Mentes calenturientas

Quiero terminar rápidamente este relato para acostarme con mi mujer, pero no, no es lo que pensáis. Tengo mucho sueño porque ayer me acosté muy tarde. Ella y yo tardamos mucho tiempo en dormirnos. Eran las 3 de la mañana y aún estábamos despiertos y agotados. Pero esto tampoco es lo que pueda parecer.
Por cierto que ayer fue un día extraño. Un tipo en el metro se me acercó y, no sé si por mi forma de mirarle o qué, se puso a hablar conmigo sobre las injusticias sociales que, según él, se cometían en España y sólo en España por los funcionarios. Él, dijo, conocía a alguno que ganaba más de seiscientasmil pesetas al mes. Entonces sus ojos se abrían y cerraban como desvelándome un secreto de iniciados. Yo le miraba sin atreverme a hablar pero por otro lado no estaba intimidado. Finalmente le dije que seguramente él, situado en el mismo puesto que esos funcionarios más o menos corruptos, estaría haciendo lo mismo. No es que esto le hubiese justificado, a él ni a los que lo hacen, pero en cualquier caso igual se cuestionaba un poco las palabras antes de emitirlas sin pensar.
En estas estábamos cuando algo en la conversación de dos chicas preciosas que estaban sentadas justo al lado nuestro llamó nuestra atención. La que se apoyaba sobre el extremo del banco corrido, era algo más alta, bastante guapa, de ojos castaños y piel morena. Vestía un vestido de humo que dejaba traslucir su sujetador negro con tirantes de plástico trasparente para que no se notase. Sin embargo, se notaba. La más bajita, no mucho más bajita, era rubia teñida, de unas raíces muy oscuras y piel más bien oscura. Un poco gordita, rellenita, diría yo, se atrevía a vestir una camiseta roja ajustada que dejaba una franja de carne antes de llegar a sus pantalones vaqueros desgastados, en la que vivía con comodidad algodonosa un ombligo encaramado al tatuaje azul de una serpiente. Supongo que si me fijé más en esta es por algo, pero no pienso pensarlo en este momento. Antes se habían visto muy satisfechas de que el tipo raro que me había abordado no las hubiese abordado a ellas. En sus caras pude leer la indiferencia con que me miraron cuando comencé a hablarle, como si no mereciese la pena, como si ellas hubiesen sabido hacerlo mejor.
– Dicen que hay que morder la puntita – le decía la rubia a la más alta.
– A ti lo que te pasa es que te los comes enteros – ratificó aquella.
– No mari… no es eso, pero…
– Mira… – afirmó contundente la tal mari – tú eres una devoradora de rabos.
Parecía que no había más que hablar y, sin embargo, el tipo que me miraba, ahora las miraba a ellas con esa cabeza un poco hacia delante que lanzan los ebrios. Ellas lo notaron y replegaron su voz a un silencio que sólo yo pude seguir oyendo mientras entretenía con sofismas al hombrecillo. Por un momento, supe que eran celos, celos a que él se apropiase de una conversación que era toda mía, de un cotilleo íntimo y privado, como si fuese su tampax particular con un radio escucha que retransmite una vez que sale del tubo del metro. Las vías de la noche se abren al caminar de mis dedos. Se encaraman al galope de un teclado infinito, de una bañera de sueños en la que los recuerdos se tiñen de vida. Un caballo vuela camino del cementerio y sus patas tienen un poco de miel en las pezuñas. Las patas de un caballo son sólo pies, unos pies muy grandes, unas pezuñas que son uñas. Las conversaciones versan de universos. Son palabras que se malentienden porque no existe una buena interpretación. Sólo los insomnes podemos interpretar los sueños, podemos batir la mahonesa del sexo en un cantar de los cantares y gritar cualquier tontería con tal de ir a la cama y acostarnos con nuestras mujeres.
– Digas lo que digas, a mí el picante no me entra.

M-20010711

Celestial

De una dulzura que sus ojos azules no podían remediar. Tanto, que se salían como dos lagos de tinta manchándole la camisa. Pero jamás tras de tanta inocencia se percataba mayor lubricidad, una lujuriosa insinuación que resultaba algo más que sugerente. Entre su pelo de oro, lagartos de deseos carnales, alacranes de bello que me suicidaban. Una endiablada lascivia poseía sus movimientos, sus pechos puntiagudos eran cuernos de sangre, sus miradas furtivas, canto de sirenas. Pero casi no tenía piernas, esto también era en común con las ondinas. Un mar de cemento parecían sus nalgas. De tales proporciones que cuando me quise sentar a su lado comprendí que no se trataba de una de tantas fuentes inauguradas recientemente por el ayuntamiento para lucimiento de la villa y corte, sino que sus extremidades abarcaban cuanto abarcaba mi vista por no decir el mar bravío. Era hasta tal punto desmesurado su tamaño que hube de sentarme a su lado de perfil pues no había forma de que ella y yo cupiésemos en una misma triada de sillas. Sus pies diminutos parecían querer resarcirse del despliegue de medios de sus medias y acababan en una puntita ridícula que acentuaba su redondez, su cónica figura era realzada y sublimada por una pajarería que pretendía usar como sombrero.
Entre las piernas y sus pechos casi no hay posibilidad de descripción pues apenas un cinturón de cuero negro era capaz de impedir el desbordamiento de la carne alrededor de sus dos metros y medio de diámetro a los que se encaramaba un pantalón negro ajustado como guante de cirugía.
Sin embargo, su voluptuosidad de labios sonrosados seguía siendo un acicate para mi deseo y quise que su melena batida en mi cuerpo rozase los límites de mi virilidad. Le pedí que me acompañase a casa y a pesar de su primer impulso, que habría hecho temblar la tierra, dijo que no. Por eso este relato es tan breve y no queda nada por pasar más que el último momento en el que nos volvimos a ver cada uno en su tristeza, mientras las puertas del metro abrían y supe que no podría seguirme a un lugar tan estrecho. Nos perdimos. Pero aún en las noches frías, cuando un rayo de luz roza una montaña, cuando viste de oro el atardecer una cresta de nieve, mientras las azaleas ondean en su falda como campos de trigo, recuerdo su figura llorando entre sus dedos grandes como salchichas, mis manos en mis ojos cubriendo mi vergüenza, su grito silencioso de ayuda y desamparo. Por eso, hoy, ya no puedo seguir.

M-20010704.

