La conferencia

Hoy tuve que impartir una conferencia. Toda la presentación estaba muy bien organizada y yo me sentía satisfecho y tranquilo, dejándome llevar por mis propias palabras, hasta que mi estómago comenzó a hablar.
Al principio, noté como mis tripas se movían pidiéndome a gritos que acelerase el discurso pues querían intervenir. Yo me llevaba la mano con discreción a mi barriga intentando mantener la calma y apretar el abdomen para que se mantuviese callado. Pero no pudo ser. Poco a poco me veía obligado a hacer menos pausas entre las transparencias no transparentes del power point y elevar ligeramente el tono de mi voz sospechando que mi audiencia podía distraerse.
De hecho, uno de mis compañeros, me miró con una mirada en la que pude leer complicidad y eso significaba algo. Algo se estaba notando más allá de mí mismo. Él lo había notado. Se me aceleró el pulso y la charla pasó a ser arrebatada. Mis palabras apenas eran comprensibles pues se juntaban disparatadamente y los concurrentes se miraban entre sí.
De repente, aprovechando un segundo en que hube de parar a respirar, mi estómago emitió un terrible quejido seguido de un gorgoteo misterioso y cavernoso. Yo quería morirme pero allí estaba, delante de 18 tipos que me miraban comprendiendo, ahora sí claramente, la velocidad de mi exposición.
Como si nadie hubiese oído nada, apreté el botoncito del ratón que daba paso a la siguiente diapositiva.
Me quedé un segundo en blanco y me vi forzado a mirar mis notas acerca de lo que estaba contando. Fue cuando él, mi víscera chillona, volvió a levantar en la sala un alboroto impresionante. Parecía un ruido de otro mundo en cuadrofenía, un estruendo proveniente de las cuatro paredes como para devorarnos.
Los asistentes mostraban sonrisas contrahechas en un intento de no desbordarse en carcajadas incontenibles. Yo, sin embargo, no podía dejar de temblar y cuanto más temblaba, más sonaba mi barriga.
Uno de ellos no pudo aguantar más y dejó que la risa lo invadiese, soltando una de esas risotadas contagiosas que empezó a surtir efecto.
Intenté proseguir con mi ponencia cuando un pantagruélico sonido envolvente procedente del fondo de mi cuerpo les abrazó a todos como poseídos en una mesa de espiritismo y, dándome por vencido, me dejé caer cabizbajo apoyado al proyector.
Ya todos explotaron en un carcajeo generalizado que hacía brotar sus lágrimas por el intento de resistirse contra la naturaleza por un tiempo superior al recomendable.
Uno de ellos, el más vehemente, dejaba ir y venir su cabeza cana hasta que en una de sus sacudidas su peluquín salió disparado contra mí que estaba sumido en la más negra desesperación.
Esto, al contrario de lo esperado, acució las risas de los demás, separándose en agudos alaridos femeninos o graves y penetrantes carcajadas varoniles, provocando que algunos, descuidando totalmente los estribos, sufriesen fuertes ataques de tos.
Incluso otro, en un golpe contra la mesa intentando atajar su incipiente ataque cardíaco, o quizás pretendiendo llamar nuestra atención perdida, dejó escapar un arggg incomprensible mientras el compañero que tenía a su lado buscaba por el suelo su dentadura.
Varios de ellos demostraron las capacidades acústicas de sus ventosidades sin control y, entonces, reponiéndome en completo estado de demencia, me percaté de la armonía de ritmos que me presentaba el campo de batalla e improvisé el resto de mi perorata cantando un aria a la seguridad en Internet.

M-20001220.

La rebelión

Ha entrado un homeless a este café y ha gritado – ¡Todos al suelo! – y nos hemos tirado con las panzas llenas y temblando. Ha disparado seis tiros contra el portero y se ha ido corriendo.
La policía acaba de llegar y no lo entiende – ¿No ha robado nada – y aunque yo les digo que el jueves pasado el vigilante pateó al asesino, ellos me preguntan que si soy testigo.
No entienden nada y salgo corriendo.
Me gritan – ¡Alto! – pero no lo oigo. Un disparo atraviesa mi cráneo.
Las últimas lágrimas empapadas en sangre firman abajo, en el suelo, mientras me muero.

M-20001114

Rebelión

Por más que insistía en escribir con b, la absorción me salía libertaria y se avsorvía.
Soberbia era sovervia y soverana, haviéndose leído la constitución, creía que podía suvstraerse a sus compromisos, y en una rebuelta armada, decidió que, de ahora en adelante, iva a bestir siempre paños menores.
No quiso entender que avría una vrecha tremenda en la palavra y rumiava una benganza sin sentido, por no decir avsurda.
Así que, poco a poco, mis bocavlos ivan quevrando mis relatos, comían y vevían sangre de escritor desesperado y me tubieron, como aora, completamente, a su merZeD.

M-20001114.

