Una tarde en Bangkok

En Bangkok existen unos vehículos que reciben el onomatopéyico nombre de tuc-tuc.
Un pequeño motor de cilindrada menor a la de un ciclomotor, empuja un triciclo encabezado por un asiento para el conductor y que arrastra un diminuto receptáculo donde un escaño forrado de plástico sirve de acomodo a los pasajeros.
En ocasiones, puede verse uno cargando una multitud donde no caben sino dos personas a lo más; algunos de los cuales, a menudo, acarrean bultos que pueden llevar colgando por el exterior de una estructura metálica que hace las veces de protección lateral.
Los más suntuosos, protegen del insoportable sol del trópico a los clientes, con una especie de palio, habitualmente desgarrado y mugriento.
Si el aspecto del carruaje no deja lugar a dudas de que se trata de algo único en el mundo; tampoco el modo en el que es abordado por los que solicitan su servicio.
Junto a la acera, uno de los tuc-tuc puede acercarse o incluso encaramarse a ella y una discusión acalorada, feroz regateo, se entabla por llegar a un acuerdo en el precio del trayecto.
La primera vez que estuve en Tailandia no quise perder la oportunidad de disfrutar un recorrido tan pintoresco.
Fue hace hoy exactamente cuatro años. Iba acompañado por mi buen amigo Iñaki. Juntos, comenzábamos una nueva andadura por tierras australes, pero camino a Sydney, nos detuvimos diez días en Bangkok. Nadie entiende qué se puede hacer tanto tiempo seguido allí, pero la verdad es que resulta una ciudad apasionante y llena de emociones diferentes.
Bangkok, con sus más de doce millones de habitantes, padece un problema de tráfico inaudito, que produce una contaminación tal como para que la mayoría de las personas, que han de hacer vida con frecuencia en la calle, porten unas mascarillas quirúrgicas como las que se utilizan en los hospitales.
En las calles rectilíneas y anchas, planas como hojas, el tráfico se embota denso pero, simultáneamente, tranquilo. A veces, se tiene la sensación de que el tiempo se detiene, que no importa. La frase por excelencia de todo tailandés es “Mai pen rai” que significa literalmente: no importa, es lo mismo… Filosofía budista.
Entre gestos y un inglés casi insultado, comenzamos a negociar. El menudo chófer comenzó pidiendo 200 bats por un recorrido que no teníamos claro cómo de largo era, hasta un templo en el que se celebraban luchas de un arte marcial de exhibición que resulta ser el deporte nacional. Esto era el equivalente a unas 1000 pts. No sabíamos muy bien si aquello era o no razonable, pero por tantear que no quedase…
Yo ofrecí 10 bats mientras Iñaki me dirigía una mirada entre de incredulidad y de reproche diciéndome que aquello era poco menos que insultante. Por supuesto, el conductor, se percató y lo utilizó en su provecho, pero yo insistí. Ni un bat más. Después de unos improperios en su idioma, rebajó su tarifa repentinamente a 30 bats.
Ninguno de nosotros podíamos creerlo pero al fin, gitanamente, tasamos el acuerdo en 20 bats.
Entonces, pudimos subir al auto.
Por descontado, una vez fijado trayecto y precio, para el propietario de la máquina, cuanto más veloces fuésemos, mejor. Por un momento, pensé que aquello era un dato afortunado, sin embargo, en cuanto el pequeño triciclo comenzó a encarrilarse como un suicida, el miedo agarrotó mis manos contra el barrote terminal.
No parecía haber ninguna ley por la que preocuparse. El velocípedo motorizado igual arremetía contra coches, autobuses, peatones, ciclistas, motoristas, tranvías… ya fuese en el mismo sentido o sentido contrario.
Los semáforos volaban veloces sobre nosotros dejando una estela de luz indiferente.
Yo no podía casi mirar hacia fuera, pero tampoco podía contener mi curiosidad por saber cuando moriríamos como mosquitos contra un parabrisas. Iñaki, algo más relajado, perdió la gorra que cayó tras nosotros sin que pudiésemos hacer nada por evitar que un segundo después un taxi la pisase.
De súbito, decidió torcer por un estrecho callejón sin aceras pero con personas a ambos lados que se apartaban como buenamente podían para no ser arrollados. El tráfico por allí era más diluido puesto que los coches no habrían cabido. La anchura no era suficiente. Nosotros, si hubiésemos estirado los brazos hacia fuera, habríamos sido capaces de tocar las paredes. Pero nada distaba más de mis intenciones que sacar una de mis extremidades de aquel chisme infernal que parecía transportarnos a una muerte segura.
Unos metros más adelante, la población peatonal había desaparecido.
Una motocicleta nos iba siguiendo impaciente con un hombre al manillar de complexión fuerte y un casco oscuro que no permitía ver su rostro.
Delante, otro tuc-tuc se detuvo. Por tanto, nosotros quedábamos con el camino cortado, entre el tuc-tuc y la moto.
No sé porqué, en aquel momento, tuve el novelesco presentimiento de que aquello podía ser un secuestro. A la izquierda, la puerta de un garaje.
Del tuc-tuc delantero comenzaron a bajar pasajeros que me parecieron terriblemente amenazadores. Abrieron la puerta del garaje. Un olor como a pescado podrido invadió nuestros olfatos. El motorista se retiró el casco, que revelaba una cara agria, aplanada y surcada por una cicatriz, paralela al hueso inapreciable de la nariz, atravesando un párpado cerrado.
Al mirar al frente, de nuevo, topé con la sonrisa aparentemente irónica del tuc-tuc-ero quien estaba diciéndonos algo en su lengua incomprensible.
Fueron momentos de tensión, en los que me agarré como un estúpido a una navajita, de no más de seis centímetros de hoja, que llevaba en el bolsillo derecho.
Cuando terminó su perorata, miré, una vez más, para atrás, pero el motorista había desaparecido como por arte de magia. Cuando volví la cabeza, también me sorprendió que el tuc-tuc que nos había interrumpido el paso, había sido retirado dentro del cobertizo.
Reanudamos el camino como si nada hubiese ocurrido mientras yo me destensaba como un muelle sometido a un par de fuerzas bidireccional. Solté la navaja entre mis manos sudorosas y le comenté a Iñaki lo que había estado pensando. Él se rió de mí, con una sorna burlesca pero cariñosa, como intentando tranquilizarme aún más o quizás para tranquilizarse a él mismo.
Al salir de la serie de callejones por los que andábamos, nos reincorporamos al gran tráfico y, en dos cruces más, alcanzamos el templo prometido.
Descendí del tuc-tuc con las piernas aún tiritando; pero logré esbozar una sonrisa de agradecimiento que me fue devuelta inmediatamente por un gesto simpático e inofensivo.
Curiosamente, aquella misma noche, en Pad-pon, un barrio céntrico repleto de bares, volvimos a ver a nuestro amigo, y nos ofreció sus servicios durante el tiempo que estuvimos allí. Fue una noche de aventuras indecibles entre las que están nuestro encuentro con unos transexuales, la compra de joyas en un mercado de carne, los bailes de bacalao tailandés a ritmo de merengue… pero eso son otras historias y este relato ya se ha prolongado imperdonablemente.

M-20000110.