Sin nada no

Queda media hora. Sí, queda media hora y yo aquí, en medio de mi casa sin tener aún el maldito relato (seguro que mucha más gente piensa como yo, que eso de escribir un relato humorístico es algo más bien maldito). Y no sé qué llevar, no sé qué escribir. Pero no puedo ir sin mis tareas hechas. ¿Te imaginas?. Giusseppe, ¿de verdad que no has hecho las tareas? No me lo puedo creer. Y claro, eso pesa mucho. Es una responsabilidad. Todos los miércoles tengo que tener las tareas y a poder ser desde hace algunos días: ¿qué es eso de hacerlas en el último momento?. Pero esta semana es que no he pensado para nada en el relato que ya hemos quedado que era maldito y además tenía que ser humorístico. Creo que tengo algún problema con esto. Sí, seguro que Paula lo arregla a base de psicoanálisis y mi mujer con bioenergética y yo que lo arreglaría con unos cuantos minis de kalimotxo barato en la plaza del dos de mayo pero luego siempre llego tarde y no hay nada que hacer en la maldita plaza que es una traducción literal de la fucking square y es que la policía ya ha pasado por allí y ha disuelto a la peña que estaban haciendo las hogueras en las que, un año, me llegué a quemar el pelo hasta de las pestañas. Tenía un aspecto como de gremlin con gafas algo lamentable, pero la excusa de hablar de mis hazañas resarcía el ridículo sufrido. Además, pude pedir un deseo y aunque no creo en esas cosas, resulta que acabó por cumplírseme pero como era algo que realmente quería pues no me morí cuando se me cumplió. Por ahí dicen que uno se puede morir de éxito y es verdad pero yo fui muy feliz cuando conocí a mi mujer y le dio por enamorarse de mí. Pero eso fue mucho tiempo después de que yo pidiese el deseo que, en realidad era mucho más básico o primario y que se me cumplió unos cuantos días antes de que le propusiese salir conmigo. Me temblaban las manos (si digo las piernas siempre se puede malinterpretar) y hacía como que leía un libro que apenas si recuerdo pero que en realidad (claro que, todo es siempre en realidad) estaba boca abajo y no acertaba a leer una sola letra. Ni tan siquiera a darme cuenta de que estaba boca abajo. Ella llegó y mi sonrisa profident no acababa de ser una sonrisa porque a veces no podía mantenerla porque las mandíbulas no sabían comportarse. En realidad, creo que también me temblaba la mandíbula. Un gremlim al que le temblaba el alma, la barriga, bien crecida tras el verano, las piernas, las manos, la mandíbula le pedía a una elfo de mirada altiva que saliese con él. Lo más sorprendente es que ella dijo que sí. Pero esto no es divertido así que es mejor no reirse. Con esto me he dado cuenta de que el relato que tenía que escribir, el maldito relato, tenía que ser de humor y es que no tengo humor. Y cuando digo humor no quiero decir esos líquidos del cuerpo animal. Definición de diccionario, por cierto. Quiero decir, que no sé qué hacer para que la gente se ría. Aunque a veces es más fácil. Tanto como que una vez leí poemas en un bar y resulta que la gente se descojonaba. Pero lo peor era que eran mis más tristes poemas. Mis poemas de la época que yo quería considerar negra para tener algo en común con Goya. Es que a mí, Goya me gusta mucho. Se entiende que me refiero a su obra porque Goya, lo que es Francisco de Goya y Lucientes, está muerto y tiene que tener un aspecto algo así como siniestro. No sé si siniestro es la palabra adecuada pero ya sólo me quedan quince minutos para acabar esto y no tengo tiempo para buscar sinónimos. Total que siempre he buscado parecerme a otros. Por ejemplo, estuve a punto de cortarme las orejas. Por distintos motivos a los del tal Van Goth, pero sí deseaba yo obtener el mismo resultado. O acabar muriéndome en algún banco de estación. Pero luego conocí a Bukowski y creo que acabó conmigo. No puedo ni quiero parecerme a él. Por un tiempo pensé que no tenía más remedio, que no podía hacer otra cosa si quería escribir como él, pero luego me di cuenta de que para escribir como él lo que tenía que hacer era escribir como mí mismo. Así que voy poco a poco pareciéndome a todos siendo, ni más ni menos que Giusseppe. Como siempre, me quedo sin saber si esto es un final de un relato, esto es un relato o qué, pero bueno, eso ya lo aprenderé dentro de unos años, no tengo prisa. De momento, no queda más papel.

M-20010627.

Benidorm

El hijo de dios se hizo carne y materializó en la forma de una cabra montesa, pero con tan mala fortuna que el carro que la llevaba al matadero, de donde habría salido con un claro augurio de futuro, volcó. Este hecho, determinante sin duda para una cabra pero en absoluto algo importante en la vida de un descendiente de dios que se anda haciendo carne cuando le sale de las narices, provocó que la forma de cabra fuese a parar a los aledaños de un bingo en el centro mismo de Benidorm.
Fue allí mismo donde unos jóvenes californianos (o de por ahí puesto que, de hecho, resultaron ser de Utah) con camisas blancas impecables, por no decir impolutas, puesto que sí que habían sido polucionadas, tanto es así que de uno de ellos se llegó a decir que se masturbaba con tantísima frecuencia que no había forma de que consiguiese una erección, estos jóvenes, repito, encontraron al animal en la misma puerta del local, lo lavaron con agua de colonia, lo adoraron y lo metieron como su compañero en el antro de perdición que habían ido a exortizar.
Por si es un dato de interés, nadie les había pedido semejante cosa en esa gomorra feliz de playa sosa, pero allí estaban porque habían llegado y no creían posible irse sin el castigo ejemplar de los infieles.
Dentro del presunto antro, tan sólo seis ancianos levantaron la cabeza al ver al trío acercarse al mostrador donde un sujeto, que puede que luego pase a ser predicado o, incluso, predicador, volteaba un bombo que cagaba bolitas de marfil con incrustaciones de nácar negro. Anunció el tres y la trinidad se acercó con sus zapatitos resplandecientes golpeando el entarimado del pasillo que separaba las dos filas de mesas que ocupaban otras tantas filas de ancianos. Levantó la mirada y sonrió como quien está viendo un niño hacer una travesura y les preguntó qué habían ido a hacer allí, justo en el momento en el que a dios se le ocurrió gritar a su hijo que las salchichas ya estaban preparadas en la cocina y que si llegaba tarde iba a haber bronca y, claro, como que dios tiene la voz tan ronca, impresionó a algunos de los abuelitos que aún tenían algo de oído, pero dejó indiferentes tanto al predicador de la religión que se estaba a punto de inventar como a los dos pánfilos recién salidos del colegio que soltaron la cabra que, repentinamente, se había puesto algo nerviosa. Puede que sea verdad que si a una cabra la llama dios con su voz ronca le dé por ponerse nerviosa, incluso si no es su hijo, pero si además existe la amenaza real de quedarse sin cenar, entonces ya son palabras mayores, así que la cabra consiguió evadirse entre los asistentes al localbingohechoiglesia y se lanzó a correr hasta que un mercedes descapotable estampó su parachoques contra sus cuernos dejando un animal muerto al otro lado de la carretera que conduce a Calpe.
Tras el descubrimiento de dios como cabra madre, los apóstoles reunidos en un bingoiglesia subieron al púlpito e instituyeron el sacramento de las pelotas que caían y caían y caían conduciéndonos a todos hacia una vida mejor cuando había suerte y hacia el infierno de la desesperanza cuando no la teníamos, mientras veíamos como nuestros ancianos, los seis que habían mirado al triunvirato protagonista inicialmente, se retiraban a sus aposentos a descansar y lograr la paz espiritual necesaria para recordar el sabor de aquella forma que se cenaron después de soltar los cuernos incrustados en el parachoques del mercedes.
Al día siguiente, todos estaban envenenados, pero nadie lo sabía. La muerte, por tanto, no habría de llegar nunca con su carga de limpiahogar familiar y vivirían eternamente sin poder salir de aquel pueblo infernal que les ataba con cadenas de supermercados en varios idiomas. Aún, hoy en día, siguen allí, esperando el regreso del ángel exterminador que limpie los restos del último banquete que celebraron.

M-20010606

Volver

A los sitios a los que voy, en realidad ya he ido y ahora estoy, siempre, volviendo. Me temo que pronto voy a retomar el camino de vuelta, la cuesta de bajada después de mi cumpleaños que es la cima de mi vida, en la que ya he estado y volveré, despacio, voy a ir cayendo por el sendero del antitiempo para llegar, la final del camino al útero materno. Sé que ella estará muerta para entonces y tendré que escarbar en su tumba y enterrarme y entonces sacaré de mí el destino último, el único destino que puede llamarse tal porque no habrá forma de volver. Será la última huida, el único camino sin retorno, el círculo se rompe, la clase se termina, salgo y vuelvo a casa, a dormir para despertar una nueva mañana en la que volver al trabajo, volver a cumplir días, celebrar cumpleaños, parir nuevos poemas que irán siendo más cortos, despacio hasta hacerse silencio, hasta que un balbuceo los haga incomprensibles, hasta que unas gotas de baba en la barbilla suavice mi rostro, lo haga de nuevo puro como la mierda descompuesta de un recién nacido, el vómito de sangre que sale por mis labios, casi sin ser abiertos, al mundo desolado y recorreré a nado su vagina ya seca, su infierno inalcanzable que es mi infierno alcanzable, mi vida que se agota, por volver a la vida de la que ya salí.