Mi primer amor

Follarse a la Dori era competir a natación contra una legión de ladillas. Era la puta más sucia del barrio, y eso que en el barrio donde crecí, creedme, realmente había putas muy sucias.
Yo la conocí a los dieciocho años. Era el hazmerreír de mi familia. Una preocupación más: No salía nunca de casa, ni siquiera había querido salir con una chica. Escribía libros y libros de poemillas que ahora he tirado a la basura. Estaban tan viejos y escritos en un papel tan sucio que no ha resistido el paso del tiempo. Como la Dori. Mi padre quería que fuese como él, un triunfador, ¡un hombre! y se le llenaba la boca hablando de sus años en que era joven y ya mantenía a mi madre y aún le quedaban fuerzas para sus amigos y algunas juergas.
Sin embargo, yo era un enclenque niñito de papá criadito bajo su protección (y mucha más bajo la de mi mamá). Creía en el amor casto y puro, en el amor sin sexo, en el amor eterno, en el amor bajo la luna, las estrellas, creía en tener mi primer amor con una niña-mujer que me quisiese, un amor correspondido. Pero mi padre no.
Cuando terminé el examen de selectividad (con buenas notas, claro) él insistió en regalarme algo que no iba a olvidar jamás. Y acertó, porqué jamás lo pude olvidar.
Me llevó a un partido de fútbol del Real Madrid contra un equipo holandés, creo que era el Ajax, pero no lo recuerdo. El caso es que a la salida del campo, me lo dijo:
Va siendo hora de que te hagas un hombre de verdad.
Yo no entendí muy bien a lo que se refería hasta que nos fuimos acercando a casa y se saltó la entrada a nuestra calle. Empecé a sospechar lo que tenía preparado. Claro, pensé, no podía ser sólo lo del fútbol.
En mitad de la calle que llegaba a mi antiguo instituto, en la pared de la iglesia, solía estar apoyada la Dori. Su pelo negro y mugriento caía por su cara acompañando una serie de churretones y restos de comida que de algún modo habían ido a parar allí. Su mirada, pretendidamente sensual, resultaba miserable y frustrada, pero, aún así, incomodaba mi virginidad amenazada. Era delgada hasta parecer frágil, vestía juvenil, con unos pantalones vaqueros raídos y una camiseta ajustada, intentando exagerar unos pechos apenas perceptibles. Pero a pesar de su aspecto, sabía que era mucho mayor que yo. Seguramente, ya tendría más de veinte años.
Mientras intentaba encontrar en ella un resto de ternura por donde contraatacar, mi padre cerró el trato en sus oídos. Yo debía entrar tras ella en una pensión donde vivía o trabajaba. No me atreví a decir ni una sola palabra. Cabizbajo, morían mis sueños de novias vestidas de blanco, mis lunas y mis estrellas, mientras subíamos los peldaños desgastados de unas escaleras de madera rodeada de una espiral de yeso desprendiéndose por la humedad.
Al entrar en su cuarto comenzó a desnudarse. Mis ojos no podían desclavarse del suelo. Su camiseta cayó justo delante de mis pies y quise apartarla, pero me di cuenta de que estaba paralizado. Ella se arrodilló y desabrochó mi pantalón. Mis manos caían a los lados, muertas y sudorosas. Resbaló mi vaquero que siempre llevaba ancho. Arañándome sin intención, me quitó los calzoncillos. Tiró de una mano y me llevó a la cama. Un saco de muelles mal paridos que se clavaron en mi espalda una y otra vez. Ella a horcajadas sobre mí, comenzó a jugar con mi polla hasta conseguir una erección de la que me avergonzaba.
Luego, sobre el crujir del catre, cambiamos de postura. Dirigió el miembro firme hacia su hueco seco y duro como cartón y, al seguirlo con la vista, pude temer innumerables muertes, pero no me moví. Casi inmediatamente, dentro de ella, eyaculé sin poder resistir, sin pasión y sin ganas, o demasiada represión.
Todo el resto de fuerzas que aún quedaba en mí, desapareció. Mis manos aún seguían colgando a los lados del jergón cuando ella ya se había vestido. Entonces habló por primera vez, sí, por primera vez oí su voz diciéndome:
Mocoso, vístete que ya te puedes ir. – Y entre risas molestas, yo me incorporé y ella añadió – Te estaba haciendo buena falta, ¿eh?.
Regresé a casa sólo y llorando, triste y sin futuro. Mi madre hizo como que no sabía nada y miró hacia otro lado mientras mi padre seguía viendo el televisor y yo me encerraba de nuevo en mi cuarto de dónde no salí en tres días.
Dos años después me marché de casa para no volver. Viví solo un tiempo; seis años con una mujer a la que quise como a nadie y luego me dejó; volví a vivir solo, esta vez en Sydney donde conocí una canguro fascinante que casi me atrapa entre sus redes australes; caí bajo el embrujo de una brasileña a quien pedí que se casara conmigo; volví a mi tierra; conocí otras mujeres… pero siempre ando buscando algo que sólo entre la sordidez y la pena de aquella vez tuve y nunca jamás he vuelto a encontrar. Mi primer amor.

M-20001024.