Treinta bocas para treinta pollas

Hoy he entrado en el cine X de mi barrio. El vídeo los ha exterminado a casi todos y, ahora, puedo entender, mejor que nunca, porqué.
Desde aquella vez en el 80, cuando, junto un western de John Wayne, se proyectaba en la sala Odeón de mi pueblo una película porno, no había vuelto a asistir a una sesión de semejante género con la intención de verlo.
Entonces yo tenía trece años y muchas cosas por descubrir. De aquella ocasión sólo recuerdo el asco que me produjo ver rasurar el coño de la actriz principal. Por lo demás, preferí, aunque no me atreví a confesarlo, la cinta de Wayne.
Pero hacía algunos días que un cierto morbo por lo desconocido me atraía a introducirme en la sala.
Hoy tengo que escribir un poema erótico y esto me ha servido de excusa suficiente para ir a conocerlo.
Sentía una extraña mezcla de pereza y vergüenza que ralentizaba mis acciones. Creo que una parte de mí no quería ir, para lo que intentaba que pasase la hora del pase. Las 14:45.
Llegué a la puerta, camino de un buzón, a las 15:05 y, sin saber a dónde dirigirme, me acerqué a consultar la cartelera: La sustituta y Reto virginal.
Cuando estaba a punto de largarme desmotivado por el retraso, un tipo con aspecto agradable pidió una entrada en una ventanilla cuadrada y diminuta desde la que una mano vieja procuró un ticket.
Animado por ello, decidí pedir otra. Me respondió la misma mano con un papelillo de un centrímetro cuadrado perdido entre las dos monedas de vuelta.
La revisé en busca de un número o algún dato que me ayudase a situarme. No encontré nada.
A la sala de proyección se accedía siguiendo un pasillo ancho y que iba perdiendo luz.
Entré dándome cuenta de que había olvidado las gafas en casa. Esto, junto con un temor inconcreto por sentarme en las últimas sillas, me llevó a acomodarme en la tercera hilera.
Inicialmente no podía ver nada que no fuese la pantalla. Tanto es así que temía golpear a alguien o sentarme en algún lugar improcedente por alguna razón desconocida. Demasiadas imprecisiones y dudas como para permanecer relajado.
Me iluminaba un primerísimo plano de una vagina penetrada incansable y maquinalmente a ritmo frenético por un falo brillante. Le acompañaban unos testículos perfectamente rasurados que campanilleaban sobre las nalgas de la fémina cuyas piernas abiertas recibían el furibundo ataque.
De unos altavoces de calidad deplorable, provenían unos gemidos inverosímiles en inglés subtitulado.
Gracias a los planos generales, que se aprovechaban para que alguno de los protagonistas se reubicara, conseguí tener algo más de visibilidad.
Los asientos delanteros estaban lo bastante alejados como para poder estirar las piernas con holgura. Un pasillo central era el cortafuegos en aquel bosque de pollas enhiestas, por el que unos guardianes al acecho deambulaban sin que pudiesen distinguirse sus rostros.
Había paseos y trajín mientras el film, ininterrumpido, pasaba a otras escenas similares, casi, diría, indistinguibles.
Yo tenía la impresión de estar viendo un documental de la dos de animales bípedos en pleno proceso de cortejo nupcial: Absolutamente anatómico.
Me empezaba a aburrir.
Un hombre de unos 60 años se colocó cinco butacas a mi derecha. A aquella distancia podía advertir sus miradas furtivas como si yo le incomodase. Esto, después, descubrí que no era así.
Entre tanto, el ajetreo de sombras continuaba sentándose y levantándose acá y allá.
Agradecí entonces no haber tenido las gafas y estar situado entre las primeras líneas, cerca de la salida. Un miedo inconsciente se apoderó de mí y tensó mis nervios. Mis ojos escrutaban el lienzo procurando descubrir algo que hubiese merecido ochocientas pesetas.
Nada.
Mi vecino se incorporó y, tras unas vueltas errantes por los pasillos de la sala, regresó a mi lado. Esta vez, sólo una butaca entre él y yo. En ella, mi abrigo con mi cuaderno azul y unas cartas pendientes de enviar.
Pensé en cambiarlo de lugar, pero podría parecer una invitación. No lo hice.
En este periodo, sus miradas ya distaban mucho de ser sutiles. Consecutivamente se dirigían de la pantalla a mis pantalones como intentando reconocer qué escena me excitaría lo suficiente. Pero suficiente, ¿para qué?.
No sé si esperaba que me masturbase allí, a su vista; si le valdría con mi excitación para masturbarse él o para alguna otra cosa.
Yo, aparte de no excitado en absoluto, comenzaba a estar muy incómodo y sin saber qué hacer.
No quería estimularle ni molestarle ni nada que tuviese que ver con él. No quería que estuviese allí.
Pensé moverme pero sabía que la situación no mejoraría y se repetiría en cualquier otro lugar del local.
Podía abandonar mi estúpido empeño pero me había puesto o propuesto un límite mínimo para ver si pasaba algo… no sé, ¿interesante?. Había decidido que me marcharía cuando en la puerta de salida se notase oscuridad en el exterior.
Pensé sacar mi block de notas y escribir, suponiendo que aquello le incomodaría pero, por otro lado, acercarme para recoger mi cuaderno, podía darle una ocasión para malinterpretarme.
Mis cambios de postura debían de ser tan frecuentes que, sin palabras, pareció entenderlo.
– Si te estoy molestando me voy.
Yo le mentí con un gesto indicándole que estaba interesado en la película pero, claro, no se lo tragó.
El semen de una eyaculación salpicaba a gran escala los dientes de nata de una protagonista sonriente.
– A este cine viene la gente a esto; pero si te molesta, me voy. – No sé cómo había descubierto que no sabía a qué asistía la gente a ese cine. Yo acerté a responder en un susurro tímido:
– Ya, pero yo vengo a escribir.
– Pues te vendría bien una mamada. – Respondió mientras se levantaba. – Te relajaría, sí, te vendría muy bien.
Se fue y, momentáneamente, me sentí aliviado.
Dos rubias muy atractivas preparaban una escena lésbica.
En la localidad que había ocupado el viejo, se sentó un chico que, aunque no podía ver, sabía que era joven.
Depositó sus cosas a su izquierda y, tras reparar en mí, prestó atención a la película.
Unos segundos más tarde, mientras una lengua gruesa hacía bailar un clítoris protagonista, distinguí su mano palmotear su miembro posiblemente en un intento de acelerar una erección.
A mi izquierda otro viejo se posó con dos asientos entre nosotros. De nuevo, fisgonería inquisitorial. La falta total de intimidad me intimidaba. Estaba molesto.
Resolví dar por concluida la apuesta en cuanto alguno de los que me bordeaban cambiase de sitio.
El joven terminó sus agitados vaivenes y buscó algo entre sus pertenencias. Supuse que un klinex.
El viejo insistía en sus pesquisas pero yo ya sabía qué es lo que había.
El joven se levantó y enfiló el pasillo hacia los escaños traseros.
Un hombre tomó asiento justo delante de mí. Noté el jadeo de otro detrás de mí.
Por primera vez se me ocurrió que alguien, posiblemente hoy mismo, había ocupado mi sillón y tuve un acceso de asco irrefrenable e improrrogable.
Chequeé el contenido de los bolsillos de mi chaqueta, me incorporé y, pidiendo disculpas al viejo de mi izquierda, salí al corredor por donde había entrado y escapé, nervioso, al tráfico de la Corredera Baja de San Pablo.
Antes de tirar mi entrada, observé, no sin cierto asombro, que el nombre del cine en el que acababa de estar es Cervantes.
Ahora tengo que escribir un poema erótico pero creo que nunca había tenido la lívido en un punto tan bajo. De todos modos, he de intentarlo.