M-20010530

Londres

Hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas. De hecho, creo que nunca en mi vida había comprado una de esas revistas que tanto se estilaba entre los adolescentes. Creo que tuve una adolescencia sin granos, puede ser, pero insana mentalmente. Tampoco vamos a exagerar ahora mi virginidad onanista, pero sí puedo decir que hacía mucho tiempo que no me hacía tantas pajas seguidas. Ya la edad no está para heroicidades ni hay siquiera falta de ni tiempo para ellas. En realidad hablo de heroicidad cuando quiero decir tristeza. El aburrimiento no es un estimulante que deje satisfecho el espíritu. El caso es que jamás habría previsto cuando me dijeron que tenía que venir a Londres que esto iba a ser lo más divertido, por decirlo de alguna manera, que iba a poder hacer para pasar el tiempo. Y ni siquiera así se dejaba el tiempo acelerar un poco. El muy imbécil se empeñaba en ir a la velocidad a la que crecen los olivos. Porque aunque por aquí no haya olivos, la comparación es perfectamente válida.
Llegué hace ya casi una eternidad que mucha gente conoce como semana. Después de un trayecto en coche alquilado desde Daimiel a Barajas, subí al avión que se alejó alejó alejó haciéndose más pequeño y con ello disminuyendo mi tamaño hasta la insignificancia. Así llegué a Heathrow terminal 1 con mi enorme portaequipajes que parece el de un duque por el tamaño, pero el de un excursionista por los vivos colores que elegí para no confundir con otro mi equipaje. Resulta que estos colores se han puesto de moda y ahora son tan comunes que eso me sucede con cierta frecuencia, pero eso es otra historia.
Con mi maleta de rueditas salí del aeropuerto hacia la puerta que me habían indicado en información donde podía tomar un autobús hacia un pueblo llamado nosecomo que empezaba con f (y no era fuck) en el que un tren me llevaba a Bracknell. Esto ya era entrar dentro del mapa que traía como indicación de donde se iba a celebrar el curso. Me sentía tan bien sabiendo que estaría en terreno conocido que no me daba cuenta de que me alejaba paulatinamente y mucho del centro de la ciudad. Una vez en Bracknell, una ciudad que no le recomiendo a nadie visitar, puesto que, aparte de tener unicamente industrias de las nuevas tecnologías, no tiene mucho que ofrecer, busqué un taxi y le pedí que me llevase a Crowthorne que es, en resumidas cuentas, donde ha estado mi centro de operaciones durante esta eternidad que antes mencionaba. El hotel, Waterloo Hotel, tenía el aspecto de una casa de reposo y, como luego pude comprobar, esto era exactamente lo que era, por más que algunos nos empeñaramos en tratar de hacer de este sitio un hotel para ejecutivos. No acababa de resultar verosimil encontrar maletines de portátiles y teléfonos móviles colgando de miles de corbatas mientras alrededor las ardillas de los bosques nos ignoraban completamente como si no fuésemos los amos del mundo.
Era domingo, como hoy, y yo estaba cansado y con dolor de estómago por un poco de resaca del día anterior que no había podido reposar lo que hizo que no quisiese plantearme nada más allá de la alimentación y la satisfacción del sueño. Preparé, no obstante, el material que podía necesitar al dia siguiente, portatil, móvil, cuadernos y bolígrafos, tarjetero y mi trajecito impecable de gris marengo, una corbata verde oscura discreta, lo cual es toda una excepción en mis corbatas, y una camisa de manga corta por si tenía calor de un tono verde pera que no resultaba menos discreta que la corbata y el traje absolutamente profesional.
Alrededor (de nuevo alrededor) todo verde. El campo se pierde en bosques a la primera ocasión que tiene de extenderse, el mundo es verde como los olivos del principio del mundo aunque no sea aquí muy apropiada la comparación olivar. Pero me da igual. Quería hablar de nuevo del olivo y ya lo he hecho.
Cuando hube terminado mis preparativos, decidí que era hora de cenar. No quería quedarme en el hotel para tener un poco la sensación de haber aprovechado el domingo, así que me fui dando un paseo, tranquilo, muy tranquilo, por la calle Duke’s Ride de camino a lo que luego resultó ser el centro del pueblo, si es que se le puede llamar así. En una esquina, un restaurante italiano estaba tentándome un recuerdo del fin de semana anterior en Roma con mi mujer, siendo un hombre tan feliz como lo puede llegar a ser un hombre enamorado y correspondido por una mujer semejante. No pude ni quise evitar la tentación que adquirió forma de lasagna y pan de ajo bien regado por un par de vasitos de elicsir de Baco. Bastante tinto, por cierto. Por supuesto, al cabo de un rato, los camareros ya estaban charlando conmigo, por aquello de la consanguineidad latina, especialmente uno de ellos, que resultó ser el marido de la dueña del restaurante, un tipo argentino y simpático que parecía más recién aterrizado que yo en esta tierra de Robin Hood.
Después, sin muchas más fuerzas restantes en mi cuerpo hispano, me fui de vuelta al hotel y me acosté. Dormí como una bestezuela lo que no había dormido esa noche anterior y quizás algo más, sobre todo si tenemos en cuenta que por muy tarde que se cene en esta zona, lo más tarde que puede uno acabar es a las diez y media. Esto da mucho tiempo por las noches, por más que el desayuno sea a las ocho en punto.
Ese día un taxi me recogió para volver a Bracknell, ese lugar irrecomendable, en el que comenzaba mi curso. Nadie me había dicho a qué hora daba comienzo así que supuse que a las nueve en punto, lo que resultó ser una predicción totalmente correcta.
Cuatro asistentes. Supongo que así nos podíamos sentir más especiales, más amos del mundo, pero las ardillas seguían sin entenderlo. En el caso de los suecos, uno de ellos realmente atractivo, tampoco los topos respetaban sus campos de golf donde entretenían sus tardes. Yo les envidiaba que tuviesen algo que hacer, una motivación, algo por lo que querer terminar el día, el trabajo… pero yo seguía sin encontrar nada que hacer. A pesar de que me había propuesto muy disciplinadamente traerme todos los deberes de mis clases de poesía y varias de mis lecturas, entre ellas a mi querido Gunter Grass que tanto pesa, un librillo recopilatorio de Poe para los ratos alegres y otro de meditaciones de Kafka para que no se pasen de alegres, supongo. De poesía, lo único que traje conmigo fue una antología que aún no he terminado de Apollinaire. Me dije, tengo el portátil así que puedo aprovecharlo y hacer algo de las tareas directamente en él, pero luego tenía una especie como de respeto o miedo a tocar algo de la empresa que no me dejaba concentrarme en no pensar, en no concentrarme, en escribir, en resumidas cuentas. De hecho, eso me está aún pasando mientras escribo esto y los dedos cometen más errores tipográficos de lo habitual y siento el teclado más lejano por más que esté más cerca y no lo aporreo como suelo hacer cuando tomo confianza… esto, de alguna manera, me paraliza un poco.
Después de tanto preparativo en el vestuario, yo era el único con traje y corbata en el seminario, posiblemente, incluso, en el edificio pero sentía, aún es más, que yo era el único con traje y corbata en el mundo entero. Esto era algo que podía pasar, presentido y para lo cual tenía incluso la respuesta preparada, así que no fue algo tan grave como para avergonzarme, pero sí para demostrarme que el mundo y yo seguimos caminando por sendas paralelas que se tocarán en el infinito de mi muerte eterna.
Ese día, el primero de los cuatro que duró el curso, las clases terminaron a las tres o tres y media y decidí volver al hotel a cambiarme de ropa y ver qué se podía hacer. No quise coger un taxi: frío medio de transporte donde los haya y preferí acercarme andando en busca de la estación de tren o la de autobuses y desde allí buscar una cómoda combinación a Crowthorne.
Lo más agradable fue volver en autobús coincidiendo con la salida del colegio de todas aquellas niñas insolentes con falditas cortas, camisas blancas y ese ligero toque de nínfula insufrible que tan irrestible me resulta. Afortunadamente, no tanto como para no caer en el pecado original o no tan original de violar alguna de ellas contra las paredes del autobús, bajo la mirada de sus amigas que están intentando aprender algo de lo que les pasará a ellas el día de mañana. Simplemente, sin más que algún pensamiento calenturiento, llegué al hotel y me cambié de ropa. Ese día me iría por ahí a conocer el pueblo. Si hubiese sabido lo que me esperaba conocer no sé si no hubiese postpuesto mi inspección todo lo más posible.
Más allá del Don Beni en el que había cenado la noche anterior, se extendía una calle llamada High Street (aunque igual sólo se llamaba High, de hecho, posiblemente, se llama así) en la que estaban los comercios. Los 16 comercios del pueblo. Porque no tenía más. Tres restaurantes, tres pubs, una oficina de correos, un supermercado, una gasolinera con tienda de productos varios, dos agencias de viajes, dos oficinas bancarias, una tienda de adornos joyas escobas objetos curiosos menaje del hogar, otra de caramelos y una última más bien indefinida que tenía la osadía de llamarse Mall. Esto, por supuesto sin incluir las tres iglesias, dos guarderías, el cementerio y el asilo de ancianos u hogar de la vejez, según la traducción literal.
El resultado de mi escrutinio fue una pequeña decepción que fue haciéndose mayor y más latente hasta llegar al punto en el que considero el aburrimiento como el estado natural del hombre en este pueblo. Especialmente, pude notar esto cuando el Viernes finalmente tuve ocasión de acercarme a la verdaderamente bulliciosa Londres de brazos abiertos y gentes alocadas, calles populosas, anchas avenidas, comercios multicolores, transportes públicos a discreción, cafeterías, personas muriéndose de hambre en el metro, o en las aceras, ricos comerciantes lanzando firmas bajo bodegones marrones de pubs de tres plantas con terrazas iluminadas, taxis, lanzallamas de alegría y tristeza, de vida y muerte, de miseria y riqueza, poder e impotencia, lujuria y más lujuria… pero esto aún no tengo que contarlo, para no alterar el orden cronológico o ilógico de la historia.
Entré en el restaurante indio de Duke’s Ride y pedí una comida que, por cierto, estaba delicios y al salir, fue cuando tuve claro que tenía que actuar, correspondía tomar alguna medida de precaución contra la inmovilidad de mis músculos y, dejándome llevar por la curiosidad, por la soledad, por el aburrimiento sobre todo y, también, por qué no, también por las ganas de descargar un poco mi semen almacenado desde hacía unos días, me atreví a comprar una revista en el establecimiento de la gasolinera.
La elección de la revista fue algo más difícil de lo que había previsto pues todas ellas parecían demasiado explícitas, como con poco hueco para que la imaginación de uno pueda entrar en el juego y participar en el proceso de excitación. Es más, de hecho, no me resultaban nada sugerentes las portadas ni en absoluto las imaginaba remotamente excitantes. Después de una costosa revisión de la colección que tenían (pues resultó que en esto sí tenían una gran variedad en este pueblo) me decidí por una en la que en la portada, al menos, se podía distingur a primera vista una mujer, en bragas y sujetador, haciendo juego a tonos rosas y una mirada seductora y juguetona. Creo, no obstante, que no es el principal atractivo comercial de estas revistas plagadas de fotos más bien extraídas de tratados de anatomía comparada.
Aproveché para comprar desodorante y una botella de agua pero no con la intención de quitar peso a mi adquisición principal que no era otra que la revista Men’s Only.