El origen del atardecer

Esta es la historia de un trenecillo de vapor que vagaba por el cielo debajo de las nubes inmaculadas que recortaban el azul del cielo.
Aprovechaba las pequeñas gotas que dejaban filtrar las partes bajas de cirros, cúmulos y estratos para obtener el líquido que iba evaporando. Repostaba agua de lluvia que rellenaba la caldera hasta la próxima ocasión.
Caía, se dejaba caer, desde la estratosfera en circuitos alocados desde los sublimes y gélidos cirros deshilachados y claros a caliginosos cúmulos inferiores, abrazados a las cimas de los montes y los edificios altos de las grandes ciudades.
El maquinista, un apuesto canoso de cuarenta y tres años, se desvivía por aquella montaña rusa infinita, silvestre, voladora; incluso aunque esta vez no llevaba pasajeros.
Un rastro de vapor blanquecino se dibujaba en las panzas abultadas y grises de la nubarrada contenida. Sendero lechoso de nata sobre asfalto.
Mas un día alcanzó un desierto donde el sol imponía un reinado eterno y cruel, quebrando el suelo en mosaico marrón de tierra muerta.
Pasaron horas de bochorno infernal que fueron devorando voraces el hálito cálido y difuminado de la locomotora negra.
Comenzó a precipitarse.
Rápida, gravitatoria, presuponía un final aciago en un siniestro zepelino.
El operario reaccionó apresurado y lanzó su transpiración al hogar. Toda su ropa impregnada de sudor resultó un consuelo efímero a la nave de las nubes.
En el intervalo, tuvo tiempo para percatarse de que el único resto de humedad estaba en él.
Ella volvió a desplomarse como una bola de cañón y él no pensó en arrancarse la pierna izquierda y extraer la sangre con la que abastecer la caldera.
Después, un brazo.
Más tarde, sin parar de actuar, segó su otra pierna y rasgó las venas del brazo derecho permitiendo que las gotas ínfimas, minúsculas, atravesaran la garganta de la chimenea.
En el fondo de sus ojos vio una tempestad en lontananza y decidió darse por salvado pero el plasma se consumía vertiginosamente.
Con toda la determinación de que era capaz, se yuguló sobre la boca ansiosa de la máquina celeste.
No logró ver el celaje que absorbió su savia.
Con el nuevo camino, las bajas neblinas se tiñeron de rojo. Desde un naranja cálido se difuminaban rosas las estrías de las nubes.
Alguno dio a entender que era el más bello ocaso contemplado; la sugerente puesta de sol que caía dejando surcos de luz de azafrán. Otro, el fenómeno atmosférico más cautivador del hemisferio. Un tercero, el amanecer que justificaba el haberse despertado…
Pero tú y yo sabemos que esa bruma es sangrienta, que los rayos rosados van teñidos de vida y de muerte; que los algodones contienen la última hemorragia de un sacrificio inútil.
Tú y yo sabemos que el precio de esa belleza fue elevado.
Y ahora a dormir, que el cuento ha terminado.

Cuento para noches blancas
en que te acuestes mirando las nubes bajo una ventana
al tiempo que cae la noche,
empujando al sol fuera de su sitio.

Un cuento de un día

Un día iba andando por la calle cuando, repentinamente, alcanzó la esquina del fin de semana.
Se sobresaltó ligeramente al encontrarse con el sábado y, algo turbado, siguió el camino como si no pasase nada. Cualquiera que le hubiese mirado el semblante, pálido y, no obstante, tenebroso, se habría percatado de que algo le ocurría. Sin embargo, nadie lo encontró.
Pasó una noche de sábado casi alocada y llena de juventud. Como si tuviese fuerzas para resistir noches irresistibles. Se sintió reconfortado por el giro a derechas de la madrugada y se despertó un domingo que esperaba soleado y azul. Porque los domingos son azules como el ojo de una pupila fría. Especialmente en estos fríos meses de invierno.
Pero este día se levantó brumoso y soñoliento. El día había que aprovecharlo igualmente y continuar una marcha sin sentido pero con final.
Nuestro día pasó corriendo por un fin de semana o principio, según el país, en el que la oscuridad se fue haciendo más y más obvia.
De este modo entró en un lunes que siguió siendo difuso y trabajador. La mañana casi había despedido los rayos de la luna cuando el sol tímido no se atrevía a asomarse. El muy dormilón…
Los labios de una nube besaron el día y este se estiró con la fuerza de veinticuatro horas.
Dos pasos. Niebla.
El lunes nublado fue descargando unas gotas de agua en forma de aire respirado. La lobreguez aumentó, in-crescendo, como un jersey de lana de grises degradados. Alcanzó una garganta nocturna y negra que llenó el día.
Cuando el martes comenzó, apenas se podían distinguir contornos entre las formas del día que amanecía cansado y como sin fuerzas… ¡Qué lejanos parecían los alegres momentos del sábado a la noche!.
La pereza inundaba sus músculos temporales y se apoderaba de las ganas de moverse. “¿Por qué?” – remoloneaba – “¿para qué?”.
No había respuesta ni eco en el fondo impenetrable, insondable de un martes lúgubre como ninguno.
El día fue avanzando agotado hacia el penumbroso final del periodo marcial, plazo de Marte, guerra negra y muerte eterna… cargado con unos pensamientos densos y funestos que invadían su alma apesadumbrada.
Aún así, logró rebasar la medianoche y entrar, como triunfal de sí mismo y del destino, en un miércoles que auguraba tenebrosidad.
Efectivamente, la niebla que rodeaba el día desde el lunes se había hecho más consistente y compacta hasta el punto de poderse atrapar las palabras en sólidos magmas de plomo.
La energía abandonó al día a su suerte y se escurrió diluyéndose entre la sombra.
El día sintió el punzante aguijón de la muerte. Se estaba acabando… no había más tiempo ni más momentos… reflexiones aciagas se acumulaban macizas sobre él. Soñó una vida nueva, un despertar de sol y sones nuevos, como caballos de crines verdes en un campo de trigo azul. Soñó un despertar a un mundo digno para la vida, digno para cada día, para todos los días… pero despertó.
Había pasado una noche insoportable y cruel entre latidos de su propio impulso y presiones de un exterior apretado y viscoso.
Súbitamente, se encontró cayendo por un acantilado de profundidad incalculable pero podía también notar como el astro rey calentaba su cuerpo y como, este día, era renovado y revivido.
El miedo por la caída fue haciéndose más y más certero. Un día no podía resistir golpes semejantes, y menos teniendo en cuenta el contraste con el agotamiento de las jornadas anteriores.
Finalmente, junto unas ramas de arce verdes, al lado de un río de aguas transparentes y cristalinas, donde bebía una bella garza que se dejaba acariciar por brisas de olores frescos, el día sucumbió y originó un profundo rectángulo en los calendarios del mundo que ahora se conoce como Jueves.