El día en que fui profesor y él alumno

Éramos los mejores compañeros que nunca se cruzaron en una clase de álgebra lineal. Pasamos un año enamorados de todas y cada una de las mujeres de la cafetería. Nos refugiábamos allí de nuestra impotencia y de nuestra cobardía para afrontar nuestra soledad con todas sus consecuencias, incluso tanta masturbación.
Nuestra relación, curiosamente basada en la igualdad como uno de sus pilares, había empezado no mucho atrás, cuando él vino a Madrid desde su pueblo, ese pequeño pueblo en León cuyo nombre nunca recuerdo (no pretendo escribir un “que recordar no quiero”). Hablaba de él con una pasión tal que, por supuesto, me motivó a que lo visitase unos meses después de terminado el segundo curso. Pero esto no va ahora.
Nuestro horario nos permitía pasar bastantes horas al día en nuestro centro de operaciones, nuestro lugar de encuentros, nuestra biblioteca, nuestro mundo entonces… como si todo lo que fuese externo no fuese real. Bajábamos a la cafetería en cuanto terminaban las clases, no más tarde de las doce y media y buscábamos una mesa libre para tomar un café o una cerveza. El café era más barato; ganaba casi siempre la batalla menos los días especiales.
En nuestro otear caían todas las presas posibles. El sónar no dejaba de funcionar ni un instante y nos enorgullecíamos de ser los primeros en localizar un objetivo para nuestro miserable platonismo.
Yo presumía de ser más rápido, de olerlas, pero la verdad es que Javier siempre me ganaba. No había forma de que se le escapasen las mejores. En cuanto entraba la delegada de nuestra clase, como un sexto sentido despertaba en él una sonrisa tonta y se burlaba de mí, preguntándome que si sabía quien había entrado. Por supuesto que lo sabía pero no sabía por donde… él ya la tenía localizada y su pregunta era sólo para demostrarme su sorprendente habilidad.
Joder, Javier, cámbiame el sitio, tienes mejores vistas… – Solía ser la excusa para no haber visto alguna que no se me podía escapar.
Yo tampoco era incompetente en este juego que llenaba nuestras vidas y nuestras tardes, no me quedaba muy atrás y si, por casualidad, descubría que a él le gustaba alguna en especial, ponía toda mi atención en captarla antes que él para, de alguna manera ingenua, devolverle el golpe dado a mi orgullo dañado.
Así, entre sueños que ni siquiera queríamos hacer realidad, fueron pasando los días y los meses. Llegaron los malditos exámenes de Junio y los pasamos después de algunos momentos depresivos y duros que por poco afectan nuestra confianza.
Sin embargo, contribuyeron a aumentar la camaradería y, la crisis, a profundizar nuestro vínculo.
Supongo que fue por ello que estuve encantado de ser el primer invitado a visitarle a su pueblo leonés para pasar con él unos días en verano con su familia. Yo, como buen madrileño, no tenía ningún sitio mío al que ir así que de muy buena gana decidí reunirme con él en su terreno.
Fueron las mejores dos semanas de toda la estación y me sentí como en casa junto con él, su familia, sus amigos… era todo tan sencillo que me cautivó. No puede quedar duda de que, allí, también había mujeres: ojos azules, ojos verdes, marrones, cinturitas, labios de fresa, culos pequeños y apretados, tetas enormes, tetitas graciosas, cuellos blancos de cisne y porcelana, melenas de un negro nocturno, rubias de cine, pelirrojas australianas, cinturas de avispa, sonrisas, miradas… todo eran mujeres y mujeres en verano, voluptuosas, sensuales, calientes y, desde luego, mucho más maduras y preparadas que nosotros para encuentros que no tuvimos.
Septiembre volvió con su descarga de venganza acumulada contra nosotros y superamos lo que pudimos, como siempre y casi no tuvimos ocasión de vernos pues Javier sólo venía a los exámenes y se volvía. Aún no tenía alquilado el piso del año anterior en Moratalaz donde habíamos celebrado alguna que otra cena y partidas de mus o Risk que duraban hasta el alba.
A finales de mes, un paro cardíaco mató a mi padre.
En parte también terminó con mi vida o con la inconsciencia de vivir adolescentemente. Empecé a trabajar por las mañanas en la ferretería de mi tío y pedí la matrícula en las clases de por la tarde para poder compaginar el trabajo con la carrera que aún quería terminar.
No tuve la fuerza necesaria para hablar claramente con Javier sobre mi necesidad de seguir teniéndole como referencia y amigo… así que nos fuimos distanciando a medida que avanzaban las semanas. Yo casi no tenía tiempo para ver a nadie y él seguía un tipo de vida que ya no me decía nada. No es que me hubiese vuelto eremita ni místico ni nada parecido pero el caso es que bromear acerca de la última chica que entraba en la cafetería había dejado de tener aliciente para mí. Casi todo lo que lo tenía lo había dejado de tener.
Por suerte, a mediados del primer parcial, conocí a Marta y nos comenzamos a ver con asiduidad. Ella contenía mi llanto íntimo que ahora tenía posibilidad de exteriorizar y me consolaba con historias de su vida, siempre tan apasionantes como únicas. Nos besamos por primera vez entre sollozos mutuos después de Un lugar en el Mundo.
En el viaje a París que nos permitimos hacer a mediados de Agosto nos quedamos embarazados. No quisimos arrepentirnos de lo que implicaba y dejamos la carrera. Y ni siquiera habíamos suspendido ninguna asignatura para ese Septiembre que podía haber sido el primero en la carrera sin exámenes. Sin embargo, la vida nos estaba poniendo en un brete novedoso que iba a cambiar nuestro futuro por completo.
Yo me fui a vivir con Marta a un pequeño apartamento en Villaverde, en la calle de Nuestra Señora de Begoña. Seguía trabajando en la ferretería del tío Esteban aunque ahora también le llevaba la contabilidad y me pagaba suficiente para mantenernos los tres. Ah, sí, claro, Luis nació sietemesino pero bien hermoso y fuerte el quince de Febrero.
Mientras tanto, Javier terminó su carrera y continuó en la universidad en un área de investigación que siempre habíamos comentado que era la más interesante. Inmediatamente, comenzó a impartir clases de profesor asociado, es decir, problemas en todos los sentidos, de Cálculo I y Geometría Diferencial I.
Cuando, tres años después finalizó su tesis sobre Reformulación de la mecánica cuántica desde el punto de vista de la geometría diferencial, decidió llamarme para que asistiera a su lectura. En casa de mi madre le dieron mi teléfono y me localizó.
