Es difícil atalayarse en la mañana para mirar una terraza en la que no ocurre nada. Es tan duro reconocer en eso mi falta de imaginación que culpo a las lechugas de una indiferencia que solo es mía.
Esta terraza no conoce mi voyerismo, no sabe si estoy o no mirándola, tampoco sabe si escribo sobre ella o la uso como tonta excusa para escribir sobre mí mismo.
Y entonces me encuentro con que en mí no pasa nada (nuevo?) y no sé qué contar. Pero eso es otra maldita lechuga que dice muy poco de mí como escritor. ¿Soy escritor? Ahora no: no escribo.
Y buko ya me abrió los ojos una vez a ese respecto. El pintor es aquel que pinta, el escritor el que escribe y no que el escritor escribe. El escritor se hace con sus propios actos. El escritor no es en sí, sino que existe sí y solo sí escribe. No es necesario, es una mera conclusión de una forma de vida. Sus actos (en el tiempo) le hacen o me hacen pero no me hago porque las lechugas llenan de autocompasión lo que no escribo.
Esa terraza sigue en silencio gritándome que escriba, que escriba sin parar y muera bajo un montón infinito de archivos tecleados o fotografiados o creados o recreados o… que reflejen, como sea, el fruto de una acción.