Lo que hago por dinero

Hago pocas cosas solo por dinero, pero con esto de la crisis (= el miedo a no tener dinero) estoy aceptando alguna cosa que no haría si no fuese exclusivamente por dinero.

Una de ellas (la única que recuerdo ahora mismo, de hecho) es darle clases particulares a un par de hermanos en las cercanías de la plaza Mayor. Me viene estupendo, porque pagan bien y estoy cerca de casa, tan cerca que el tiempo que tardo en desplazarme a/desde su domicilio al mío casi no lo tengo en cuenta. No es que sean mala gente, es que tienen un serio problema de actitud: me ignoran y me tratan como si fuese su criado (en el peor de los sentidos).

Procuro ignorarlo porque lo único que hago es pensar que me llevo mejor con la sumisa filipina que me trae el agua para que no tenga sed mientras les doy la clase en una habitación tan indecorosamente decorada con derroche de oro y plata, rancia como mansión de castellano viejo, de fortuna hecha con sudor ajeno, apestosa indecencia de ostentación arcaica.

Mientras, espero que pase el tiempo, unas 2 horas durante las que, de cuando en cuando, intento granjearme, ya no su amistad, sino cierto respeto y trato coloquial simultáneamente.

Pero ayer, hablando sobre la mucha gente que seguro que hay en la zona en Navidades, me responde el mayor con su altanería habitual:

Desde que han abierto la estación de cercanías de Sol, vienen gentes de Parla y Móstoles y así. Ya ves, se compran pisos en esos pueblos baratos y no tienen nada mejor que hacer que venir a Plaza Mayor a pasar la tarde en Navidad.

Le habría soltado una hostia si fuese violento. Le habría dicho que era un imbécil imberbe posiblemente homosexual reprimido, aunque esto no tenga nada que ver, y que más le valdría aprender a tener que ganarse la vida por su cuenta hasta darse cuenta de lo que es poder venir a pasear por el centro de Madrid y desahogarse de una vida en la que una tarde sin tener que ir a trabajar era algo lujoso de por sí.

Apunté sus frases literalmente en el cuaderno que llevo a la clase, para no olvidarlas. Pero no dije nada.

Me sentí un kuntakinte perdiendo completamente, no ya un dedo, sino el orgullo, la dignidad. Y tuve que acordarme muy mucho de que me viene bien su dinero. Recordé lo poco que me esfuerzo durante esas clases con ellos, y en especial con este, por que avance en su comprensión de las potencias, por la poca energía con la que gano un poco de dinero… aunque también desgastan estos silencios forzosos.

Cada semana valoro si haría o no esas clases. En cuanto tenga un par de alumnos más, buscaré una excusa, lo sé, para dejar de darles clase. Seguro que no soy el primero ni seré el único en una serie de tutores que no están dispuestos a ser tratados con tal indulgencia, con esa actitud de presunta superioridad en la que creen estar a salvo.

Y pienso en gillotinas.

Y pienso que da igual cómo le dé las clases, que sus padres se asegurarán de que tengan un futuro prometedor como líderes político-económico de este país, que sus padres harán que sus vidas sean tan sencillas como para no tener que pensar en viajar apiñados en un transporte público de masas para visitar, tomándose tan solo un bocata de calamares, un lugar inaccesible como es el centro de esta ciudad, una tarde de las fiestas navideñas.

Por una vez, eso sí, empaticé con esa costumbre que siempre aborrezco de venir al centro por esas fechas, empaticé con esa gente, me sentí esa gente, me sentí gente… y me alegré.

Esto no es una broma