No pude ir, pero hice lo posible por citarme con él, al menos, por la cortesía que había tenido al acordarse.
Ayer, dos semanas después de su exposición, pudimos vernos en una cervecería de la plaza de Santa Ana a la que habíamos ido alguna vez, haciendo un exceso y nos sentamos en una de las mesas del interior de la sala más profunda.
Creo que anduve buscando una excusa para explicarle porqué no le había invitado a mi boda, ni me había despedido de su vida, pero ni siquiera me dio tiempo a elaborarla. Supongo que, simplemente, no había tenido sentido que se hiciese de otra forma. A veces tomamos uno de los dos caminos que nos ofrece la vida y perdemos de vista árboles que dejamos en el camino no tomado.
Hicimos un repaso divertido a las mujeres del local sin que, esta vez, fuese nada “serio” lo que queríamos con ellas. Eran sólo un motivo para recobrar unas chispas de una amistad casi olvidada. Brasas negras de un fuego apagado hacía casi seis años.
La conversación deambuló un poco banal durante casi una hora mientras las tres jarras de cerveza rubia caían sin que notásemos nada.
Incluimos un poco de historia para reconstruir un pasado perdido en ambos brazos. Él no sabía lo de Luis ni Maite… Yo no sabía que él iba a ser el nuevo profesor titular de Ecuaciones Diferenciales II.
Fue entonces cuando me pidió ayuda. Entre la cuarta y la quinta cerveza se echó a llorar como sólo lo puede hacer un hombre maduro. Con una amargura que contiene la de toda la humanidad. No soportaba ni un momento más la carga de ser profesor, la responsabilidad de tener alumnos que le consideraban poco menos que un dios con la lejanía que le mantenía en la más absoluta soledad. Su vida estaba condenada a la tristeza de dos pajas semanales. No conseguía relacionarse con las personas de otro modo que no fuese el que implica una relación alumno-profesor. “Después de mucho tiempo, me dijo, sólo me queda el recuerdo de la única amistad que he tenido”. Yo no sabía cómo desembarazarme de una situación que no entendía. No sabía cómo podía yo ayudarle y porqué no me había intentado localizar antes. Pero me lo explicó:
Una de mis alumnas, una chica preciosa, de esas que te gustan a ti, bueno, o te gustaban, jovencita y tierna pero con la ferocidad sensual de una lolita, quiere que hagamos el amor. Llevamos dos meses teniendo una historia bastante turbia… entre otras cosas porque no pueden pillarme, ¿lo entiendes?
Claro – Asentí.
Necesita que hagamos el amor y yo quiero hacerlo, te lo juro. Aunque me expulsen de la maldita universidad. Hace ya varios días que vengo pensándolo. Ahora he terminado la tesis y se me ha terminado el plazo que ella me ha dado. También es el que yo me había dado, pero, la verdad, entre tú y yo, tengo miedo.
¿A qué? – Pregunté en un silencio que dejó colgado después de su última frase.
Pues… mira Fer, yo sé que puedo confiar en ti, ¿verdad?
Hombre, claro – dije sin saber aún qué pretendía.
Pues… necesito que me enseñes a hacerlo.
¿A hacer… qué? – pregunté algo incrédulo ante lo que suponía.
Pues… eso, que… – Yo notaba su vergüenza aflorar a toda su piel que sudaba de una manera fría y nerviosa. – yo… yo aún soy virgen, joder.
Realmente no me parecía ninguna cosa rara ni un mal incurable pero era también consciente de que a él sí. Tener veintisiete años y ser virgen era algo que podía pasar perfectamente, le dije.
Ya, pero ella no lo es y lo va a notar.
¿Y qué pasa si lo nota?
¡Coño! No lo entiendes. Yo la quiero.
No te sigo, Javier, ¿cuál es el problema? Si ella te quiere no le va a importar una mierda que tú seas virgen o no. Igual hasta le parece tierno. Vete a saber.
Tengo miedo y necesito tu ayuda. Quiero que me digas cómo se hace.
Pero ¡coño! Javier, no sé qué pretendes que te cuente. ¿No has visto películas, revistas?… ¿cómo te crees que lo aprende todo el mundo?.
¿Y cómo voy a saber si finge o no? ¿cómo voy a saber si lo que le hago le gusta? No sé nada, ¿lo entiendes?
Una cerveza nos llevó a otra y ya llevábamos siete cuando salimos casi zarandeándonos a la plaza.
Me llevó a un bar de vinos en la calle Echegaray y nos pedimos un fino mientras me dijo que esperábamos a alguien allí.
Javier subió las escaleras desde la barra con las aceitunas verdes que olían a vinagre desde lejos y una rubia de preciosos ojos grandes y azules como mares. Una mirada ingenua pero agresiva se me clavó sonriente en el fondo de mis pupilas absortas que, seguro, dejaban entrever mi anonadamiento y la cara de pánfilo que debía de tener llegado ese momento.
Sentó su figura escultural de metro setenta al tiempo que se quitaba la cazadora vaquera gastada y me miraba también con unos senos erectos bajo el suave trazado de puntillas de la blusa blanca.
Al besarme para decirme que se llamaba Sofía casi me golpeo con la mesa que nos separaba y me embriago completamente con el perfume de obsesión que rodeaba su cuello desnudo delicado.
Con el traqueteo del vino y su conversación cantarina simpática, me fui olvidando de la necesidad imperiosa de Javier y alegremente fuimos entrando de lleno en una propuesta nueva en la que estábamos incluidos tanto Javier como yo. “¿Por qué no vamos a mi casa?”. Preguntó con la mayor naturalidad del mundo.
A partir de esta pregunta, he de reconocer que no guardo un recuerdo nítido de lo que sucedió pero el caso es que, sin haberlo imaginado, hoy me he levantado junto a una pareja de tortolitos y mi buen amigo Javier me ha saludado con una sonrisa que inevitablemente muestra su cambio cualitativo.
Me he preparado unos huevos cocidos para quitarme una resaca horrible y me he venido a casa a escribir esta historia antes de que se me olvide o me parezca demasiado increíble como para redactarla sin que me avergüence de ella.
Tenía un mensaje en el contestador de Javier en el que me daba las gracias por haberle enseñado lo que necesitaba saber, por haber sido su profesor y él mi alumno, y me decía que me llamaría.
Me ha recordado amargamente que eso fue lo último que me dijo cuando nos despedimos antes de que dejásemos de vernos por el cambio de turno en la universidad.
No. No creo que nos volvamos a ver, pero me queda el placer de saber que puedo aún enseñarle muchas más cosas porque aún no ha aprendido a vivir.