Yo no soy un amante de la muerte

Desde hace veinte años he madurado la idea de la muerte. Me he consolado a ratos pensando que la mayor parte de la población también lo ha hecho. ¿Quién, en la juventud, no ha soñado con su entierro?. Pero mi obsesión con el tema alcanzaba cotas patológicas. Barajé el suicidio como salida de mis problemas desde mi primera derrota sentimental, hace dieciocho años. Entonces no creía en el poder de atracción de la tierra y si en el del infierno. Vendí mi alma al diablo, encarnado en manos de una encantadora y atractiva joven llamada Rosa, por tan sólo cinco duros. Ella pensó que bromeaba. Yo no. Pero, por supuesto, no pudo hacer uso de mi alma… hasta hoy.
Le compuse un poema sobre el mostrador, cuando yo trabajaba en un local de juegos recreativos, mientras sus labios carnosos besaban a otro. Manolo era mi amigo, pero conocía a Rosa y también le gustaba. Ella debía saber algo, pues cuando le besaba, me miraba de soslayo como queriéndome dañar. Por eso supe que era la encarnación de Satán.
Junto al mostrador le di el poema y los cinco duros y ella se burló infinitamente. Su desdén no hizo sino desatar mis ganas de muerte, de autodestrucción.
Me lamenté de no haberlo hecho unos meses después, cuando entré en la universidad y encontré una nueva encarnación del mal. Esta vez se llamaba Miguel Angel y estaba casado con una mujer irresistible y fatal llamada Helena. Yo soñaba ser Paris; que él fuese Menelao. Fue así: Ella acabó con él.
Mis primeros besos morían entre las tinieblas del miedo a mí mismo. Al menos, unos versos poblaron hojas secas el verano, única etapa misógina de toda mi vida.
Ese otoño, redacté mi primer testamento: En pleno poder de mis facultades mentales, dispongo que todo lo que tengo…
Tonterías de adolescente. Ahora sé que todo lo que tenía era la vida y ya es tarde.
Luego, tuve la desgracia de ser feliz: Habría de dejar de serlo. Seis años de altercados y coches que se acercan con terror a las cunetas, acercándose tanto al barranco que terminé por cogerle cariño y lamentar la aparición de aquellas vallas inútiles pero claramente disuasorias.
Una emigración lavó mis pecados en el Ganges y me hizo recapitular. Valoré las alternativas. ¡¡La imaginación al poder!!. Mientras tanto, un invierno viejo había terminado en el calor austral del trópico de Cáncer.
Tuve la desgracia de sentirme vivo: Habría de dejar de estarlo.
Desde entonces, el implacable tiempo ha quemado mis naves. Se ha consumido mi plazo como cigarrillo en un cenicero. He releído mi contrato de venta del alma, mi estúpido presupuesto de existencia del diablo y me he reído tragicómico de un final anunciado. Quienes compraron entrada, han podido venir a verlo.
Hoy, séptimo viernes del año 2000, he comprado una pistola en una tienda de deportes de montaña. No fue difícil conseguir el carnet falsificado. La caja menor era de cien balas, pero me han sobrado noventa y nueve.
Rosa, con sus labios carnosos, estaba mirándome desde el escaparate del establecimiento con su hijo de ojos rojos en una silla de mimbre, cuando el proyectil me ha atravesado desde el paladar hasta la coronilla. Los ojos rojos del bebé se han iluminado con un brillo de recuerdos.
En un último instante, he mirado a Rosa. Un guiño de su párpado suave me ha explicado lo que nunca me atreví a preguntar: Nuestro hijo lleva mi sangre y mi alma.
Ya no soy nunca más un amante de la muerte, desde esta mañana, soy su marido.

M-20000221.
Dedicado a Mefistófeles.