Una vez ante el mostrador, el chaval que tenía que cobrarme tenía una cara risueña y como cargada de picardía, de una picardía que yo no podía tolerar, le habría borrado la cara de un soplido o le hubiese sacado la polla delante de sus narices para decirle que a veces ella también tiene necesidades y no sólo mis sobacos, pero me abstuve de hacerme célebre en el pueblo y le dije que sí a un comentario que no entendí acerca de la compra y, sin más, me fui.
En el hotel, tumbado en la cama, con el techo mirándome, las paredes mirándome, la televisión mirándome, la cama grabando mis movimientos, reportándolos a recepción, pasaba las hojas de la revista intentando conseguir una excitación. Digo intentando porque no fue sino pasado un rato que logré que aquella poblicación sirviese para algo. Finalmente, mirando los ojos de la chica de la portada, me corrí.
La sensación conocida de vacío y tristeza me llevó a tiempos pasados, a una nostalgia de adolescencia aislada, triste y vacía, como si toda mi infancia hubiese sido una gigantesca paja que dios se hizo en la polla infernal de la vida eterna. Otra vez la vida eterna.
Afortunadamente, también me trajo el sueño y me dormí.
De esta manera había pasado el primer día de curso, el segundo de estancia en lo que mucha gente creía que se llamaba Londres y en realidad era Crowthorne.
El tercero de estancia y segundo de curso, o sea, el martes, comenzó de igual manera que el lunes y a la misma hora había terminado de desayunar unos huevos con beicon y un café con un par de muffins que no sé traducir. De cada desayuno, sustraía un tarrito de mermelada que luego hacía un viaje conmigo en taxi a Bracknell, asistía a las mismas tonterías que yo, escuchaba el mismo pavoneo que yo, esperaba a que el café de media mañana me permitiese llamar a Carmen, comía conmigo mientras yo comía enfrente al monitor a las doce en punto, como un buen y clásico inglisman. Por último, me acompañaba, como ese martes, a la estación de autubuses a coger el 194 que me dejaba en frente de Don Beni. Saludaba a mis conocidos y me dejaba caer por Duke’s Ride hasta llegar a Waterloo. Allí, el frasquito de cristal se iba con otros frasquitos de cristal con mermelada dentro que iban poblando el fondo del bolsillo de mi maleta. Yo, me iba solo.
El segundo día, martes, de curso, tercero de estancia, me decidí a ir a un café o a un bar a tomar una cerveza, comportarme como un auténtico inglés, así que tuve que decir que no a lo del café, y llegué hasta un local llamado Something Inn que tenía un par de tablas fuera en las que se podía estar sentado y aproveché para leer un rato a GG, mientras el sol se iba yendo despacio, como todo en este pueblo, por su línea de flotación y dejaba una claridad ambigua y fría en la que ya no me estorbaba. Disfrutando de esta calma, de esta soledad hasta aburrirme, se me acercaron tres muchachas, más bien jovenzuelas, una de las cuales, la más guapa que seguramente lo sabía, me preguntó en un idioma que me costó reconocer que si podía tener cincuenta pis. Tardé tanto en saber qué contestar que ella creyó que no lo entendía y me dijo, con un deje de altanería que si me lo escribía. Yo le dije que vale, le dejé mi cuaderno y ella me lo escribió (esto, después, me sirvió para un par de poemas, no está mal) pero yo seguía muy bien sin saber qué contestar, así que lo único que le dije es que los necesitaba y ella, entonces, ya sin muchas más palabras, dijo ok y se marchó arrastrando a sus dos amigas al fondo de la nada de la que habían surgido. Volvía a estar solo, en la mesa del exterior del BlahBlah Inn pero esta vez no estaba en calma, no dejaba de pensar en el descaro que había tenido esa mocosa para pedirme así dinero y en la falta de recursos en mi respuesta, la falta de ingenio, la brusquedad de mi derrota, vamos, que no pude seguir leyendo.
Por si acaso había suerte… este es un mal comienzo si no se cree en la suerte, me vine al hotel a cenar para poder aprovechar mejor el tiempo y luego escribir en el portátil o seguir leyendo en la habitación.
La cena en el hotel fue poco menos que mala. La cocina no parece muy interesante y la comida, en resumidas cuentas, de calidad pero preparada sin imaginación ni elegancia. Pero aproveché para escribir unas cartas a mis amigas desde la misma mesa de mi cena. Una forma insuficiente de sentirse algo acompañado.
El cuarto día de estancia y tercero de curso tenía que instalar en el portátil (para eso lo había traído, de hecho) la aplicación sobre la que me estaban formando así que, más que atreverme a escribir cosas mías o semejante, me dediqué a revisar el estado del equipo, a copiar la aplicación en el disco duro para que su instalación fuese más rápida, a tener presente todo posible imprevisto lo que, como su propio nombre indica, es imposible. Conclusión, no escribí lo que tenía que escribir para el miércoles que era este relato y no pude enviarlo al día siguiente. Como corolario de la conclusión, me sobró tiempo y me faltó tiempo para volver a practicar la única actividad medianamente placentera en este tiempo que me acompañaba aunque fuese en fotografías, que me hacía, por un instante, eso sí, sentirme menos solo para, un instante después, sentirme infinitamente solo, solo en profundidad y en extensión, en la distancia y en la hora, en el tiempo y el espacio, solo como sólo lo había estado hace ya tanto tiempo que no quiero recordarlo.
Tercer miércoles día de curso cuarto de estancia. Hacía tiempo que no disfrutaba comparativamente tanto del trabajo como ese día. Era mejor estar en ese edificio cibernético, frío y elegante, de corte inteligente y eficiente, seguro y limpio, azul y gris pardo, pardo como los pantalones de los fascistas, azul como los ojos de la muchacha de la media libra, era mejor estar encerrado que tan libre, tan libre como lo estaría cuando me devolviesen a mi realidad, a esa que no me estaba gustando vivir, ese turismo profesional que me preguntaba qué sentido tendría, cuál era la razón verdadera y profunda por la que yo estaba aceptando aquella vejación, aquella pequeñita alienación que muchos sé que considerarían privilegio. De nuevo, recuerdo la imagen de las paralelas que se tocan en el infinito.
A la vuelta al hotel, esta vez en coche por cortesía del compañero camarada instalador, me cambié de ropa, me quité la de la prostitución pues empezaba mi tiempo libre, y me fui al otro extremo de High Street a ver si había algo de la animación prometida, pues alguien me había mentido que en aquella parte el pueblo es más activo. Estuve cenando solo en un restaurante vietnamita, pero cuando digo solo quiero decir que yo era el único cliente. Y, en parte, puedo entenderlo porque no era nada sabrosa aquella comida más bien sosa y seca. Por supuesto, no se debe sacar de aquí que yo juzgo la comida oriental por el patrón de este local, en modo alguno, si bien al contrario, supongo que me extrañó encontrar un restaurante oriental en el que la comida fuese tan simple, que no sencilla, y desapetecible.
Volví al hotel intentando hacer que la calle se hiciese eterna, que el paseo fuese un paseo, pero no había nada que hacer: la calle diminuta no tiene manera de estirarse a esa velocidad tan lenta a la que pasan las cosas, si la luz fuese más despacio… pero resulta que dicen que la luz viaja a una velocidad fija y eso es lo que lo fastidia todo.
Por tanto, de nuevo otra vez temprano, demasiado temprano, en una soledad que no sabía manejar. En la cama, ya olvidada la revista por aburrimiento angelical, me dio por recordar a mi mujer, momentos que no puedo transcribir sin su permiso, su cuerpo insinuante que es tan superficialmente público como yo, sus curvas, sus senos, su risa, su dulzura, sus manos, sus besos, sus piernas, su culo vainilla, su sexo de miel, sabores, colores, texturas y además compañía, por fin, sintiéndome con alguien, aunque fuese conmigo mismo, con mi imaginación, con figuras de tango que bailaba en mi cuerpo, con pasos danzarines desnuda en el espejo, mi mano, poco a poco, me masturbó.
Quinto día jueves de estancia último de curso pues el día tercero nos habían dicho que daba tiempo a terminar en cuatro días con un poco de esfuerzo. Todos estábamos dispuestos a hacer ese esfuerzo. Especialmente yo, pues eso significaba un día libre para escapar de mi Elba, para ir a Waterloo, al de verdad, al de la estación de tren en Londres City, a ver pasar los coches por las calles, a lagrimear en los cafés mientras me perdía en la contemplación de alguna turista que ande despistada.
Las despedidas fueron poco más o menos gélidas. Como si no hubiésemos comido nunca juntos, como si nos acabásemos de conocer, como dos que salen a la vez de un autobús en el que han hecho un viaje de 20 kilómetros.
Yo volví a mi estación de autobuses, de ahí a Crowthorne y desde la parada al hotel. En el hotel bajé a tomar algo y leí un rato (ya había terminado a Poe y a Gunter Grass) de mi olvidado subjuntivista Kafka que resulta que no se consideraba kafkiano en el sentido de heredero de la tradición familiar y resulta que fue él, a partir de su vida, el que ha dado el sentido verdadero (único y verdadero) a esa palabra.
Por la noche, es decir, a las ocho, me acerqué a Don Beni donde quería tomar lo que suponía que sería mi última cena en este pueblo. Tal y como luego ha sido. Acabé tarde porque estuve hablando largo y tendido con el dueño del local, un siciliano más chulo que la mayoría de los hombres mortales, pero simpático y tolerable a pesar de ello. Tres copas largas de vino habían tenido la culpa (si es que esta palabra se puede seguir utilizando) de mi fluidez y atrevimiento.
Al final, casi en estado de embriaguez, me volví al hotel a dormir. Caí más bien rendido y a la mañana siguiente tenía que madrugar para coger el expreso X07 hacia Victoria Station.
Como un niño el día de su cumpleaños, esa noche apenas podía dormir, tanta excitación me producía el hecho de escapar por un día de este exilio, de esta prisión sin lindes, esta carcel en la que además había de ser mi propio carcelero.
Media hora más tarde que de costumbre, el desayuno, la consabida usurpación de material alimenticio, la despedida del recepcionista. La parada del autobús. Aún me quedaba media hora de espera, pero sabía que ya me estaba yendo, con esto, también un poco de vuelta a casa, un poco cerca de Carmen, de mi nosoledad, de mi Madrid de mis entretelas, de mis amigos y amigas, de mis cines, de mis calles, mi gente, mi miseria, mi tristeza descarnada y vital, metros y grupos de poesía, plazas terrazas, sol sin excepción, aire acondicionado, un baño que conozco, una botella de rioja en el trastero, sus besos, mis besos, poemas y libros.
Londres era un poco ese símbolo de final de recorrido, últimos metros, la meta está próxima, imagino sus piernas cayendo suaves bajo su vestido azul, el aire un poco atrevido se mete entre sus muslos y comienza a jugar, las bragas que no existen, el cuerpo se humedece, una garganta que traga saliva que sobra, saliva que hace falta, imagino en el baño, en el último segundo, en el tiempo de descuento, su sonrisa morena, su pelo alborotado, sus pechos puntiagudos, su piel insudorosa abrazando a la mía y el agua se agita, la espuma se evapora, movimientos suaves se transforman en ritmo, el ritmo caribeño en ritmo bacalao, tres últimos tambores estallan en el lago, una lava imparable destruye el universo, cadalso del dios padre, que se pierde él solito en la recta infinita que ya no es paralela, porque es curva infinita, circulo abierto, arco voltaico de mi felicidad, un fecundo adelanto de alegría inmensa, un adelanto, un caballo, un sueño que no cuento, un principio del fin.

