Yo no soy un amante de la muerte

Desde hace veinte años he madurado la idea de la muerte. Me he consolado a ratos pensando que la mayor parte de la población también lo ha hecho. ¿Quién, en la juventud, no ha soñado con su entierro?. Pero mi obsesión con el tema alcanzaba cotas patológicas. Barajé el suicidio como salida de mis problemas desde mi primera derrota sentimental, hace dieciocho años. Entonces no creía en el poder de atracción de la tierra y si en el del infierno. Vendí mi alma al diablo, encarnado en manos de una encantadora y atractiva joven llamada Rosa, por tan sólo cinco duros. Ella pensó que bromeaba. Yo no. Pero, por supuesto, no pudo hacer uso de mi alma… hasta hoy.
Le compuse un poema sobre el mostrador, cuando yo trabajaba en un local de juegos recreativos, mientras sus labios carnosos besaban a otro. Manolo era mi amigo, pero conocía a Rosa y también le gustaba. Ella debía saber algo, pues cuando le besaba, me miraba de soslayo como queriéndome dañar. Por eso supe que era la encarnación de Satán.
Junto al mostrador le di el poema y los cinco duros y ella se burló infinitamente. Su desdén no hizo sino desatar mis ganas de muerte, de autodestrucción.
Me lamenté de no haberlo hecho unos meses después, cuando entré en la universidad y encontré una nueva encarnación del mal. Esta vez se llamaba Miguel Angel y estaba casado con una mujer irresistible y fatal llamada Helena. Yo soñaba ser Paris; que él fuese Menelao. Fue así: Ella acabó con él.
Mis primeros besos morían entre las tinieblas del miedo a mí mismo. Al menos, unos versos poblaron hojas secas el verano, única etapa misógina de toda mi vida.
Ese otoño, redacté mi primer testamento: En pleno poder de mis facultades mentales, dispongo que todo lo que tengo…
Tonterías de adolescente. Ahora sé que todo lo que tenía era la vida y ya es tarde.
Luego, tuve la desgracia de ser feliz: Habría de dejar de serlo. Seis años de altercados y coches que se acercan con terror a las cunetas, acercándose tanto al barranco que terminé por cogerle cariño y lamentar la aparición de aquellas vallas inútiles pero claramente disuasorias.
Una emigración lavó mis pecados en el Ganges y me hizo recapitular. Valoré las alternativas. ¡¡La imaginación al poder!!. Mientras tanto, un invierno viejo había terminado en el calor austral del trópico de Cáncer.
Tuve la desgracia de sentirme vivo: Habría de dejar de estarlo.
Desde entonces, el implacable tiempo ha quemado mis naves. Se ha consumido mi plazo como cigarrillo en un cenicero. He releído mi contrato de venta del alma, mi estúpido presupuesto de existencia del diablo y me he reído tragicómico de un final anunciado. Quienes compraron entrada, han podido venir a verlo.
Hoy, séptimo viernes del año 2000, he comprado una pistola en una tienda de deportes de montaña. No fue difícil conseguir el carnet falsificado. La caja menor era de cien balas, pero me han sobrado noventa y nueve.
Rosa, con sus labios carnosos, estaba mirándome desde el escaparate del establecimiento con su hijo de ojos rojos en una silla de mimbre, cuando el proyectil me ha atravesado desde el paladar hasta la coronilla. Los ojos rojos del bebé se han iluminado con un brillo de recuerdos.
En un último instante, he mirado a Rosa. Un guiño de su párpado suave me ha explicado lo que nunca me atreví a preguntar: Nuestro hijo lleva mi sangre y mi alma.
Ya no soy nunca más un amante de la muerte, desde esta mañana, soy su marido.

M-20000221.
Dedicado a Mefistófeles.

Esto no es una broma