El Camino

El autostop es una práctica muy habitual para aquellos que inician sus estudios universitarios y desean ahorrar un poco de dinero para gastos también habituales.
Después de sus clases de derecho, María emprendió, como cada día, camino a la carretera donde era usual que parase pronto algún conductor porque era una chica menuda y sonriente con una angelical carita blanca como una nube de algodones rosas.
Una vez en el arcén, depositó en el suelo la pesada mochila cargada de libros vacíos de justicia para estirar el brazo. El sol estaba en su apogeo y era algo valiosísimo para cualquier autostopista que no quiera ser atropellado, sin embargo, hacía un frío mortal, gélido, casi polar. Especialmente cada vez que un camión casi la arrollaba y dejaba una estela de viento que cortaba las venas.
Después de diez minutos se detuvo un volkswagen rojo con un chaval joven conduciéndolo. María pensó, como de costumbre, que podía ser interesante esa forma de conocerse y luego en el pueblo irse a tomar algo juntos, charlar, beber, quizás, incluso, irse a comer y descubrir que él era el hombre de sus sueños, el príncipe azul montado en su volkswagen rojo.
Lástima, él iba hacia Pozuelo y se había perdido. Ella ha sabido indicarle y, además, se ha quedado en el maldito arcén esperando la llegada de otra oportunidad.
Otros diez minutos, más o menos, y ha parado otro coche. Esta vez no le ha dado tiempo a ver quién conducía pero después de veinte minutos aterida de frío no hay ganas de ponerse melindrosa.
Es un dos caballos azul, pero con ese azul de los coches de más de 10 años, sin brillo ni vida. Salió corriendo para hacerle esperar el mínimo tiempo posible y llegó a la altura de la ventanilla, una de esas ventanitas extrañas de los dos caballos, casi peligrosas.
¿Vas a Colmenar?
Claro. Sube.
Por dentro parecía más limpio que por fuera y el hombre que lo conducía le resultaba muy familiar. Por otro lado, Colmenar es un pueblo pequeño y todo el mundo tiene un aire conocido.
¿No me conoces?. – dijo él tras un largo y casi tenso momento de silencio.
Pues… – casi estaba a punto de decirle que era su profesor de historia en el instituto, pero no podía ser, estaba muerto. ¿O no?
Soy Camino. Tu profesor de historia.
María se sobresaltó sin saber porqué y no pudo evitar preguntar si no había desaparecido muy repentinamente del instituto como para ahora dar señales de vida.
No. No desaparecí. Sólo me transformé y la gente decidió dejar de verme. Yo era el que estaba siempre cuidando de ellos en otros tiempos y ahora ya deciden que sobro en sus vidas. La verdad, no lo entiendo.
Tampoco estaba tan cambiado como para decir que se había transformado. María empezó a pensar que esa conversación era un poco extraña y se sintió algo incómoda, pero es normal cuando haces autostop. Es un rato misterioso en el que nunca encuentras lo que esperas y siempre esperas un rato, a veces silenciosamente, hasta que llegas al final del camino.
A lo mejor, se estaba refiriendo a su cambio político, pensó, a esa maniobra que había realizado hacía casi cuatro años, justo uno antes de desaparecer, cuando dejó el partido comunista al que había estado siempre aferrado como a un clavo para irse al regionalista independiente.
¿Sigues viviendo al final de la calle del colegio San Andrés?
La sacó de sus pensamientos con una pregunta que mostraba que él sabía mucho más de ella que ella de él. Claro, que es una pregunta de lo más normal si se tomaba en cuenta que la estaba llevando a casa gratis. Casi se podría decir que amable.
Decidió contraatacar con algo inquisitivo para descubrirle un poco.
¿Dónde fue cuando dejó el instituto?
Entré en la empresa que ahora me ocupa. Vivo allí todo el tiempo menos cuando tengo que salir para hacer algún trabajo a domicilio o en carretera. La verdad es que la gente no entiende mi trabajo pero es creativo. No siempre lo hago de la misma manera, además, también tiene que ver con la historia. Si no fuese por mi empresa, no habría paso real del tiempo y nos estancaríamos en la eternidad.
Ya.
La pobre María tenía la impresión de que no había mejorado nada su estado de desconocimiento. ¿Empresa? ¿paso real del tiempo?, ¿eternidad?… ¿de qué está hablando el tipo ese?.
A estas alturas de viaje, cree que lo mejor es llegar al final y salir del coche cuanto antes así que le dice que le deje en otra calle, dónde sea, que ahora no va a su casa y que se lo agradece igual pero que… bueno, claro, sin nunca herir su sensibilidad, si es que tiene.
El camino se fue haciendo lento y pesado como una losa, no avanzaban, parecía que nunca iban a llegar. Un camión delante de ellos, además, pisó el freno bruscamente pero el Camino dirigía su coche incluso sin mirar, mientras le preguntaba algo sobre su carrera de derecho que ella respondió sin el más mínimo interés en mantener la conversación.
A la entrada, él le dijo que entrarían por la siguiente entrada. Ella no se opuso aunque no le venía mejor. Pero el caso era llegar a Colmenar y acabar con todo aquello.
No te inquietes. – Dijo él como leyéndole el pensamiento. – Ya llegamos.
No, si estoy bien. – Acertó a responder María sin pensar.
De repente se metieron en una calle que ella no conocía y le miró por el rabillo del ojo esperando una respuesta o algún gesto que mostrase la elección de aquella ruta. ¿Qué pintaban cerca del polígono industrial?. El coche estaba yendo cada vez más rápido, veloz. Tuvo miedo. No pensaba en que se podía estrellar sino en porqué estaba pasando todo aquello. No tenía ninguna explicación.
Sí, pronto vas a tener la explicación. – De nuevo le sorprendió ese diálogo entre su mente y sus palabras.
¿Qué?
Ya hemos llegado.
Pero…
Estaban en la puerta trasera del matadero de cerdos. Justo donde vio por última vez a Camino cuando salió del pueblo. ¿O no lo había dejado nunca? ¿Qué hacían allí? ¿Qué broma era esa?
Bueno…, gracias, ¿me dejas bajar?.
¿Todavía no lo entiendes o no lo quieres creer?. Quiero decir que ya has llegado al final de tu camino. Ahora tienes que venir conmigo. No tengas miedo.
Pero… – Dijo mientras le seguía por el pasillo lleno de sangre del matadero.
Tenemos un trabajo para ti. Te va a gustar. Ya verás cómo le ves relación con el derecho civil…
¿Cuáles son las condiciones? ¿En qué consiste?
Poco a poco se fue acercando un chorro de luz morada sobre ellos que los sepultó suavemente en un sótano lleno de bolsas de plástico con cerdos muertos.

M-19991122.