Crowthorne, 20010526.

Una fiesta

Nevaba en la calle. La calle nevada era fría y desconocida. Yo no había estado nunca en esa calle nevada que era fría, desconocida y alejada de mi casa en Colmenar Viejo. Antes, cuando yo era más joven, vivía con mis padres en un piso de los nuevos de las afueras de Colmenar. Desde allí a la calle nevada había una distancia que parecía ingente. Ahora, aunque vivo en otro sitio y esa distancia sigue siendo la misma, parece ridícula la distancia entre la casa de mis padres y aquella calle en la que nevaba sin cesar, sobre los tejados de teja roja, el centro del pueblo al norte y el portal se dibujaba oscuro y marrón, como a punto de sucumbir bajo el peso inmanente de la nieve. Sin embargo entré a pesar de mi cobardía y subí las escaleras a pesar de mi cobardía y en el timbre de la puerta mi mano marcó una huella que ya se habrá borrado. Yo no iba solo y, quizás por ello, tenía más miedo. Mi hermana menor que a la sazón es mi única hermana, me acompañaba. La fiesta era de conocidos de ambos, chicas que estaban en mi clase pero que eran sus amigas ejercían de anfitrionas. Nos abrieron y supe que iba a ser una noche especial. Al traspasar la puerta, podían verse a derecha e izquierda dos habitaciones en las que el mobiliario había sido eliminado excepto un pequeño armarito en la sala menor, es decir, en la de la izquierda, cuadrada completamente, en el que se depositaba como la nieve en la calle un radiocasete al lado de un tocadiscos de los de plato ancho, de caucho negro, un alfiler o clavo surcando un vinilo de Nacha Pop. En la otra pieza, una mesita improvisada con dos tablones blancos sobre unas borriquetas soportaba las bebidas: un buen puñado de botellas de alcohol casi de quemar, cocacola, vino tan barato que nadie se atrevía a empezarlo y algunas unidades de sidra que simulaban el cava o champagne que nadie podía adquirir.
Pasado el tramo de las presentaciones, el hablar de la calle en la que nevaba, de felicitaciones de año nuevo que nos decía que el tiempo pasaba, curiosamente, el tiempo, se estancó. Harto de tanto esperar a que una muchacha a la que había ido a ver (pues yo en las fiestas no tenía otro interés que verla a ella, ver a mi querida líder de un cuarteto que no llegó a la fama más que a través de mis poemas), harto de que ella no hiciese todo el trabajo y me llevase a los lugares oscuros y sensuales de su casa o bien de su sexo, me senté. Al principio me senté en el suelo de la sala cuadrada, en el fondo más apartado y menos molesto de la habitación para que los que bailaban felices entre tanta gente pudiesen seguir bailando felices entre tanta gente. Me senté en un rincón y el rincón estaba mojado. Mojado y oscuro. Creo que lloré, pero apenas recuerdo ese momento. La mirada clavada en el suelo. Mojado y oscuro. La nieve fuera seguía cayendo. El mundo quería acabar conmigo y yo no sabía cómo luchar contra él. Seguí mirando el suelo por espacio de un tiempo eterno. Dios creó el cielo y la tierra, las galaxias infinitas, creó los campos y las flores, los terremotos, las mareas, el mar, los ríos, los peces y los anfibios, los malditos insectos, las lenguas de lava que formaban islas en la nada… porque también estaba la nada, la indecente nada que todo lo puede. Y pudo con mi ánimo y fue adueñándose de él como un agujero negro deformando el espacio de las supercuerdas. Mi cabeza estiraba una nuca casi hecha para el yugo, para la dominación del miedo, el miedo a estar sólo entre la gente, ese miedo que me atenazó y no me permitió darme cuenta de que ella se sentaba a mi lado y me hablaba, ese miedo que paralizó mis palabras, mis labios, mi lengua, mi pensamiento en la obsesión nihilista que me atenazaba. Agujero que agujereó la única oportunidad de salir del pozo, del agujero en el que agujereaba un suelo demasiado mojado y oscuro, alejado de la música, de Alaska y sus amigos… en Alaska también nieva, pero es de otra manera. El frío no viene de dentro de las pieles, viene de fuera, viene del norte, de un único punto telúrico que gobierna todas nuestras cabezas. Pero la tierra no es plana y sigue dando vueltas alrededor del sol y la luna da vueltas alrededor de la tierra y la noche se hace larga l a n o c h e s e h a c e l a r g a y comienza a amanecer y mi calabaza se convertirá en lo que cada noche se convierte y seguiré solo, una noche más.
Me levanto. Sigo sin pronunciar palabra. Desde hace casi ocho horas que no hablo. Mi hermana se acerca y me dice que se va. Voy al baño y nos vamos, ¿vale?. Y yo se supone que me voy con ella. Se va al baño y otros siguen entre la bruma bailando pegados. Giro con toda la fuerza de mi cadera, con toda la fuerza de mi peso, lanzo un golpe oscuro y húmedo contra la pared que me rompe un dedo y sangro. No hablo. No grito. El tiempo de irse ha llegado.

