Tengo diagnosticada una tendinitis del manguito rotador en el hombro. Ya me pareció gracioso cuando me lo dijeron. Tener en el hombro una pieza llamada manguito rotador me hacía recordar a los manguitos flotadores que se usan cuando se está aprendiendo a nadar. Claro, será que el nombre es asonantemente igual o que también son manguitos o que se ponen en los hombros. El caso es que me pareció tan gracioso que estuve a punto de reírme y no pude reprimir una sonrisa y una pregunta: ¿Qué es eso? que a mi médico le debió parecer ridícula.
Pero, aún así, me lo explicó.
Desde entonces estoy yendo a una clínica de rehabilitación en la que no paro de tener unas meditaciones de lo más variopintas, pero algunas de ellas son un poco obsesivas. Lo cual no me sorprende mucho, dada mi tendencia a la obsesión (famosa película, por otro lado).
Cada día, llego a Guzmán el Bueno 133 y entro en la clínica Arimón. Entro pensando que el nombre me recuerda a un limón, pero no digo nada. La puerta del edificio Britannia de rango y abolengo tiene un portero vigilante que se pasa el día charlando con el vigilante de la urbanización. Me alegra, así no me pide los datos o me interroga acerca de mi destino, como ocurre en muchos edificios de Madrid.
Camino a lo largo del pasillo cuasi-parabólico y penetro en la sala donde, al menos 6 camillas están disponibles para realizar los ejercicios que cada paciente (usuario) tiene encomendados. También es donde las (recalco la a de las) terapeutas masajean a quienes lo necesitan.
Hay unas poleas para ejercitar la articulación del hombro y los codos que suelen estar ocupadas siempre, porque parece ser que tendinitis de manguito rotador, ahí donde se nombra, es de lo más común. Hay otros muchos artefactos o artilugios propios de cualquier campo de concentración o sala de torturas, algunos con cuero, otros de metal, pesas de distinta masa, barras de diferentes longitudes…
Y lo primero que intento es realizar «las poleas». Me he dado cuenta de que en este lugar los ejercicios son nombrados por la herramienta que se usa para realizarlos. Es como si dijese que voy a «el bolígrafo» en lugar de decir que voy a escribir y, mucho menos, para decir que lo que escriba será un poema, por ejemplo.
Realizo «las poleas» sentado, porque así es cómo debe ser hecho, con una mano asiendo una polea y con la otra asiendo la otra polea que está conectada con la primera, de modo que si hago una fuerza vertical y hacia abajo de una de ellas la otra experimenta una fuerza vertical y hacia arriba. Mientras estoy sentado pienso que no sé si la posición que adopto es la correcta: ¿debo sentarme un poco más adelante? Me dijeron que realizase la fuerza con la mano izquierda (el brazo izquierdo) que es el que tengo bien, pero ¿qué fuerza debo realizar? ¿de qué magnitud? ¿en qué dirección? ¿a qué altura del brazo derecho debo detenerme? ¿por cuanto tiempo debo detenerme cada vez que alcanzo el cénit?
Son casi diez minutos interminables durante los que no puedo dejar de pensar en esto. Pero es lo que me ocurre en los demás ejercicios. Son tantas y tan absurdas las dudas que sé que no debo preguntarlas, aunque es posible que alguna de las preguntas tenga sentido formularla a las terapeutas.
A, A, A… as…. as…. as…
Las pacientes, las terapeutas.
Apenas hay algún paciente masculino. No hay ningún terapeuta masculino. ¿Por qué?
Tengo una teoría que he ido formulando a lo largo de varias jornadas allí para ambas respuestas.
A los hombres no nos está permitido ser frágiles, rompernos, estar mal. Siempre tenemos que estar fuertes y sanos, incluso cuando no lo estamos. Aquel hombre que está mal es un débil y la debilidad no está tolerada entre los humanos del género masculino. Así que los pacientes que estamos por allí sentimos que no es nuestro sitio, que es un lugar para mujeres, regido por mujeres, casi como una peluquería en la que las máquinas de secar el pelo sostuviesen las permanentes de los rulos y el olor a amoniaco invadiese la pituitaria.
A los hombres no nos está permitido quejarnos. Y llorar… de eso ni hablamos. Así que, hombre, si lees esto, ya sabes, no vayas a una clínica, ni se te ocurra: eres un hombre, eres un hombre… y me acuerdo de In&Out y hasta me dan ganas de ponerme a bailar.
Y en ese ambiente tan recalcitrantemente femenino, es fácil entender porqué son mejores recibidas las terapeutas. Aunque otra teoría es que cuidar de otro ser humano es algo que hacen las mujeres de manera natural. Lo aprenden en la maternidad. Ja!
Esto me lleva a pensar que la paternidad no cuida de la manera que cuida la maternidad, pero claro, ahora que los roles profesionales han puesto las cosas de otra forma a como era hace siglos, quizá deba cambiarse también esta idea. La paternidad debe ser tan cuidadosa con otros humanos como lo es la maternidad. Y esa paternidad/maternidad más igualadas quizá acabe llamándose fraternidad en el sentido que le dio la Revolución Francesa, de cuidar los unos de los otros. O así me gustaría que fuese. Una fraternidad en la que los humanos cuidasen a los humanos por el placer de hacerlo, no por la recompensa, ni en el más allá ni en el más acá. Sino por el placer de hacerlo.
Mañana seguiré.