La cuchilla roja

¡Al fin me han vuelto a sacar del armario!.
Desde hace tres meses vivo allí, junto las malditas polillas y, lo que es peor, entre alcanfor. Me han liberado hoy y he podido verla.
La verdad, mi sustituta no es una máquina tan especial. Eso sí, es joven, más fuerte y vigorosa, puede batir incluso hielo, mientras a mí siempre se me habrían destrozado dos aspas por lo menos. Pero tengo más corazón…
Creo que están pensando lo de mi reincorporación para el arsenal de herramientas.
Yo siempre he estado fielmente al pie del cañón, preparando una mahonesa fantástica y sabrosa, unas salsas increibles, desleía las sopas y los grumos con una pasión irrefrenable, abrazada por una mano humana que notaba mis vibraciones afectuosas. Ahora es tan frío como ese hielo triturado… un botón, temperatura, el tiempo y basta… Ya no hay pasión, ya no hay amor. Pero nadie parece apreciarlo.
Me pudro en la oscuridad de un armario sin sentido… a veces preferiría morir, pero no tengo lo que se dice vida. ¡Mierda!. Ni siquiera tengo el placer impío del suicidio.
Hoy seguro que esa Thermomix se ha averiado. Yo no soy rencorosa, pero he deseado durante un periodo que parece infinito, una cosa así. Ahora vuelvo a ser indispensable. Vuelvo a ser necesaria.
Incluso el nombre suena absurdo: Thermomix. Es como esos muñecos de dibujos animados japoneses… todo el mundo sabe lo que es una turmix, pero Thermomix… ¡Qué ridículo!.
Entre la freidora y el horno microondas se cree en posesión de la verdad y no es más que un ingenio estúpido, como yo y como todos, que no tiene la menor posibilidad de sobrevivir al paso del tiempo. Alguna máquina vendrá a sustituirla y estará una larga temporada en el armario antes de morir…
Pero yo hoy vuelvo a ser necesaria.
Noto que el tiempo ha pasado en mí y mis hojas están sucias. Sucias de polvo y tristeza, de pena y soledad, pero pronto voy a poder demostrar una vez más mi poder afectuoso y cercano, como de siempre…
Lo que no acabo de entender es qué le pasa a esa máquina. No parece que esté en proceso de reparación. Posiblemente, entonces, estaría en otro sitio, ni creo que hayan pensado que es inservible. Lamentablemente, el afán de tecnología es tan grande que eso es algo ilusorio. He de reconocer que su tecnología es más avanzada. No puedo negar una evidencia. No entiendo porqué puedo aún ser necesaria como para haberme rescatado de mi lúgubre reclusión para enseñarme el mundo. Quizás no quieren manchar el complicado artefacto y piensan que yo soy más simple, de limpieza más sencilla… aunque eso no es verdad. No pueden equivocarse en esto. Es más fácil limpiar un aparato como ese, que prácticamente se autolimpia, que una maldita batidora. Pero igual quieren sentirme de nuevo, quizás es eso, quizás quieren sentirme entre sus dedos como yo les añoro. Quizás ellos también añoren mis vibraciones y mis posibilidades…
Lo que no entiendo es para qué, entonces, me meten ahora en esta caja, que ni siquiera es mi caja, mi humilde guarida, y me dejan aquí, junto unas botellas de vino vacías. Supongo que será para utilizarme luego. Seguramente es para poder hacer uso de mí más a menudo, así, no tienen que ir a buscarme cada vez en el rincón oscuro del armario.
Esto parece una buena explicación. Sí. Puede que hoy mismo no me necesiten pero pronto me van a usar, voy a volver a ser útil. Sólo me queda esperar.

M-20000124.