Fue una bonita fiesta.

M-20010509

Yo no lo hice jamás

Hay veces en que el yo se manifiesta en forma diferente, en una alejadísima tercera persona que se somete a la tortura infame del autor que es, ni más ni menos, que otro yo que no es él. Sí, este es el caso que nos acontece, el momento de la verdad que no es verdad, una realidad hecha ficción como un orangután que sabe escribir a máquina tecleando esta historia en la que yo sería el protagonista que no soy.
Él no paraba de repetir insistentemente que no lo hizo. Le agarraban con las manos, los brazos hacia atrás y le propinaban una paliza a base de bastonazos que previamente habían envuelto en un paño mojado para no dejar ninguna huella, ninguna cicatriz de la barbarie. No tenía más respuesta que su negación. Pero no parecía ser suficiente para evitar aquella carnicería sin sangre, aquel espanto de dolor bajo el agua cayendo, goteando en su cuerpo agotado, exhausto y húmedo, donde el sudor se confundía con las gotas precipitadas de un cielo mohoso.
Ellos eran cuatro fornidos militares vestidos de paisano. Pero habían olvidado quitarse unas botas claramente uniformadas que delataban su procedencia. Uno de ellos, el más débil, era el que organizaba el tratamiento, daba órdenes sin cesar, una tras otra, haciendo que Fermín no pudiese evitar asociar aquella voz con nuevos golpes.
El más alto, un armario de cuatro por cuatro, sujetaba sus brazos con unos dedos que parecían estar disfrutando el contacto, homosexualidad macabra que poseía tintes de sadismo se reflejaba en los dientes depredadores de la tenaza humana. Tras él, secándole el sudor, un hombrecillo diminuto pero fibroso que de cuando en cuando alzaba un bote de sales que lo excitaban hasta llegar al grito. Fermín repetía su única sentencia, para evitar avances nuevos en la sentencia que se estaba llevando a efecto. No debía de gustarles porque a cada afirmación negativa seguía muy de cerca una palabra del líder y a esa palabra, una contracción de sus omóplatos y un nuevo porrazo en las costillas propinado por el último que queda por describir. Un negro de casi dos metros de altura que con uno de sus brazos podría haber simulado la porra o bastón sin necesidad de ningún otro utensilio, pero que manejaba con su izquierda el bate improvisado. Tenía ojos de sangre, un pelo casi rapado completamente y un brillo en su piel que le hacía atractivo y feroz al mismo tiempo. Fermín no podía mirarle sin miedo, no podía soportar esa mirada fría llena de calor de agua evaporándose, una mirada asesina y tenaz, como de una máquina sin escrúpulos, un resorte de terror en cuerpo y alma.
Había sido detenido en un antro cuyas luces rojas indicaban la dedicación principal del lugar, el objetivo de los cuerpos de mujer moviéndose en las sombras. Era un prostíbulo de Ho Chi Minh en el que todo el mundo sabía que era posible conseguir drogas, armas y compañía. Él también lo sabía, pero no tenía otra intención que pasar un buen rato en su viaje por Indochina, un rato sexual en el que olvidar el desprecio, el asco, que su mujer le profesaba. Entre las cosas que le confiscaron, estaba una de las fotos de su primer hijo, ese pobre Fernando que siempre se callaba cuando sus padres discutían. Jamás había querido ir a trabajar a Vietnam, más bien por prejuicios que por otra cosa, pero sin embargo, cuando las cosas se habían puesto peor con Luisa, Fermín había acabado por pedir el cambio de destino que siempre había rechazado. Inmediatamente, le había sido concedido y hacía no más de tres días que había llegado al aeropuerto de la ciudad, del viejo Saigón, cuando había entrado en el burdel que su ayudante, su secretario personal, le había sugerido. Una vez dentro, había perseguido la razón de su visita, cuando aquellos energúmenos habían entrado llevándose a todos los que tuviesen aspecto de occidentales. Fermín, con su barriga, su calvicie avanzada y una barba de tres días, era más que un posible candidato a no ser ignorado. Entonces, les habían arrastrado hasta aquellos calabozos de barro y cañas en el que, tras aislarle del resto, le habían comenzado a preguntar acerca de sus relaciones con aquellas mujeres. Hasta el último estertor, Fermín no cejó de insistir en su frase tramposa de doble negación que le estaba costando la muerte sin siquiera entenderlo. Qué diferentes habrían sido las cosas con un buen traductor.

M-20010423.

Don Dinero

Paloma dijo “¡qué coño!” y me gasté 52 mil pelas.
Estaba en el café escribiendo y llegaron ellas diciéndome que tenían unas ofertas de vuelos magníficos a cualquier parte del mundo y mis ojitos empezaron a dibujar mapas imaginarios, lugares recónditos por conocer… ¡un regalo!. El año pasado había estado en París con mi mujer y decidí que este podíamos repetir algo parecido para su cumpleaños. Yo había pensado un regalo muy económico, y cuando digo económico quiero decir barato. Tan barato que prácticamente se puede decir que es o será gratis. Pero es algo que aún no puedo revelar incluso siendo un hombre tan público como las caras de los que salen en los billetes pues pretendo que algún día sea una sorpresa.
En la agencia de viajes fui expeditivo, como suelo ser, y en pocos minutos conseguí dos vuelos realmente a precio de saldo a Roma. Una ganga que no había pensado comprar esa misma mañana, cuando había salido de casa a mi querido Galache preocupado por si se me hacía tarde y sobrepasaba las temidas 12 de la mañana en que el precio del desayuno se dispara.
Este relato iba a comenzar con estas frases que me gustaban pero que he preferido variar:
Hacíamos cuentas, siempre hacíamos cuentas, no parábamos de hacer cuentas y pasar tiempo contando los gastos en nuestro último viaje. No hemos superado el presupuesto que llevábamos, lo cual es muy satisfactorio y de hecho, a estas alturas de la relación, hablamos de dinero sin que nos resulte bochornoso, sin que nos incomode ese tabú habitual y sabiendo que es algo útil y no una porquería; es un pequeño objeto (o grande, según) y sólo eso, puede ser una palabra, lo sé, pero de lo que estoy hablando es de ese objeto de comercio que sirve para intercambiarlo por cosas o almacenarlo, que es una forma de intercambiarlo por la nada que igual es otra cosa y, evidentemente, una palabra más.
Ahora que me he embargado hasta el alma para poder hacer frente a los pagos del mes que viene sin tener ni idea de si voy o no a cobrar mi nómina, ni de quién, ni si éticamente tengo algún derecho sobre ella, si es que es preciso tenerlo, ahora que vivo al borde de la quiebra pero no puedo declararme en suspensión de pagos, me lanzo a comprar a crédito batiente unas horas de vuelo, unos billetes azules y grisaceos llenos de anotaciones más bien borrosas que dicen que tendré que comer bocatas todo el tiempo que dure el viaje. Supongo que esas son las consecuencias de un “¡Qué coño!”: que no sé qué coño voy a comer ese mes, cuando el viaje acabe y tengamos que aterrizar, tengamos que vivir en esta realidad de ingresos y gastos, de facturas interminables y en el que alimentarse de amor no está permitido porque es ilegal.
Por otra parte, no es que haya ningún tipo de arrepentimiento en mis palabras, volvería a hacerlo y es que, como dice mi amiga Paloma, el placer de un “¡qué coño!” no te lo quita nadie y, en resumidas cuentas, ¿para qué coño quiero el dinero sino para usarlo?.

