el cuarto aquel. George y yo nos sentamos en la mía a la espera de que Pat se quisiese dar por aludida y se vistiese para irse. Claramente, no quería. Yo insistí en que se fuese porque necesitaba dormir y, entre esperas y gritos, las manos tranquilizadoras de George me acariciaban la espalda. Me giré y nos besamos, ante el estupor de mi amigo que no entendió aquello y creyó que queríamos ahora la habitación para nosotros. Con su típica naturalidad, solucionó la situación con una propuesta que a él le pareció apropiada dada su visión de las circunstancias. Nosotros en una cama y ellos en otra. Así que tuve que ser de nuevo contradictorio y decirle que no era lo que estaba pensando y que necesitaba dormir.
Ha pasado mucho tiempo y sé que no recuerdo todos los detalles, pero sí le sigo agradeciendo a George su comprensión, su paciencia y su inestimable ayuda pues fue ella quien le dijo a Pat que, por favor, se fuesen, que necesitaba que la acompañase y con tanta insistencia que acabó por persuadirla.
Mientras Pat estaba en el baño, mi tierna enamorada y yo intercambiamos direcciones para escribirnos y me instó a visitarla a la vuelta de Australia, si es que volvía, para pasar un tiempo juntos. He de reconocer que llegué a pensarlo como una oferta tentadora, pero decliné cualquier cosa que pareciese un compromiso.
La compañera de Iñaki salió del lavabo y se despidieron. Besos y un abrazo, sin que mi amigo saliese de la cama.
Yo, galante como siempre, por si tenían algún tipo de problemas, decidí acompañarlas a la salida del hotel y, justo allí, en un callejón que salía bajo unos toldos trenzados de caña, me invitaron a desayunar. El sol hacía rato que despertara y el calor comenzaba a ser el cotidiano. Los bollos estaban calientes sin necesidad de calentarlos, el café, por contraste, estaba frío. Pat nos preguntó qué habíamos hecho y George le estuvo contando nuestra noche con todo lujo de detalles mientras me miraba con un cariño relajado y triste. Sus grandes ojos dejaban, de cuando en cuando, rodar una lágrima que me enternecía y me emocionaba hasta el punto de que cuando nos levantamos para despedirnos, no pude evitar llorar yo también. Su pecho se clavaba en el mío y su congoja en la mía.
Al alejarse en la calle, nuestros brazos seguían unidos, luego se fueron haciendo mayores las distancias, las manos se agarraban, los dedos se tocaban, un último corazón besó otra yema, ojos en la lejanía que se dijeron adiós.
Nunca más la he visto de nuevo. No volví a Bangkok más que por el transcurso de una hora, en mi viaje de regreso y no creo que volvamos a encontrarnos, pero aquella silueta de mujer, altura de hombre, aquellos bailes divertidos, besos de plomo cargados de ternura, la aventura de recuperar una cama para no llenarla de sexo, su despliegue incomparable de comprensión, su tolerancia, aquella mirada triste enamorada del último momento, no me será fácil de olvidar jamás. Quizás no quiera, pues sigue siendo el mejor recuerdo que puedo mantener de una curiosa noche en todos mis sentidos, de una noche en Bangkok.
M-20010409