El día que conocí a Antonia San Juan

El charly lo que pasa es que era un hijoputa. No sé porqué coño me iba a extrañar que acabara así. No te jode.
Mira, lo que pasa es que antes no era así, pero, ¡coño!, yo tampoco era así y a nadie le importa ni le parece raro, ¿no?. Pues eso. El muy hijo de la gran puta se merece como ha terminado. Ya ves, tirado en un metro cuadrado. Y el muy cabrón que tanto presumía de conocer mundo. ¡Toma mundo, hijo de puta!. ¡Cómetelo todo!. No te jode…
Ya le dije yo que no se tirara a la Chelo, la de la peluquería de la Mari Carmen, pero el gilipollas, cuando no tenía la polla metida en algún sitio no era persona. Míralo ahora, ¿qué?, ya no chuleas, ¿eh?. ¿Quién coño va a chulear cuando le están dando por culo las putas del primer piso? y sin poder defenderse…
La Chelo entró en el barrio va a hacer ya… diez años, creo. Entonces sí que era alguien el hijoputa del Charly…
Se pasaba todo el puto día metido en los billares del calvo. Cuando no estaba haciendo algún trapi se estaba cepillando a la hermana del calvo en la trastienda. No, si el tío era guapo, la verdad, pero ahora… bueno, total, que cómo olía siempre a limpio pues las pibas se morían de ganas de encasquetarse un polvo fácil. Porque el Charly era un tío fácil, ¿eh?, ya ves. Se pasaba el puto día ahí, tirado sin hacer nada… así también ligo yo, no te jode. Y gastaba pelas cómo si fuese un marqués, el hijoputa. Se debía creer que el dinero salía de los árboles.
Bueno, el suyo sí, no te jode. Hacía trapis con los colombianos esos de sudamérica. Claro, así acabó. Metido hasta los huesos en la mierda esa.
De cani era un tío legal, un chaval hasta elegante, ya ves, pero luego de que se fue su viejo, al muy capuyo sólo se le ocurrió dejar la escuela y pirarse a Francia a coger uvas.
Cuando volvió estaba ya en drogas y con ganas de ganar pelas haciendo lo que fuese. Hasta creo que llegó a currar para la pasma. Claro, no podía durar siempre, ya se lo decía yo.
Me acuerdo todavía cuando íbamos con el Palmo y Juanjo Guerra. Era la hostia. En todo el cole nos tenían más miedo que nada. No te jode, el bestia del Palmo tenía ese nombre porque sus manos eran como palmas y daba unas hostias que no veas.
Además, todo dios tenía miedo del Charly. Decían que estaba pirao y la verdad es que puede que tuvieran razón. Por eso, mira, ahí le ves, en su metro cuadrado…
Pero era un tío legal, joder, cantidad de enrollado. Siempre me acompañaba a casa para que los del barrio no se metieran conmigo. No, si el hijoputa era un buen amigo, lo que pasa es que no se sabía comportar.
Sino, ¿de qué cuando le contraté para currar en el Pepita, se folla a la Juani?. Ya le había dicho que dejase en paz a la niña, coño.
Pero conmigo las cosas le iban bien. Entre lo que se sacaba en el bar y lo que se levantaba luego en los billares… hacía una pasta el hijoputa.
Yo creo que lo que siempre le jodió fue que yo le levanté a la Pepa. Antes estaba como un tren y se la quería tirar todo el barrio. Estuvo de novia con el Charly, pero no era nada serio. Un día me va el tío y me dice que lo hagamos los tres. Si es que… el Charly siempre era igual, quería ser diferente y no sabía que hacer para demostrarte que era más que tú. Total, que se lo conté a la Pepa y, claro, se mosqueó. Porque la Pepa era honrada, ¿eh?, lo que pasa es que estaba muy buena.
Y el muy cabrón todavía me echa la culpa a mí y me dice que si soy un hijoputa y que si esto y que si aquello y que la quería de verdad, como nunca ha querido a nadie… Joder. Haberlo dicho antes, ¡coño!. Yo cómo lo iba a saber, ¿eh?.
Pero bueno, además, ella quería estar conmigo, después de todo, porque sino, a ver, ¿de qué va a querer estar conmigo justo cuando rompió con él?.
Además, que eso fue hace mucho, luego vino lo del bar y luego las pequeñas.
¿Quién coño le ayudó cuando salió de la trena, eh? Pues yo, joder, y eso era como devolverle lo del cole, ¿no?. Joder, por lo menos duró casi el mismo tiempo. Estuvo trabajando en el Pepita más de dos años pero el gilipollas se creía que cuatro años en la trena no hacen nada, que puedes salir y ¡ala! ¡a tomar por culo! ¡Sigue gastando como antes de entrar!. ¿Pero es que no se da cuenta de que ya no puede seguir así?.
Yo le decía: “Tronco, búscate una piba guapa, así, como la Pepa, y madura, ¡coño!, que esta vida es la que hay, joder, que hay que currar y currar para ser alguien”.
Pero a él como si le hablaba de fútbol. Se lo pasaba por el forro de los cojones. Y lo peor de todo es que me dice que me meta en mis asuntos. ¡¡Pero será hijo de la gran puta!!. Y ¿qué se cree?, ¿que mi bar no son mis asuntos o qué?.
Le tuve que dar una paliza para que entrara en razón y él que nada, que a lo suyo… encima va y se folla a la Juani. Pero es que ese tío se lo estaba buscando, me cago en la puta.
La Juanita es la sobrina de Pepa, de la hermana mayor, la Tere, que se quedó embarazada con 15 años. Eso para que digan de la Pepa. Fue la mejor de las tres. Pues eso, que nos la habían mandao para que la educásemos un poco y le diéramos el puesto de camarera en la terraza. Bueno, sólo era en verano así que tampoco era para decir que no. Pero, ¡coño!, ¡era menor de edad! Y el gilipollas ese que no respeta nada. Le da igual lo que sea, con tal de que tenga la regla. Yo creo que si los hombres tuviéramos la regla, el Charly se haría maricón.
Bueno, ahora no creo que se le levante ni con la Claudia Chifer. Se ha convertido en ese trapo sin dignidad. Joder y cuando un hombre pierde la dignidad, pues ¿qué queda, eh, qué?. Pues nada.
Míralo ahora… ¡Joder! si es que da hasta asco.
Para colmo, el muy imbécil se había quitado en la cárcel del caballo pero se pasó al crack. A mí me la traía floja si se colocaba fuera del curro, pero dentro lo quería bien sereno, que ya estaban las cosas bien difíciles sin un camarero drogata como para controlar a uno como el Charly.
No quise hacerlo, ¿eh?, pero tuve que echarlo. Me espantaba a la clientela. Además, lo de la Juani era la hostia. Por poco la palma con la pildorita de los cojones. Me imagino a la Tere diciendo como una histérica que si la culpa es mía, que esos amigotes que tengo son unos cerdos… ¿qué coño sabrá esta de quienes son mis amigos? Si es que está loca, de verdad. Si queréis ver algún día un ejemplar humano loco de remate, lo que se dice loco, decidle que su hija se quedó embarazada a los quince, como ella y que su nieta va a hacer lo mismo… ya veréis.
Por no llevarlo a la cárcel otra vez, le pegué yo una somanta de palos y asunto terminado. No había porqué meter a la poli en esto. Y el muy hijoputa ni siquiera me lo agradeció. Si le llego a llevar a la comisaría, nada más entrar lo funden y, bueno, luego ni te cuento, le abren el culo por marica y por cobarde.
Es que no se puede ir por ahí como si fueses el amo del mundo sin pagar las consecuencias. Y son caras. No te jode.
Luego encima se lía con la Chelo… pero ¡coño! estaba buena, pero no era para acercarse, que tenía diecisiete años y por menos de nada te buscas una historia.
Y ahora la muy puta trabaja en el bar de enfrente, el de estriptis… seguro que es una de las guarras que se desnudan por cuatro duros. Pero sigue estando buena. Tiene esas piernas duritas y largas que parecen de televisión…
De la paliza que le arreó el bestia del marido de la Mari Carmen, se le quedaron las dos piernas atrofiadas. Joder, es que hay bestias por el mundo, me cago en la puta. Pero es que el Charly no escarmentaba, ¡coño!. Le podía haber servido de algo lo de la Juani, pero no; él va y se tira a la Chelo.
Hacía ya varios meses que no le veía y hace unos días lo he vuelto a ver en el barrio, en esta misma calle. A primera vista casi no le había reconocido.
Tiene todo el tiempo unas ojeras negras como de no haber dormido en semanas. Igual es porquería. El tío huele como a mierda. Claro que no me extraña, no tiene más que un puto metro cuadrado donde hace todas sus cosas.
Duerme en la acera, pegado al cristal de la tienda de regalos. Uno de estos días le van a dar de hostias otra vez y luego se quejará. Joder, es que no es un sitio para dormir, ¡coño! que los clientes al día siguiente a ver cómo se atreven a entrar. No te jode.
Además, el hijoputa sigue pinchándose y deja todo por ahí, con restos de vómitos y sangre. ¡Joder, que no es un espectáculo agradable y basta!.
Pero el tío es como que no se da cuenta. Yo creo que es como siempre, que pasa de todo. Si gana dinero lo gasta, si puede follar, se tira a las jovencitas, si caga… pues en la puta calle, como los putos perros.
¡Coño! eso sí que es perder la dignidad, no te jode, si ya no tienes para papel, ya no eres un hombre.
Yo le he visto calzarse los pantalones justo después de haber soltado un cagarro como un chorizo de grande… y como si nada, luego sigue durmiendo la mona hasta las dos o las tres o hasta que la poli le da unos toques para que no moleste. Joder, es que no es para menos…

