Yo no lo hice jamás

Hay veces en que el yo se manifiesta en forma diferente, en una alejadísima tercera persona que se somete a la tortura infame del autor que es, ni más ni menos, que otro yo que no es él. Sí, este es el caso que nos acontece, el momento de la verdad que no es verdad, una realidad hecha ficción como un orangután que sabe escribir a máquina tecleando esta historia en la que yo sería el protagonista que no soy.
Él no paraba de repetir insistentemente que no lo hizo. Le agarraban con las manos, los brazos hacia atrás y le propinaban una paliza a base de bastonazos que previamente habían envuelto en un paño mojado para no dejar ninguna huella, ninguna cicatriz de la barbarie. No tenía más respuesta que su negación. Pero no parecía ser suficiente para evitar aquella carnicería sin sangre, aquel espanto de dolor bajo el agua cayendo, goteando en su cuerpo agotado, exhausto y húmedo, donde el sudor se confundía con las gotas precipitadas de un cielo mohoso.
Ellos eran cuatro fornidos militares vestidos de paisano. Pero habían olvidado quitarse unas botas claramente uniformadas que delataban su procedencia. Uno de ellos, el más débil, era el que organizaba el tratamiento, daba órdenes sin cesar, una tras otra, haciendo que Fermín no pudiese evitar asociar aquella voz con nuevos golpes.
El más alto, un armario de cuatro por cuatro, sujetaba sus brazos con unos dedos que parecían estar disfrutando el contacto, homosexualidad macabra que poseía tintes de sadismo se reflejaba en los dientes depredadores de la tenaza humana. Tras él, secándole el sudor, un hombrecillo diminuto pero fibroso que de cuando en cuando alzaba un bote de sales que lo excitaban hasta llegar al grito. Fermín repetía su única sentencia, para evitar avances nuevos en la sentencia que se estaba llevando a efecto. No debía de gustarles porque a cada afirmación negativa seguía muy de cerca una palabra del líder y a esa palabra, una contracción de sus omóplatos y un nuevo porrazo en las costillas propinado por el último que queda por describir. Un negro de casi dos metros de altura que con uno de sus brazos podría haber simulado la porra o bastón sin necesidad de ningún otro utensilio, pero que manejaba con su izquierda el bate improvisado. Tenía ojos de sangre, un pelo casi rapado completamente y un brillo en su piel que le hacía atractivo y feroz al mismo tiempo. Fermín no podía mirarle sin miedo, no podía soportar esa mirada fría llena de calor de agua evaporándose, una mirada asesina y tenaz, como de una máquina sin escrúpulos, un resorte de terror en cuerpo y alma.
Había sido detenido en un antro cuyas luces rojas indicaban la dedicación principal del lugar, el objetivo de los cuerpos de mujer moviéndose en las sombras. Era un prostíbulo de Ho Chi Minh en el que todo el mundo sabía que era posible conseguir drogas, armas y compañía. Él también lo sabía, pero no tenía otra intención que pasar un buen rato en su viaje por Indochina, un rato sexual en el que olvidar el desprecio, el asco, que su mujer le profesaba. Entre las cosas que le confiscaron, estaba una de las fotos de su primer hijo, ese pobre Fernando que siempre se callaba cuando sus padres discutían. Jamás había querido ir a trabajar a Vietnam, más bien por prejuicios que por otra cosa, pero sin embargo, cuando las cosas se habían puesto peor con Luisa, Fermín había acabado por pedir el cambio de destino que siempre había rechazado. Inmediatamente, le había sido concedido y hacía no más de tres días que había llegado al aeropuerto de la ciudad, del viejo Saigón, cuando había entrado en el burdel que su ayudante, su secretario personal, le había sugerido. Una vez dentro, había perseguido la razón de su visita, cuando aquellos energúmenos habían entrado llevándose a todos los que tuviesen aspecto de occidentales. Fermín, con su barriga, su calvicie avanzada y una barba de tres días, era más que un posible candidato a no ser ignorado. Entonces, les habían arrastrado hasta aquellos calabozos de barro y cañas en el que, tras aislarle del resto, le habían comenzado a preguntar acerca de sus relaciones con aquellas mujeres. Hasta el último estertor, Fermín no cejó de insistir en su frase tramposa de doble negación que le estaba costando la muerte sin siquiera entenderlo. Qué diferentes habrían sido las cosas con un buen traductor.

M-20010423.

Esto no es una broma