Carmen está en Zaragoza en un encuentro de Tango. Fue gracioso cuando ayer su madre le preguntó al respecto: ¿Y Giuppe qué opina de eso?. Desde detrás de la silla negra nueva de dirección que nos hemos comprado para nuestra casa oficina, contesté, entre humorístico y enfurecido: ¡Mi mujer es libre de hacer lo que quiera!
Carmen se había comenzado a disculpar diciendo que era parte de su trabajo, que debía hacerlo para mantenerse al día, pero a mí me hirvió la sangre pensando cómo tantas y tantas parejas están juntas y cercenan sus libertades por el beneplácito de “la pareja”.
Y, finalmente, ninguna de las dos partes integrantes de la misma son felices, aunque la pareja, eso sí, puede llegar a ser eterna.
Nunca he sido una persona que considere que la pareja sea algo sacrosanto: es más, opino que la mejor situación posible del ser humano es la soledad, pero una soledad elegida, una soledad relacionada, vinculada a amigos, familia (aunque esa distinción da para otro largo soliloquio) y conocidos o, incluso, gente por conocer. Sin embargo, aumenta la tendencia a adoptar parejas más allá del hecho de las incompatibilidades, más allá del hecho de que quizá no se sea feliz a su lado, incluso, se está dispuesto a sacrificar el enamoramiento, esa pasión tan occidental que establece nuestras relaciones amorosas como si fuera la mejor manera de establecerlas.
He oído debates en los que siempre se critican las costumbres de acordar matrimonios (bien es verdad que suele ser muy discriminatorio para las mujeres) pero si en nuestra cultura está tan bien valorado el criterio de elegir pareja mediante el enamoramiento, ¿cómo puede entenderse que, después de un tiempo, la inmensa mayoría de las parejas admitan no estar enamoradas y, aun más, seguir juntos casi por una inercia cargada de costumbres y obligaciones?
Carmen es y será libre de hacer lo que quiera; pero no solo porque yo lo conceda, sino porque en realidad siempre lo es y lo será, le guste o no (referencia a Sartre y su sentencia “El hombre está obligado a ser libre”).
¿No hay límites en esa libertad?
La fidelidad es un artificio, una convención, que viene a asegurarnos que, en algún lugar, somos únicos, somos dueños de algo, pero ese algo no es la persona con la que estamos, es exclusivamente su posibilidad de realizar actos sexuales con otras personas ajenas a la pareja.
Bueno, supongo que nunca he entendido muy bien esto de la fidelidad. Es más, siempre me he declarado infiel por voluntad propia. Infiel, por supuesto, dispuesto a ser infidelizado.
Nunca he entendido la exclusividad, en ningún asunto, ni entiendo a qué se refiere esto de “acto”, ni lo de “sexual”, ni personas, ni ajenas, ni pareja. Para mí, todas estas palabras son dinámicas, son interpretables, abiertas y se usan para intentar acotar el significado de una palabra: fidelidad.
¿Me preocupa que Carmen me sea infiel en Zaragoza? Quizá mi subconsciente me está jugando una mala pasada y me hace hablar y pensar en ello. Quizá sea una represión consciente, racional, de unos miedos irracionales. Puede ser, pero también es importante pensar si debemos ser irracionales porque estamos enamorados o podemos manejar ambos hemisferios del cerebro: racionales e irracionales para ser más reales. (Referencia a los conjuntos de números)
Pero, siguiendo con esta pequeña idea de los números, ¿qué ocurre con lo imaginario, con lo irreal, lo soñado, las fantasías? Para mí es más de lo mismo: libertad absoluta, sin cortapisas: si se masturba soñando con otro, qué le vamos a hacer: espero que disfrute. Si me masturbo pensando con otra (no dije soñando, pero es que no suelo recordar mis sueños), espero que lo comprenda. El pensamiento es y debes ser libre. Libre absolutamente puesto que es lo que nos hace ser personas. Un pensamiento autocensurado es un pensamiento moribundo, por no decir muerto.
Y si de esos pensamientos o sueños o fantasías, hago partícipe a mi querida Carmen y ella decide hacerlos públicos, ¿no es algo acaso peor que la libertad? Claro, quizá ella (podría haberse hecho la misma pregunta cambiando los géneros) se consideraría libre para hacerlo, para divulgar la intimidad de uno de los integrantes de la pareja.
Estoy casi a punto de llegar a la conclusión de que es una cuestión más estética que ética. ¿Cuál de las dos acciones me gusta más o me disgusta más?