M-20010418

Una noche en Bangkok

Hace un año escribí una historia sobre una tarde en Bangkok en la que había sufrido la emoción de viajar en un tuc-tuc. Desde luego, eso fue emocionante en un sentido muy distinto a la triste despedida de George al amanecer.
El único sábado por la noche que pasamos en la ciudad de los diez días que estuvimos, mi amigo Iñaki y yo queríamos disfrutar de un poco de diversión. Pero había un pequeño problema, nadie en el mundo cree que se pueda hacer otra cosa en Tailandia que no sea turismo sexual, especialmente un par de jóvenes chicos occidentales.
Esa noche cenamos en el restaurante del hotel, pero procuramos terminar antes de lo habitual pues nuestras charlas se hacían interminables y tenían que pedirnos que nos retirásemos para poder recoger. Nuestra intención era terminar alrededor de las doce de la noche para luego ir al centro de la ciudad o a algún barrio divertido donde poder tomar unas cervezas, bailar un rato… algo que, según nos dimos cuenta, no era tan sencillo.
Cuando hubimos terminado, le pedimos al conserje en recepción que nos sugiriese un lugar a donde ir y nos indicó un lugar apuntándonoslo en un papel con membrete del hotel. El precio previamente convenido era de 500 bats, lo que equivalía a 2.500 pts. Además, acordó con un taxista el recorrido para que no nos perdiésemos. La tarifa del taxi también estaba prefijada en 100 bats. Mientras esperábamos la llegada del taxi, pregunté a nuestro ayudante sobre la posibilidad de ir a otra zona, pues yo había oído hablar de pad-pon, pero nos alarmó contra esto diciéndonos que en ese barrio mataban a más de dos turistas cada noche. Luego, llegó nuestra limusina y nos embarcamos atravesando el mar caótico del tráfico en una ciudad que no duerme nunca, un hormiguero de actividad febril y, al mismo tiempo, desestresada con una forma de paz interior que sólo es comprensible desde el punto de vista de la mentalidad oriental. Finalmente, nuestro chofer detuvo el vehículo y nos dejó salir haciéndonos señas para mostrarnos la puerta de una especie de garaje que parecía ser nuestro destino.
Bajamos del coche y este no tardó ni quince segundos en desaparecer y, con él, la única iluminación del callejón en el que estábamos. Así, que nos pareció una idea razonablemente buena acercarnos a la nave de puertas metálicas. Un hombre bajito nos preguntó si queríamos entrar a través de una rendija y contestamos que sí, pero cada vez nos gustaba menos la idea de seguir adelante.
Una vez dentro, cerró tras nosotros y quedamos enfrentados a un tinglado en el que se jugaba a las cartas y los dados en el suelo. Eran como unos diez hombres ruidosos que nos miraron un instante y luego siguieron absortos en su juego vociferando sin cesar en su idioma incomprensible. Al preguntar el precio al mismo hombre bajito que nos había abierto, nos dijo con una parquedad inigualable: 600 bats. Yo quise discutir o regatear el precio, pero el grupo de jugadores nos devolvió una mirada explicativa que me disuadió de seguir ese camino. Pagamos lo que nos pedían y nuestro pequeño guía nos dijo que la primera bebida estaba incluida. Canjeó nuestro dinero por dos tickets y nos encaminó a otra puerta, tras de la cual comenzaba el espectáculo.
Cincuenta pupitres como los de mi instituto rodeaban un minúsculo escenario pésimamente iluminado sobre el que una pareja se iban desnudando sin que se pudiese apreciar el menor atisbo de sensualidad, mientras hicimos efectivas nuestras bebidas en la forma de dos vasos de cerveza sucios y sin apenas gas que nos sirvió un camarero sonriente, que parecía querer decir “otros dos estúpidos que han pagado 600 bats por entrar aquí”. Agolpados aquí y allá, se podían ver grupos de turistas más o menos jadeantes enfrascados en la escena del centro del tugurio. Iñaki y yo decidimos irnos tras terminar nuestras cervezas, pero en el transcurso de la media hora que duró aquello, hubimos de insistir a diestro y siniestro para que las profesionales que vivían en la barra nos dejasen en paz. No parecían comprender cómo habíamos llegado a aquel sitio si no era porque queríamos sexo. La verdad es que yo tampoco comprendía qué hacíamos allí.
Cuando, por fin, salimos, estábamos abatidos y frustrados ante nuestro intento de pasar una noche de diversión sin pretensiones sexuales en Bangkok. Yo sugerí a Iñaki que lo diésemos por terminado y volviésemos al hotel, pero él era más cabezota que yo y no quiso darse por vencido. Gracias a esto, realmente, la noche no había hecho sino empezar.
Tras recorrer un par de calles dirigiéndonos hacia algún lugar más iluminado, encontramos un taxi y le pedimos que nos llevase a Pad-pon. Por horrible que fuese, pensamos, no podía ser peor que aquello.
Pad-pon no es más que un par de calles paralelas y sus correspondientes callejuelas perpendiculares uniéndolas, lleno de vida y negocio, inundado de bares especialmente pensados para el tipo de turismo que esperaban recibir. Pero aún así, no se encontraba la sordidez ni se sentía el miedo por aislamiento del antro del que acabábamos de escapar. Sin embargo, allí viví el que hasta hoy considero el acontecimiento más vergonzoso de mi vida.
Ocurrió en un pub en el que estuvimos charlando animosamente con el camarero, que tenía tras de sí unas mujeres bailando insinuantes con un número marcado en su diminuto tanga. Todos los clientes de los locales eran turistas occidentales, en su inmensa mayoría hombres y algunos de ellos tan ebrios que apenas se sostenían en pie. Uno de ellos se acercó a nosotros y con una voz áspera y grave, borracha y dura agarró al camarero por la pechera de su camisa y le atrajo hacia él escupiéndole en inglés que todas sus mujeres eran unas guarras pero que él quería la número cinco. Al camarero, visiblemente perturbado, le tocó sonreír y pedirle disculpas al tipo aquel que me avergonzaba tanto de ser occidental. Yo apenas me atrevía a mirarlo sintiendo que tendría una opinión generalizada de todos los occidentales y tan sólo volví a hacerlo cuando él me pidió fuego para un cigarro que no pudo acabarse pues un alemán había comenzado a armar bronca en el fondo del bar intentando llegar a las mujeres saltando por encima de la barra.
A modo de compensación, en estos bares, al menos, no éramos constantemente acosados por putas desesperadas y podíamos estar a nuestro ritmo, intentando tener una noche divertida. Así estuvimos hasta que comenzaron a cerrar la mayoría de los locales y encontramos uno que tardaría más en cerrar. En este, nos apoyamos en la barra y pedimos un par de cervezas. Estábamos charlando cuando un grupo de mujeres esculturales se acercó. Estaban como a su aire y no parecían prostitutas. Hay que decir que las mujeres tailandesas tienen una dulzura y una simpatía que las presentaban como las más bellas que yo hubiera visto nunca. Una de ellas, mientras yo pedía una segunda ronda, se había pegado a Iñaki y estaba restregándose a él tan insinuante que no quiso frenarla y siguió entrando en su juego. Por su parte, George vino hacia mí impresionante, descomunal, una mujer alta, de cuerpo moldeado como en un sueño erótico, labios carnosos, pelo negro suave, vestida con elegancia y graciosa, simpática, con esa simpatía tailandesa dulce y atractiva. Pero, como un monje observando el más ceñido celibato, le dije, antes de que convirtiese en palabras sus insinuaciones, que no estábamos interesados en ellas a lo que me respondió que, para que lo supiésemos, eran hombres.
Sin duda aquello explicaba tanta perfección. Iñaki mintió que ya lo sospechaba y se dio la vuelta para beber tranquilo su cerveza. El grupo se separó de nosotros pero siguieron en otra esquina del bar divertidas y alegres.
