Una tarde en Bangkok

En Bangkok existen unos vehículos que reciben el onomatopéyico nombre de tuc-tuc.
Un pequeño motor de cilindrada menor a la de un ciclomotor, empuja un triciclo encabezado por un asiento para el conductor y que arrastra un diminuto receptáculo donde un escaño forrado de plástico sirve de acomodo a los pasajeros.
En ocasiones, puede verse uno cargando una multitud donde no caben sino dos personas a lo más; algunos de los cuales, a menudo, acarrean bultos que pueden llevar colgando por el exterior de una estructura metálica que hace las veces de protección lateral.
Los más suntuosos, protegen del insoportable sol del trópico a los clientes, con una especie de palio, habitualmente desgarrado y mugriento.
Si el aspecto del carruaje no deja lugar a dudas de que se trata de algo único en el mundo; tampoco el modo en el que es abordado por los que solicitan su servicio.
Junto a la acera, uno de los tuc-tuc puede acercarse o incluso encaramarse a ella y una discusión acalorada, feroz regateo, se entabla por llegar a un acuerdo en el precio del trayecto.
La primera vez que estuve en Tailandia no quise perder la oportunidad de disfrutar un recorrido tan pintoresco.
Fue hace hoy exactamente cuatro años. Iba acompañado por mi buen amigo Iñaki. Juntos, comenzábamos una nueva andadura por tierras australes, pero camino a Sydney, nos detuvimos diez días en Bangkok. Nadie entiende qué se puede hacer tanto tiempo seguido allí, pero la verdad es que resulta una ciudad apasionante y llena de emociones diferentes.
Bangkok, con sus más de doce millones de habitantes, padece un problema de tráfico inaudito, que produce una contaminación tal como para que la mayoría de las personas, que han de hacer vida con frecuencia en la calle, porten unas mascarillas quirúrgicas como las que se utilizan en los hospitales.
En las calles rectilíneas y anchas, planas como hojas, el tráfico se embota denso pero, simultáneamente, tranquilo. A veces, se tiene la sensación de que el tiempo se detiene, que no importa. La frase por excelencia de todo tailandés es “Mai pen rai” que significa literalmente: no importa, es lo mismo… Filosofía budista.
Entre gestos y un inglés casi insultado, comenzamos a negociar. El menudo chófer comenzó pidiendo 200 bats por un recorrido que no teníamos claro cómo de largo era, hasta un templo en el que se celebraban luchas de un arte marcial de exhibición que resulta ser el deporte nacional. Esto era el equivalente a unas 1000 pts. No sabíamos muy bien si aquello era o no razonable, pero por tantear que no quedase…
Yo ofrecí 10 bats mientras Iñaki me dirigía una mirada entre de incredulidad y de reproche diciéndome que aquello era poco menos que insultante. Por supuesto, el conductor, se percató y lo utilizó en su provecho, pero yo insistí. Ni un bat más. Después de unos improperios en su idioma, rebajó su tarifa repentinamente a 30 bats.
Ninguno de nosotros podíamos creerlo pero al fin, gitanamente, tasamos el acuerdo en 20 bats.
Entonces, pudimos subir al auto.
Por descontado, una vez fijado trayecto y precio, para el propietario de la máquina, cuanto más veloces fuésemos, mejor. Por un momento, pensé que aquello era un dato afortunado, sin embargo, en cuanto el pequeño triciclo comenzó a encarrilarse como un suicida, el miedo agarrotó mis manos contra el barrote terminal.
No parecía haber ninguna ley por la que preocuparse. El velocípedo motorizado igual arremetía contra coches, autobuses, peatones, ciclistas, motoristas, tranvías… ya fuese en el mismo sentido o sentido contrario.
Los semáforos volaban veloces sobre nosotros dejando una estela de luz indiferente.
Yo no podía casi mirar hacia fuera, pero tampoco podía contener mi curiosidad por saber cuando moriríamos como mosquitos contra un parabrisas. Iñaki, algo más relajado, perdió la gorra que cayó tras nosotros sin que pudiésemos hacer nada por evitar que un segundo después un taxi la pisase.
De súbito, decidió torcer por un estrecho callejón sin aceras pero con personas a ambos lados que se apartaban como buenamente podían para no ser arrollados. El tráfico por allí era más diluido puesto que los coches no habrían cabido. La anchura no era suficiente. Nosotros, si hubiésemos estirado los brazos hacia fuera, habríamos sido capaces de tocar las paredes. Pero nada distaba más de mis intenciones que sacar una de mis extremidades de aquel chisme infernal que parecía transportarnos a una muerte segura.
Unos metros más adelante, la población peatonal había desaparecido.
Una motocicleta nos iba siguiendo impaciente con un hombre al manillar de complexión fuerte y un casco oscuro que no permitía ver su rostro.
Delante, otro tuc-tuc se detuvo. Por tanto, nosotros quedábamos con el camino cortado, entre el tuc-tuc y la moto.
No sé porqué, en aquel momento, tuve el novelesco presentimiento de que aquello podía ser un secuestro. A la izquierda, la puerta de un garaje.
Del tuc-tuc delantero comenzaron a bajar pasajeros que me parecieron terriblemente amenazadores. Abrieron la puerta del garaje. Un olor como a pescado podrido invadió nuestros olfatos. El motorista se retiró el casco, que revelaba una cara agria, aplanada y surcada por una cicatriz, paralela al hueso inapreciable de la nariz, atravesando un párpado cerrado.
Al mirar al frente, de nuevo, topé con la sonrisa aparentemente irónica del tuc-tuc-ero quien estaba diciéndonos algo en su lengua incomprensible.
Fueron momentos de tensión, en los que me agarré como un estúpido a una navajita, de no más de seis centímetros de hoja, que llevaba en el bolsillo derecho.
Cuando terminó su perorata, miré, una vez más, para atrás, pero el motorista había desaparecido como por arte de magia. Cuando volví la cabeza, también me sorprendió que el tuc-tuc que nos había interrumpido el paso, había sido retirado dentro del cobertizo.
Reanudamos el camino como si nada hubiese ocurrido mientras yo me destensaba como un muelle sometido a un par de fuerzas bidireccional. Solté la navaja entre mis manos sudorosas y le comenté a Iñaki lo que había estado pensando. Él se rió de mí, con una sorna burlesca pero cariñosa, como intentando tranquilizarme aún más o quizás para tranquilizarse a él mismo.
Al salir de la serie de callejones por los que andábamos, nos reincorporamos al gran tráfico y, en dos cruces más, alcanzamos el templo prometido.
Descendí del tuc-tuc con las piernas aún tiritando; pero logré esbozar una sonrisa de agradecimiento que me fue devuelta inmediatamente por un gesto simpático e inofensivo.
Curiosamente, aquella misma noche, en Pad-pon, un barrio céntrico repleto de bares, volvimos a ver a nuestro amigo, y nos ofreció sus servicios durante el tiempo que estuvimos allí. Fue una noche de aventuras indecibles entre las que están nuestro encuentro con unos transexuales, la compra de joyas en un mercado de carne, los bailes de bacalao tailandés a ritmo de merengue… pero eso son otras historias y este relato ya se ha prolongado imperdonablemente.

M-20000110.

Esto no es una broma