Hoy, cuando volvía de comprar cervezas, el cabrón, me ha pegado un susto de muerte.
Se me pone en medio como un poseído y me dice que es su cumpleaños y que quiere estar con el Palmo y conmigo… pero ¿cómo cojones le explico que Luis, el Palmo, ya no vive en Madrid? Si él ni siquiera sabe dónde está. No te jode.
Mira, yo ni creía que fuese a conocerme. Creía que estaba todo el tiempo ausente o así, medio perdido o qué se yo. Pero el hijoputa se me planta en medio y me coge de un brazo con una mano sucia como el hollín.
Por poco le parto la boca ahí mismo, pero me ha dado pena. Joder, aunque sea por los viejos tiempos, me digo, voy a dejarle hablar un rato.
El muy idiota, me da un poco del vino que tiene en la botella de plástico. Yo le digo que muchas gracias pero que no quiero.
Entonces me cuenta la historia más imposible que me había contado nunca, me dice, entre interrupciones constantes para pedir dinero a los que pasaban al lado, que ha visto a Antonia San Juan y que va a quedar con él para cenar.
Mira, que quieres que te diga, a ti también te daría la risa, así que me descojono delante de sus narices y le digo que si ni siquiera sabe quién es. Entonces va el hijoputa y me saca una foto manoseada y algo más, posiblemente, del bolsillo de su abrigo medio destrozado.
La foto es de una invitación a no sé qué y dice que le ha invitado a que vaya allí, pero que necesita un traje para que le dejen entrar.
¡Hostias! si ya sabía yo que el hijoputa este me iba a pedir algo.
Mejor, le digo, intentando hacerle un favor, te doy diez duros y me das la invitación.
¡Una mierda!, dice.
Pues mira, que te den por culo, gilipollas, ¿acaso crees que te van a dejar entrar aunque tengas un traje de lujo?
El tío me mira como si yo no supiese que él tenía alguna fuerza interior o algo por la que sabía que le iban a dejar entrar. Entre eso y como si ni siquiera me viese aquí, a menos de un metro de su cara.
No sabía si irme ya de una vez o partirle la cara. La verdad es que, al final, con la discusión y que el tío no paraba de tirar de mi brazo, se ganó un puñetazo en los dientes. Yo estoy seguro de que me dolió más a mí que a él porque seguro que estaba en estado de coma o algo así.
¡Joder!, al final me había puesto nervioso y cuando me da el nervio me sale la mala hostia. Así que se ganó otro guantazo y además le quité la jodida invitación para que dejara de darme la coña. No te jode.
Al llegar a casa me di cuenta de que la invitación era para dos personas y le dije a la Pepa que nos íbamos a ir a esa cosa a tomar unas cuantas copas.
Ha estado bien. Lo mejor, sin duda, era el champán. Era de ese de etiquetas negras como en Navidad. Era algo aburrida, pero he conocido a la Antonia esa y a otro mogollón de gente medio de las revistas.
Una de las tías tenía las piernas como la Chelo y me he acordado de que tengo que llevarle mañana unas tortillas de patatas que habían encargado de ese local. Igual no estaría mal hablarle de las cosas del pasado y ver si hay alguna posibilidad de echarle un kiki gratis. La hijaputa está muy buena, la verdad.
A lo mejor ella también ha visto al Charly y le ha reconocido.
No creo. Seguro que él ni se acuerda ni se quiere acordar. Además, ¿para qué?.
¡Joder! ¡Hostias! Lo que pasa es que la Pepa ya no se va a volver a creer lo de que me voy con el Charly de bares… ¡Mierda! Tendré que ir pensando otra excusa ver los martes a la Juani. ¡Me cago en la puta!…

Esto no es una broma