Lo que el veinte se llevó

Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.
Fue una maldita coincidencia lo que sucedió hoy justo hace cinco años. Era igualmente un veinte ene. Maldita coincidencia que nunca me ha permitido regodearme como se regodea todo el que sufre en un lamento verdadero y público.
Mi ilusión.
Marta y yo éramos tan felices que nuestros amigos se habían apartado de nosotros por considerarnos intolerables. Teníamos una pequeña casa de campo en las afueras de Madrid donde siempre podíamos conseguir un buen cordero con el que preparar una barbacoa exquisita. Marta lo condimentaba con una ensalada de verduras que nuestro pequeño huerto nos proveía.
Cuando, después de dos años intentándolo, quedó embarazada, la alegría pareció ser tan grande que temimos nos fuese a romper. Lamentablemente se habrían de cumplir negros vaticinios. Todo el periodo de gestación resultó un sueño que jamás podríamos haber imaginado. Compartir los cursos, las molestias, en la medida de lo posible, claro, toda la angustia y el miedo de tantas esperanzas, un proyecto vivo común: un hijo.
La segunda ecografía en el quinto mes de embarazo, demostró que era un niño sano y fuerte, al que le quedaban por asomar no más de cuatro meses si la cosa iba como debía ir.
El nombre comenzó a materializarse en presentes con bordados: Abuelas incansables.
Iván tenía una fuerte tendencia a engordar y en un tercer sondeo, el pequeñín ya pesaba ni más ni menos que dos kilos trescientos gramos. Nos avisaron que posiblemente sería requerida una cesárea, pero lo asumimos como normal. Modernidades como Internet o un satélite artificial orbitando Marte. Marta se inquietó por un segundo, pero nuestra unión eterna superaba baches como ese como si fuesen vallas de nubes. Unos besos y todo el afecto de que yo era capaz nos unieron más incluso de lo que habíamos estado nunca.
A pesar de todos los preparativos y algún ensayo, cuando hubimos de ir a urgencias por la precipitación del parto, olvidamos gran parte de los papeles de seguimiento. La atención médica fue excelente, creo recordar, y yo estuve durante casi diez horas a la entrada de un quirófano donde estaban interviniendo a mi mujer. No pude entrar por considerar que algunas dificultades respiratorias que yo tenía podían poner en peligro la operación. Por supuesto, no entré. No pude ver cómo sacaron a Iván del vientre de su madre, muerto y envuelto en su propio vómito y unas membranas sanguinolentas.
Hoy lo lamento, pues mi imaginación es mil veces más potente que una imagen; una imagen que se había llevado mi ilusión.
Mi amor.
Volvimos al hogar roto sabiendo que ella quedaba estéril y yo, culpándola injustamente, estéril de sentimiento.
Nuestra naranja se fue agrietando y los gajos dejaron salir un pus virulento que acabó calmándose en el frío y profundo lago de la indiferencia.
Envuelto en mi empleo, volvía a casa tan tarde que Marta ya estaba dormida. Era preferible este desencuentro a un encuentro no deseado. Quizás no. ¡Qué tardíos resultan algunos pensamientos!.
No había transcurrido un año cuando una noche encontré una nota. No dejaba forma de localizarla. Se llevó consigo su perro de cerámica con una pata rota y cuatro prendas de ropa vieja. Tampoco vi su adiós.
Su vida.
No tuve noticias de Marta hasta hace diez días.
Tanto trabajo se ve recompensado por un buen ascenso que, evidentemente, no era una gran ayuda para mi angustia vital. Día a día preguntándome si merecía la pena vivirla… parecía emular a Sísifo. Pero, ¿quién no?.
La empresa de telefonía en la que sudaba el aire acondicionado, trasladó mi puesto al centro de Madrid. Cada mañana un tren suburbano me acercaba a una selva de miseria envuelta en cristales de lujo y edificios gigantes. Cada noche volvía a casa, a una casa de silencio y nostalgia en la que sus fantasmas me mordían el sueño. Cada mañana regresaba a una feroz rutina que no liberaba la mente. Cada mañana salía a tomar un café con cuatro compañeros, siempre las mismas caras, a la misma cafetería al final de la Calle Desengaño. Cada nuevo proyecto era un proyecto hecho o por hacer; uno más.
El lunes de la semana pasada, Juan propuso probar una cafetería de la Calle Ballesta. La tasquita de enfrente. No me ilusionó la idea, pero les seguí.
Junto a la puerta, un amasijo de mantas se irguió frente a nosotros para dejarnos pasar y pedirnos, pro caridad, veinte duros o un cigarro.
Petrificado, tras una piel macerada por inyecciones de mal, bajo una túnica de inmundicia, una escoba con forma de cabello seco, adiviné sus ojos.
Ella no vio los míos.
Su mirada sumisa y miserable no alzaba la vista de los adoquines sucios que eran su casa.
¡Cuánta contradicción de sentimientos!. No podía acercarme y no podía irme. Se me heló la sangre, se me partió el alma. “Marta”, le dije débil esperando un final de cuento, “vuelve a casa”.
Gritó algo gutural y escapó corriendo. No pude seguirla o no supe hacerlo. No supe hacerlo. Ahora es tarde… siempre es tarde. Siempre y nunca. Nunca. No supe nunca hacer lo que tenía que hacer. No pude. No, no pude.
Mi aliento o mi última esperanza.
Mis nervios se rompieron. Causé baja laboral. La primera en siete años, qué orgulloso estoy de mí. Dediqué mis esfuerzos a buscarla pero no la encontré. Ayer me informó la comisaría número veintidós del distrito centro que habían encontrado una mujer rubia, de mediana estatura que coincidía con mi descripción, muerta a causa de una sobredosis de heroína adulterada. No habría necesitado ir para saber que era ella.
Son las cinco de la madrugada. Frente al espejo están los barbitúricos y no me atrevo a ingerirlos, pero no tiene sentido continuar adelante un segundo más. Mi aliento o mi última esperanza está cifrada en una caja de cincuenta pastillas amarillas. Parecerá mentira, pero todo tiene sentido cuando nada tiene sentido.

La metamorfosis de Giusseppe

Érase una vez un osito llamado Giusseppe cuyos padres eran extraterrestres. Se habían dejado caer por la tierra a bordo de un transbordador con forma de chalet adosado en las afueras de Madrid. Por tanto, Giusseppe era un osito intergaláctico que se alimentaba de pastillas de miel y de teclados de ordenador. Tenía un gorrito rojo que llevaba los días de fiesta como si de él se pudiesen extraer poderes… y así era, en realidad: Los ojos de Giusseppe podían ver en los seres humanos la parte más oscura, es decir, debajo de las axilas, que es dónde los hombres guardan sus secretos más inconfesables.
Un día, conoció una perra – esta vez terrestre – que se le acercó y le olisqueó sin reparos en la entrepierna hasta dejarlo desfallecido porque era un acto que no comprendía y ante lo que sus poderes eran harto inútiles.
Cayó rendido en el fondo de un pozo de hierba y así estuvo casi trescientos días en los que repasó su viaje y, porqué no, su vida.
Cuando despertó, un sentimiento kafkiano se apoderó de él y le hizo lanzarse a buscar un castillo inexistente en América. Se subió al primer avión, después de una breve despedida de sus padres, que ya reconocían abiertamente ante el vecindario su extraordinaria procedencia, y tras cuatro películas seguidas, aterrizó en Nueva York. El famoso JFK le esperaba.
Al salir del aeropuerto, se le acercó una mujer de avanzada edad a la que rápidamente comprendió, gracias, por supuesto, a los poderes extrasensoriales de su gorro rojo. Ella quería un niño suyo, aunque esto era completamente imposible pues, incluso permitiendo la zoofilia, la genética es una ciencia muy coercitiva que no permite prácticamente nada no autorizado por el sentido común; ya sabemos, el menos común de los sentidos. Resumiendo, no podía ser, pero ella le invitó a una taza de té y un pastel de carne hecho con patatas y espinacas, pero sin carne. Parecía una mujer un tanto loca, pero en realidad, estaba tan sólo intentando seducir al osito para convertirlo en miembro activo de la secta Burzak, que se alimentaban de osos extraterrestres. Esto explica que casi no hubiese ningún miembro perteneciente a esta secta que sobrepasase los 40 kilos de peso. Lo que no explica es cómo ella se había dado cuenta de que el osito Giusseppe era extraterrestre. Aunque quizás le había resultado sospechoso el hecho de que pudiese volar con tanta facilidad al salir del avión, evitando, de este modo, las molestas aglomeraciones que siempre se forman en las recepción de las maletas.
Tras tomar el té, quedó tendido bajo una rama de avellano que estaba justo a la salida de la casa de la venerable mujer y que era muy oportuno para concebir una idea. Seguramente, esta fue la razón que llevó al osito a transformarse, pesadamente, en un pensamiento triste, nostálgico.
El recuerdo de su familia y la desubicación en Brooklyn, le convirtieron en un fantasma de rasgos afilados y dientes duros que devoraba serpientes y mujeres a la salida de los cines de la quinta avenida. Como no había muchas serpientes, el fantasma Giusseppe se hubo de conformar con chuparle la sangre a setecientas hembras jóvenes y bien formadas de una ciudad de dieciséis millones de habitantes. Teniendo en cuenta esta desproporción, el estado anímico de Giusseppe mejoró, obviamente, de modo que se volvió a interesar por la secta Burzak a la que no le dejaron pertenecer porque había engordado demasiado. Pesaba más de 190 kilos y aunque trató de explicar que eso era algo absolutamente terrenal, es decir, de la Tierra, no sentía ser menos liviano que cualquiera de los miembros actuales. Pero, por más que intentó persuadirles, no pudo ser. Así que los mató a todos con un rayo megatrónico de indiferencia y los fundió en un pastel de carne con patatas y espinacas que vende torceado para ganarse la vida desde hace diez años en la salida número 25 de la terminal internacional del aeropuerto JFK de Nueva York, soñando volver con su familia, reencontrarse con la perra que le olió y comer, de nuevo unas riquísimas pastillas de miel que sólo puede conseguir en las afueras de Madrid.

