Cara de pánfilo. No hay nada como ver esa ventana para darse cuenta de que soy un pánfilo. A través de ella me veo suplicando a la realidad otra forma que no tiene, me veo intentando encontrar un poco de abono para las plantas de la casa, me veo llorando como hace milenios bajo la mesa azul.
En esa casa hay una mesa azul y yo estoy debajo. La pared tiene agujeros de los juegos de mis uñas mojadas en sudor. La pared es gris en el fondo de esos agujeros donde no llega el sonido del mundo. Un tipo al lado me mira dándome unas explicaciones que ni siquiera le he pedido y cuando voy a pagar me pregunto si me van a cobrar por las camisas desaparecidas.
Tengo cara de pánfilo. El dueño de la tienda mira con un ojo hacia el árabe que intenta justificar la desaparición y con el otro a mí. Me mira y a través de su cerebro liso me conecto con la situación. Es una ventana que como espejo muestra lo que está pasando mirado por mí: No sé mirar.
Tengo ganas de irme y de llorar.
Pienso si la camisa negra que llevaré a Londres está entre las seleccionadas y me voy. Salgo a la calle con 11 camisas pensando que tenía que hacer algo y al mismo tiempo pensando que esa ocasión es muy buena para escribir un relato titulado Cara de pánfilo, autobiográfico, por supuesto, pero no sé si lo escribiré o lo introduciré a capón en la ventana de enfrente para sacarlo con el abrebotellas de mi perseverancia.
En la ventana hay un niño llorando que no encuentra la mesa azul. Se siente viejo y cansado y no tiene ganas de llorar, pero llora porque no encuentra la mesa… No hay forma de huir, no hay forma de huir.
Con cara de pánfilo mira hacia mí y ve un espejo en el que se refleja él, que es otro espejo…
Hoy que está todo oscuro empiezo a ver algo a través de esa luz ciega, a través de esa noche imposible. Empiezo a ver luz en la tiniebla, un hilillo de fe en mí, perdido siempre en la nadatodo.
Me duele la tripa, casi me salgo completo. Encaramado en mi pajarera me siento ridículo e incómodo, pero más fuerte, con letras que hacen hombres, hembras, rajas copónicas y cortas costras arañando el perfil de vientos que azota la terraza. Las dos cuerdas silban, las pinzas son el cuerpo del violín que me viola, en esta postura idiota, mojado en sudor y cansado; pero fuerte fuerte, aún más fuerte, como a punto de fritar y soltar el animal que me habita y vuela, volará a la terrazas con las garras enhiestas, arrancará las entrañas de esa mujer que un día vi tendiendo y permitió mientras me miraba que me masturbase dibujando con mis ojos su silueta de verano. Llevaba poca ropa y yo tan solo unos calzoncillos azules de tipo slip en los que introduje mi mano derecha para calentarme, aunque era verano y hacía calor. Eran las 6 de la tarde y se veía perfectamente, tan perfectamente que se veía mejor que si no se viese. Esto, parece absurdo, pero, en realidad, lo es.
Podía ver sus pechos abultados bajo su camiseta de algodón blanca, dos tirantes gastados sujetos a los hombros, llenos de ganas de ser acariciados.
Se me llenó la boca de saliva…