No sé si al mercado o al mercadeo.
Hoy leo en El País que se va a comenzar a poner nombres de marcas comerciales a diferentes lugares públicos, como puede ser la parada de metro de Sol, que ya ha sido vendida (el nombre) a una empresa de tecnología y pienso que no hay límites.
Todo se compra y se vende, parece ser. Y, hasta aquí, incluso, soy capaz de verlo con ojos no sangrantes… lo que verdaderamente me hace hervir la sangre es qué cosas son las que sí se venden y qué cosas son intocables. Ahí es dónde radica la diferencia.
Cuando vea que se pone el nombre de una marca, digamos que de consoladores, a un confesionario, cuando vea que la corona real lleva el logo de microsoft, cuando el amarillo de la bandera lleve un anuncio de viajes a Japón, es más, incluso, se inserte la bandera de otra nación dentro de la nuestra para promocionar el turismo internacional, cuando vea que los toreros llevan banderillas de una conocida marca de refrescos… entonces, y solo entonces, me parecerá bien.
Sin embargo, se habla de habilitar espacio público para publicidad en los colegios (carne de cañón del consumismo), en los medios de transporte públicos, en los teatros, en los cines… en lugares considerados propios de la cultura, como cuando se deja el Teatro de la Ópera para un concierto de Bisbal, entonces lo que siento es que no se hace casualmente. Sólo aquellas cosas que «no importan» son susceptibles de ser vendidas como espacio en oferta.
Y esto me hace hervir la sangre, porque lo justificamos diciendo que no hay dinero… pero sigue habiéndolo para armamento, que podría, bien, llevar la publicidad de una empresa farmacéutica, por ejemplo, de supositorios en las balas, de compresas en las alas, de hospitales en las panzas de los tanques… sigue habiéndolo para actos políticos varios, más o menos institucionales, con una utilización casi goebbeliana del poder… cuando me gustaría que un discurso del presidente de la nación se haga desde el palco de una empresa de telecomunicaciones, por la ironía de la composición de esa palabra (nos comunican desde tan lejos…)
De nuevo, es momento de plantearse la reflexión de ¿hasta dónde vamos a dejar que la sociedad tenga como fuerza motora la rentabilidad económica? ¿tiene límite el poder del dinero? ¿debe tenerlo? ¿cuál es la alternativa?
Si todo se compra y se vende… ¿qué sentido tiene la democracia? ¿por qué no autorizar la compraventa de votos? ¿para cuándo permitir papeletas electorales con logos de empresas?
En realidad, votamos más bien un conjunto de empresas frente a otras, así que tiene sentido esta pregunta capciosa más allá del aparente disparate. ¿Por qué no votar a BBVA o BSCH, en lugar de a PP o PSOE? Quizá, así las cosas estarían más claras.
No desplazarse por la ciudad si no es para ir a algún centro comercial o comercio. No ir a la escuela si no es para aprender a consumir lo adecuado. No acudir al médico si no es para adquirir el correspondiente fármaco (las farmacias ya lo hacen así). No mirar el cielo si no es para encontrar un restaurante anunciándose. No pasear por las calles si no es para ver carteles de inmobiliarias. No beber agua sin saber que hay alternativas más edulcoradas.
Ha llegado el momento. Necesitamos definir límites. La crisis (esta interesante o interesada crisis) está haciendo estragos con nuestros valores hasta despedazarlos. Y Dios ha muerto hace lo suficiente como para que exista el superhombre… mientras tanto, seguimos siendo mezquinos consumidores de expectativas frustradas.