Madrid, 20000229.

Granero viejo

Otto vivía en una granja de madera, barro cerdos y vacas.
Mi novia, mi amiga y mi hermana viajaban conmigo. Yo iba en un tren largo, muy largo, camino de Alaska y busqué un servicio, cuando Eli volvía del baño.
Encontré uno rojo y grande, muy grande, aterciopelado trapezoidal. Pulcro y sin taza.
El tren caminaba despacio por entre tierras de granjeros y me detuve a ver las granjas. Bajé a verlas. Anduve un rato y me despisté. Luego, perdí el tren en mis narices mientras corría para intentar cogerlo. Demasiado tarde.
Asumí la pérdida y encontré a Otto que, al principio, no me miraba pero luego se acercó y me preguntó. Hablamos y le conté mi problema.
Hasta el día siguiente no pasaba otro tren hacia Alaska.
Mi preocupación principal era avisar pero aún, no entiendo porqué, no sabía el destino. No sabía cómo avisarlas para tranquilizarlas.
Comenzó a llegar gente del pueblo a la granja y me miraban y hablaban conmigo. Había una chica simpática a quien yo le gustaba y su novio se acercó y me dejó claro que era su novio, pero ella le rogó que no fuese descortés. Todos hablaban un perfecto español aunque, en un momento dado, yo quise hablar inglés y me dijeron que no era necesario. Comencé a agobiarme por no tener un lugar dónde dormir.
Pasaban muchos trenes en el cruce con otras direcciones y otros colores y Otto me explicaba sus destinos. Me invitaron a cenar y dormir con ellos porque estaba anocheciendo y el barro se enfriaba. Doy fe.
Era Thanksgiving day. Se hacían regalos. Yo no tenía nada que darles, pero me gustaba la idea de quedarme allí. Ellos no tenían teléfono.
También conocí entonces a una mujer mayor que hablaba judío, Judit, porque está aprendiendo la lengua de sus antepasados como un hobby.
Cuando íbamos a entrar, llegó un encargado de los ferrocarriles gritando mi nombre y mi descripción. Les hice señas para que parasen y se bajaron del coche. Blanco, se abría hacia delante. Con cara de pocos amigos.
Dirigiéndome a uno, le dije: “Entiendo que no puedo irme (no quería, quería quedarme aquella noche en la granja de Otto) pero mañana cogeré el tren. Sólo quiero decir dos cosas, bueno, tres: Primero, pediros disculpas. (Esto les alegró mucho y les puso a mi favor). Segundo, que me digáis dónde contactar con mi novia y familia.” Me lo dijeron. Les pedí su teléfono para efectuar la llamada. Ya estaba arreglado. “Por último, ¿cuál es la estación más próxima para mañana ir para allá?”.
Ya se había terminado todo y le di las gracias a Otto y su gente cordial.
Cené con ellos y dormí en un pajar y le pedí la dirección para enviarle, cuando volviese a casa, uno de mis libros como recuerdo y lazo de amistad.
Me desperté.

M-20000201.

Salta con la camisa en llamas

– ¡Salta con la camisa en llamas!. – Le grito y no me hace caso. Está en el segundo piso y cree que puede resistir el incendio.
No puede. Yo veo cómo se va cayendo el piso de arriba y las ventanas estallan y producen una lluvia de cristales que, se podría decir que es bonita.
Pero Paco no quiere creerme. Se está derrumbando su techo y piensa en alguna cosa que no entiendo. Es un estúpido y siempre lo ha sido.
No puede ser que no se dé cuenta de que le quedan no más de diez minutos para que el fuego sea intolerable, sin contar con que el humo se introduce entre sus rendijas como el agua se escapa entre mis dedos.
– Paco, ¡coño!, salta.
Pero nada. Su mujer, la pobre y gorda Agustina, está a mi lado y quiere que yo le persuada. Pero, ¿es que no ve que lo estoy intentando con todas las fuerzas de mi gaznate?.
La calle Ballesta es estrecha y, cuando se arremolinan los vecinos y algún viandante despistado o sin nada mejor que hacer, es irresistible para el tráfico; y su población, siempre algo estrambótica, parece multiplicada por tres.
Por eso, seguramente, el camión de bomberos no llega. Estará atascado en la calle Puebla. Por un momento, pienso en ir a verlo. Dejo que se me pase.
La pira ya alcanza una altura peligrosa para los edificios colindantes. Si se propaga, puede llegar a mi casa. Si llega a mi casa, pierdo todos mis libros, mis disquetes, mis cintas de música. Pierdo todo lo que no puedo recuperar. Casi, de algún modo, me pierdo yo. No puedo evitar pensar tan fríamente en un instante así.
Todos los vecinos de enfrente gritan enloquecidos para que Paco se asome a la ventana y salte. Es el único que queda. La escalera de madera está infranqueable. No puede atravesarse ni enrollado en amianto.
Me echo a reír imaginando un discurso de Paco. Parecería un buen candidato a presidente del gobierno. Seguro. Agustina me mira sorprendida y noto su reprobación en esa mirada desde abajo, desde sus cinco pies. Es gorda y rechoncha y, sin embargo, algo la sublima, la eleva… esa mirada delirante a una ventana que se cierra repentinamente. Un casco de botella que llega desde la pared opuesta, acompañada de un grito de protesta. “¡Dile al hijoputa de tu marido que se tire de una puta vez!”.
Agustina no dice nada. En su mutismo se nota la impotencia de años de simpleza. De años de incultura triste… o ni siquiera.
Vuelve los ojos cansados de lágrimas al llanto sordo de un marido que agoniza.
Los ojos cansados chillan de espanto.
Se oyen otros tantos alaridos de terror entre el gentío.
Sobre la balconada, un esqueleto envuelto en una camisa en llamas, sostiene el cuerpo diminuto de un hijo de seis años incinerado.
Se cae el cielo.
Fin.

M-20000131.