En la tercera ronda, la camarera, una preciosa tailandesa llamada Pat, me dijo que le gustaba mi amigo y me retó a las cuatro en raya con la siguiente apuesta: por cada partida que yo ganase, nos invitaba a una cerveza y por cada partida que ganase ella, Iñaki la besaba. Yo se lo expliqué a Iñaki que estuvo de acuerdo y como yo no perdía nada, comencé a jugar, tranquilo y contento, pero hay que decir que el juego de las cuatro en raya es casi el deporte nacional tailandés, con lo cual mi escasa experiencia hizo que poco a poco, se fuese creando un vínculo que habría de durar toda la noche entre Pat y mi amigo. De hecho, en un momento dado, George, que me vio solo, se acercó y me dijo que si jugaba con ella. Yo accedí pues estaba empezando a aburrirme y así, los cuatro, seguimos un buen rato hasta que Pat tuvo que comenzar a cerrar el local. Para entonces, Iñaki y ella acordaron irse juntos a dormir a nuestro hotel, pero había un problema: él y yo compartíamos habitación con lo que se me hacía algo incómodo, por no decir imposible, volver con ellos. Pat habló conmigo y con George y le pidió que se quedase conmigo un rato mientras ellos se iban a la cama. Yo por mi parte no tenía ninguna objeción aunque creo que a George le había quedado claro que yo no quería nada sexual con ella.
Compartimos un taxi que les dejó en el hotel y George y yo seguimos camino bajo sus indicaciones. Así, acabamos por entrar en una gran discoteca en la que poco a poco descubrí que yo era el único occidental y nos fuimos a sentar a un reservado oscuro y confortable.
Estuvimos hablando de sus aficiones, de su novio que se había ido a una isla paradisíaca llamada Phuket, en el sur del país, dónde ella ambicionaba vivir algún día. Hablamos de mis problemas de comunicación con mis amigos, de mi frialdad, de su país, del mío, de la forma de divertirse y, poco a poco, fui consciente de que se enamoraba de mí. Al principio de una forma sutil y delicada, después sus miradas se hacían más sensuales pero seguía siendo respetuosa con mi decisión. Noté que nuestra relación se había hecho más cálida, más táctil y que entre nosotros había una intimidad que no tenía con muchos a los que consideraba habitualmente mis amigos.
Cuando comenzamos a hablar sobre el trato de los occidentales a las mujeres tailandesas, ella comenzó a llorar en unas lágrimas gruesas y calientes que caían en mis rodillas. La abracé y le pedí que me abrazase para que pudiese llorar con calma y largamente. Su amor se desbordaba y yo podía notarlo, podía notar cómo me iba amando por momentos pero seguía sin tan siquiera volver a insinuar un cambio de actitud.
Pasado un tiempo, el silencio ahogó su llanto y en la pista estaba sonando un ritmo bacaladero agresivo y duro, pero yo me sentía como en una nube y le pedí que bailase conmigo. Ella accedió pensando que yo no me iba a atrever a meterme en el centro de un kilombo semejante como aquel y más siendo el único diferente en ese lugar. Pero se equivocó. En medio de todo aquel gentío, la agarré por la cintura, talle duro y orgulloso, y comencé a seguir el ritmo con pasos de merengue encontrando que se adaptaba perfectamente y fue divertido y seguimos bailando y comenzamos a reírnos de todo, de la tristeza que sabíamos de dónde provenía sin necesidad de hablarlo, de la situación medio cómica de estar bailando bacalao a ritmo de merengue en medio de una multitud que nos miraba absorta, pero, sobre todo, nos reíamos porque era divertido y llenaba los pulmones de aire nuevo.
Unos besos surcaron la noche, labios calientes que se unían para beber lágrimas mutuas. Tras esto, emergencias de autocontrol que mantuviese mi calma. Nos dirigimos a la barra a por una cerveza más, pero yo ya no tenía más dinero. Ni bats, ni dólares ni nada de nada. Ella me dijo que no importaba y le pidió un par de botellas al chico de la barra, que resultaba ser un conocido suyo. Me contó que hacía mucho tiempo que no iba a ese sitio, que desde que había cambiado de sexo, su vida también era algo diferente y no solía salir por bares de heterosexuales como aquel pues mucha gente no lo veía con buenos ojos. Prejuicios universales.
Las últimas botellas cayeron rápidas por mi garganta seca, presa de un calor asfixiante tropical. Sabía que había pasado mucho tiempo, así que le sugerí regresar al hotel y ver en qué condiciones estaban las cosas. Ella no puso objeción alguna y, de hecho, fue la encargada de conseguir un taxi al que tuvo que pagar. Nuestras manos se entrelazaban bajo las miradas sorprendidas de un taxista inquisidor. El peso de los párpados hacía difícil mantener sus ojos en los míos. Nos mirábamos casi sin palabras. De cuando en cuando, un comentario triste, una apelación de ternura, salía de su boca para pedir consuelo sin pedir consuelo. Todo lo incomprensible se comprendía, estaba comprendido. Ambos sabíamos lo que teníamos que saber.
En el hall del hotel, inmenso y barroco, buscamos una cabina desde la que telefonear. Habitación 634. Iñaki, pasado un rato, contestó con su tono casero y euskera, mientras yo le decía que si podíamos subir. Una vez en la habitación, Pat se intentaba hacer la dormida en la cama de Iñaki y este, a su lado, estaba desprovisto de toda ropa. La noche parecía haber sido bastante intensa, a juzgar por el olor reinante en el cuarto aquel. George y yo nos sentamos en la mía a la espera de que Pat se quisiese dar por aludida y se vistiese para irse. Claramente, no quería. Yo insistí en que se fuese porque necesitaba dormir y, entre esperas y gritos, las manos tranquilizadoras de George me acariciaban la espalda. Me giré y nos besamos, ante el estupor de mi amigo que no entendió aquello y creyó que queríamos ahora la habitación para nosotros. Con su típica naturalidad, solucionó la situación con una propuesta que a él le pareció apropiada dada su visión de las circunstancias. Nosotros en una cama y ellos en otra. Así que tuve que ser de nuevo contradictorio y decirle que no era lo que estaba pensando y que necesitaba dormir.
Ha pasado mucho tiempo y sé que no recuerdo todos los detalles, pero sí le sigo agradeciendo a George su comprensión, su paciencia y su inestimable ayuda pues fue ella quien le dijo a Pat que, por favor, se fuesen, que necesitaba que la acompañase y con tanta insistencia que acabó por persuadirla.
Mientras Pat estaba en el baño, mi tierna enamorada y yo intercambiamos direcciones para escribirnos y me instó a visitarla a la vuelta de Australia, si es que volvía, para pasar un tiempo juntos. He de reconocer que llegué a pensarlo como una oferta tentadora, pero decliné cualquier cosa que pareciese un compromiso.
La compañera de Iñaki salió del lavabo y se despidieron. Besos y un abrazo, sin que mi amigo saliese de la cama.
Yo, galante como siempre, por si tenían algún tipo de problemas, decidí acompañarlas a la salida del hotel y, justo allí, en un callejón que salía bajo unos toldos trenzados de caña, me invitaron a desayunar. El sol hacía rato que despertara y el calor comenzaba a ser el cotidiano. Los bollos estaban calientes sin necesidad de calentarlos, el café, por contraste, estaba frío. Pat nos preguntó qué habíamos hecho y George le estuvo contando nuestra noche con todo lujo de detalles mientras me miraba con un cariño relajado y triste. Sus grandes ojos dejaban, de cuando en cuando, rodar una lágrima que me enternecía y me emocionaba hasta el punto de que cuando nos levantamos para despedirnos, no pude evitar llorar yo también. Su pecho se clavaba en el mío y su congoja en la mía.
Al alejarse en la calle, nuestros brazos seguían unidos, luego se fueron haciendo mayores las distancias, las manos se agarraban, los dedos se tocaban, un último corazón besó otra yema, ojos en la lejanía que se dijeron adiós.
Nunca más la he visto de nuevo. No volví a Bangkok más que por el transcurso de una hora, en mi viaje de regreso y no creo que volvamos a encontrarnos, pero aquella silueta de mujer, altura de hombre, aquellos bailes divertidos, besos de plomo cargados de ternura, la aventura de recuperar una cama para no llenarla de sexo, su despliegue incomparable de comprensión, su tolerancia, aquella mirada triste enamorada del último momento, no me será fácil de olvidar jamás. Quizás no quiera, pues sigue siendo el mejor recuerdo que puedo mantener de una curiosa noche en todos mis sentidos, de una noche en Bangkok.

M-20010409

Esto no es una broma