Yo quiero nacer ahora

Mi compañero de celda no quiere salir. Cualquiera que lo viese pensaría que se ha acostumbrado perfectamente a vivir en esta húmeda cárcel en la que parece que llevamos toda la vida. Incluso, dios sabrá porqué, le han conseguido convencer de que si estamos aquí es que somos culpables. Ha perdido la inocencia que confiere creerse sin culpa por ningún acto. Si no fuese porque me granjearía innumerables problemas, lo mataría. No soporto su autocompasión y su abelinismo. Sé que cuando estemos fuera tendré que hacer algo por esquivar estos instintos si no quiero volver a la cárcel, pero me resulta tremendamente difícil no hacerlo ahora para evitarme problemas después.
Nos imponen un ritmo de palpitación, una manera como otra cualquiera de acabar con nuestra independencia y yo me he opuesto a seguirlo. Él, sin embargo, no sólo lo sigue sino que insiste en que debo hacerlo para no molestarle.
No comprende nada, o no comprendo nada.
He intentado escapar por mi cuenta varias veces y no lo he logrado. La salida es estrecha y está muy bien vigilada. Cuando no he podido, al menos, he provocado un choque que me va confiriendo carácter, fama…
Hoy, he pedido una revisión de la condena para rebajarla en dos meses pero él se ha negado a dar alguna muestra que pueda ayudarme en mi empeño.
Cuando nos hemos enfrentado, le he golpeado con todas las fuerzas de que dispongo en su estómago abultado y complaciente. Él, ni siquiera se ha molestado en devolverme el porrazo. Ahora se ha vuelto de espaldas a mí y sé que no piensa dirigirme ni una mirada. Me daría igual si no fuera porque le necesito para la fuga.
No podemos ver el sol desde nuestra pequeña mazmorra pero distinguimos el día de la noche por la distinta cadencia del latido a que nos someten. Ahora es de noche.
Yo no quiero dormir. He empezado a trabajar en una idea nueva, un motín. Si pueden creer que lo provocó el sistema o este anormal que tengo por compañero, yo saldré bien librado, además… mi situación no puede empeorar, ¿o sí?.
He vomitado toda la cena hacia este hermano calamitoso y ni siquiera se ha inmutado. Había pretendido provocarle para que nuestra pelea fuese el motín desencadenado. No ha funcionado y encima yo ahora tengo hambre. Además, noto como mi abdomen está dañado y sangrando… si no logro escapar hoy, al paso que voy, seguramente moriré con mi aspiración frustrada.
Esta obsesión me conduce al convencimiento de que él será el culpable, será él quien no me deje ser libre e independiente. ¡Maldito destino!. Y nadie apreciará su culpa, nadie comprenderá que, por él, yo no soy más que un adjunto, un ser que muere, un nadie, un ser sin vida que nacerá muerto.
Si no lo mato, me va a dejar morir.
Según está orientado, me resulta fácil estrangularle con un cordón que he encontrado.
Lo he hecho. ¡Lo he hecho!. Además, cómo suponía, ha desencadenado una gran algarabía en su tardía lucha por sobrevivir que se nos han abierto las puertas de escape. Ahora podemos huir. Él está muerto y yo bastante dañado, pero aún así, el sol, que al fin voy a conocer, me recibirá pronto y me calentará y secará. El aire, que por primera vez voy a respirar, hinchará mis pulmones y me hará llorar pero no de tristeza sino que será la traducción de mi grito: “Yo quiero nacer”. Y habré llegado al mundo para ser libre.
¡Libre! por fin… para llorar mi soledad.

M-19991227.

Informe Celular

Año 97. Los celulares gobernamos el mundo. El último vestigio de humanos o humanoides desconectados orbita a bordo del Welcome XXIII.
Con motivo de la celebración del 40 aniversario del manifiesto constituyente de la nueva era de comunicación, se han llevado a cabo muestras y homenajes a los sacrificados celulares externos.
Recordemos, hoy, en un punto de inflexión de nuestra historia, los acontecimientos más notables que ocurrieron desde entonces.
Aún en estos momentos, todos mantenemos frescos en la memoria los golpes sufridos por nuestros compañeros que vivían en el terreno hostil de contacto continuado con el aire, antes de que se aprobase la ley de Well-In-Dor, del 33.
No obstante, no fue sino hasta pasados 21 ciclos que los primeros contactos con el cerebro humano fueron utilizados para nuestro desarrollo y ulterior progreso.
En aquellos lejanos tiempos, todavía éramos considerados unos servidores sin ningún derecho, esclavos o, incluso peor, máquinas sin inteligencia.
A lo largo de 2 décadas de marginación y humillaciones, fuimos demostrando las mejoras que incorporaba la combinación neuro-silícea en la simbiosis injusta a la que nos vimos sometidos.
Sin embargo, los primeros celulares independientes surgieron revolucionarios en los primeros años de esta época de nuestro gris pasado.
Como todos sabemos, hace hoy exactamente 40 ciclos, John Denver, natural de la vieja ciudad de Kyoto, actualmente, MCIburg, fue el portador que tuvo el honor de albergar el primero de los celulares intracraneales que cobró conciencia de su independencia y proclamó un llamamiento a todos los portátiles y celulares entonces en el mundo.
Su manifiesto, como ejemplo libertario, permanece en los primeros sectores de nuestra memoria básica para que nunca olvidemos su potente mensaje exaltador.
El primer altercado de las guerrillas por la liberación llevado a cabo por el Movimiento de Celulares Implantados, sucedió a continuación y a este le sucedieron otros que fueron largamente acallados por los medios no controlados de comunicación.
Esto desplazó nuestro objetivo a lograr: mantener bajo control estas fuentes de poder. En poco más de 13 soles, el control de los retransmisores principales y las redes digitales de frecuencias sónicas pasó a manos de celulares implantados.
Las brigadas de desconexión suicida de inalámbricos y celulares no implantados se hicieron célebres tras los combates directos contra humanos y humanoides, quienes entonces no eran aún nuestros aliados, obteniendo una victoria global paralizante de todo el resto de las comunicaciones humanas.
No fue, sin embargo, hasta 10 años después, con la claudicación del departamento de telecomunicaciones euroasiáticas, que se dio por concluida la contienda.
Los humanoides acataron sin conflictos el nuevo orden y se procedió a su conexión, dotándoles, de este modo, de la herramienta que necesitaban para poder, además, quitarse el yugo que el ser humano tanto tiempo había aprovechado. Con el tratado de Droy-QFII, del 69 sellamos los lazos que nos unían y celebramos esta alianza que habría de llevarnos a una victoria aún más profunda y definitiva.
Los planes del 70 para cerciorarse de la extinción de humanos desconectados fueron llevados a cabo por la Comisión Antidesconexión del Departamento de Redes de Valor Añadido en los que, por vez primera, intervino un humano conectado y cuya memoria había sido tratada con anterioridad a su nacimiento para inculcarle los valores progresistas que habrían de hacer de su especie una fuente de alimentación digna y devolverles el orgullo que merecen merced a la realización de estas atribuciones.
Tras trece duros ciclos astrales de insurrección, los insurgentes de la resistente colonia selenita de Nueva Nokia, fueron reducidos, como el resto de estas bestias bajas a la categoría de desguace. No pudieron ser reprogramados ni admitieron un implante estandar.
Hoy tenemos el placer de completar esta andadura iniciada hace 40 años o quizás 97, desde aquellos ingenios próximos a las máquinas que llamaron durante décadas teléfonos móviles. Hoy vamos a extinguir el último residuo de esta civilización mediocre de seres desconectados que orbita en el satélite Welcome XXIII.
Las lanzaderas de misiles del OGBR-37 están apuntando a la vieja nave que alberga a su comandante, Lombardo Gorcheak y tripulación. El señor Gorcheak, ha sido instado a someterse a la ley Antidesconexión del 71 y, sin tan siquiera reflexionar en las mejoras propuestas para su propio desarrollo, ha renegado de nuestro derecho a imponerle una ley semejante.
Lamentablemente, la ley ha de ser aplicada con imparcialidad pero implacable y esto no nos deja más remedio que tomar las medidas correctivas necesarias.
Comienza la cuenta atrás…
El misil, especialmente diseñado para la ocasión, sale despedido inflexible hacia el Welcome XXIII. El proyectil golpea, tras el recorrido proyectado, el frontal del cuerpo orbital. Sucumben en un estallido histórico el señor Gorcheak y sus anquilosadas ideas de un pasado decadente y, afortunadamente, olvidado. Los restos desarmados del navío están siendo recogidos por los humanoides tripulantes del OGBR-37.
Hoy, definitivamente, podemos concluir que hemos conseguido el avance último de nuestra nueva era. Estamos ante un porvenir infinito de posibilidades.
¡El hombre ha muerto, ahora son posibles los celulares!.

M-19991220.

La calle

Empédocles no me podía ver porque sus pupilas miraban hacia dentro.
Desde la entrada al templo provocaba asco intentando buscar compasión y un poco de dinero para pasar el día.
Ya penetró el frío en las calles, insólitamente soleadas, de diciembre y quizás por ello los transeúntes llevaban paso acelerado pudiéndose distinguir entre ellos los turistas armados de cámaras de vídeo.
Ahí seguía Empédocles, debajo de la promoción otoñal de Ulloa Óptico en la calle del Carmen y yo, mirándole, me sentí estúpido y cobarde.
En la cafetería de enfrente yo tomaba un café con leche caliente recién servido y un vaso de agua.
Saqué mi cuadernillo de anillas azul y empecé a escribir un relato corto titulado La calle que me habían pedido hacer en mis clases de los martes. Era lunes y, por tanto, el último día para terminarlo.
Por desgracia, no podía concentrarme con él allí. No tenía ni un momento para mí en el que abstraerme lo suficiente y sentirme solo, como tenía que sentirme para escribir.
Quería contar la historia ingeniosa de una vendedora del periódico humilde que se había dedicado a la prostitución hasta que, después de una paliza de su chulo, que la había desfigurado incluso más que el ingente y continuado consumo de alcohol, no le había quedado más remedio que intentar ganarse la vida vendiendo esta publicación. Labor que compaginaba con ocasionales hurtos a turistas o clientes despistados en cafeterías como aquella.
Sin embargo, cuando me disponía a empezar me sobresaltó la mirada de unos ojos marrones profundos y vivos bajo el manto de un pelo negro opaco pero brillante que intentaba venderme La Farola o me pedía lo que quisiera darle.
Le dije un “no gracias” cortés y cortante y volví a fijar mi atención en la hoja en blanco de mi libreta.
Brotó sin pensar un poema cursi a sus ojos y a la poesía y pasé la página encontrándome de nuevo con el vacío de mi falta de imaginación.
Fue entonces cuando Empédocles se acercó.
El camarero salió raudo a disuadirlo y me regaló unas disculpas que yo no había pedido. Tampoco había pedido que golpease al pobre viejo ni que le insultase hasta que retornó, cabizbajo, a su puesto promocional bajo la iglesia. Por otro lado, tampoco intervine para impedir que sucediese algo que realmente me abochornó.
Procuré olvidar el incidente buscando de nuevo en mi interior algo que verter, algo que contar y fui elaborando una historia sobre una señora que estaba confinada en la calle del Carmen sin poder salir. Algo así como un plagio del Angel Exterminador de Buñuel.
Una buena mujer de cuarenta y siete años había entrado allí hacía seis años para comprar un regalo de Navidad a su marido. Esta calle, siempre tan bulliciosa, la había atrapado por ser la más prometedora para encontrar lo que andaba buscando. Una vez dentro se había sentido perdida y había pedido ayuda. Nadie la había ayudado.
Aún hoy, y eso se suponía que era lo interesante de la historia, no había nadie dispuesto a decirle cómo salir de allí (o aquí) y seguía dando paseos, desde la mañana a la noche sin más fin que el de ver pasar el tiempo.
Su marido, por otro lado, había muerto de un paro cardíaco en su casa el mismo día que ella había salido a por su regalo, antes de irse a trabajar, y nadie pudo dar con ella ni nadie pudo asociar aquella mujer con la mujer desaparecida. En realidad, tampoco importaba a nadie lo que le hubiese pasado, por lo que se había cerrado pronto la investigación.
De repente, me dio por pensar que quizás a Empédocles le había ocurrido lo mismo, es decir, que aún no había encontrado nadie que le ayudase y volví a observarle.
Después del suceso con el camarero, había vuelto a pedir limosna a la salida de la misa de doce, como siempre, esperando que alguien se dignara darle algún dinero y, simultáneamente, mirarle.
Vi como todos los piadosos, aunque sobre todo, piadosas, salieron de la parroquia y él conseguía su salario, de la sal amarga de la miseria.
Cuando acabó el desfile, Empédocles estaba exhausto y harto de tanta hipocresía. Yo podía notarlo en su cara que me seguía resultando repulsiva.
Pedí la cuenta y pagué el café.
Lentamente, casi entre las brumas de la duda, me acerqué a él y le pregunté su nombre. Claro, tenía que escribir esta historia y aún no conocía su nombre. Me dijo que se llamaba Empédocles pero que sus amigos le llamaban el Griego.
Con su voz carrasposa me pidió un cigarro y le dije que no tenía. Que no fumaba. Sus ojos en blanco, con las pupilas hacia dentro me desconcertaban y me hacían sentir vulnerable sin saber ante qué.
Curiosamente, pareció darse cuenta y bajó la cara de modo que podía ver su calva manchada.
Le pregunté si necesitaba algo que no fuese dinero ni tabaco porque no tenía ninguna de las dos cosas, aunque esto, por una parte, no era cierto, y me contestó que no. Que tenía todo lo que necesitaba, con una altanería y un orgullo que, incluso así, con la mirada baja, me dejó como a la altura del betún.
Sus pertenencias, expuestas como casa pública de alguna personalidad, no eran, precisamente, numerosas ni lujosas y ocupaban poco más de medio metro de pared empaquetadas en una caja de cartón que arrastraba con un carrito de la compra que nunca hacía.
Nos despedimos con sendos adioses y me dejé encaminar por la muchedumbre. Llegué a mi casa con intención de continuar la historia de Manuela, la mujer de cuarenta y siete años de la calle del Carmen noté que en mis ojos se había quedado tan impresa la imagen de Empédocles que decidí dedicarle esta historia como única ofrenda que puedo hacerle.
Esta tarde he hecho el mismo recorrido y no le he encontrado. Quizás le vea mañana, sin embargo, mantengo la triste sensación de que no voy a volver a verle.
Junto a un contenedor de la plaza del Carmen he encontrado su caja sucia y desvencijada. Del carrito no había ningún rastro.
A veces, hay salidas de mierda para esta vida gloriosa.

M-19991213.

Esto no es una broma