Voy a echar de menos a una alumna de matemáticas

Quedan pocos días para que no tenga más clases con mi alumna preferida de particulares. Empecé a hacerle amar las matemáticas, la química, incluso a interesarse por la física, hace cuatro años. Estaba en tercer curso de ESO, creo recordar. Sus padres (y ella) consideraban que tenía dificultades especiales para comprender la materia. No estuve de acuerdo desde el primer día. Se lo dije y me creyeron. Ellos creyeron en mí y creo que ha sido útil y positiva mi aportación a su desarrollo, que, por otro lado, es variado y profundo, curioso, inquieto, ávido de conocimiento, de muy diversos tipos de conocimiento, como debe ser para no caer en especializaciones sectoriales que fabrican miradas agudas, pero no amplias.

El problemaAyer estuvimos haciendo unos ejercicios que, a modo de trabajo con el que sacudirse el problema de resolver exámenes, su profesor les ha propuesto terminar esta tercera y última evaluación de su segundo curso de Bachillerato. Uno de los ejercicios no nos dio tiempo a hacerlo durante la clase que tuvimos de dos horas de duración, pues intenté que, aunque yo le estuviese ayudando, fuese ella quien lo resolviese. Ética como su familia hasta límites tan inhabituales que avergüenza, que sorprende, mi alumna no se negaba a esa forma de afrontarlo, no solicitaba una solución fácil que sería la de que yo le resolviese todos los problemas y ella copiase: no, a ella le gusta aprender. Sí, ni más ni menos. Parece mentira en los tiempos que corren, parece contradecir lo que se dice constantemente de los adolescentes, pero así es: a ella le gusta aprender, desarrollar sus capacidades, pensar por su cuenta, razonar, solucionar problemas que no es que le resulten fáciles, no, es que ha entendido que en esto consiste la esencia de ser un verdadero ser humano, no en tener soluciones, sino en buscarlas, en tener problemas que hay que afrontar. Eso es ser un ser valiente, digno de llamarse humano. Lo contrario es convertir la humanidad en un conjunto de individuos adocenados de los de escapismo y truco fácil, de los seguir corrientes, de aprovechados, de inmorales personajes que esperan vivir con un cerebro de bajo consumo.

Estoy tan orgulloso de haber conocido a alguien así que me hace recuperar la fe en el ser humano, en la posibilidad que aún queda de que vaya mejor que como está yendo, que casi estoy dispuesto a darle clases gratuitamente. Y eso hice ayer, por la noche, cuando llegué a casa, después de haber estado dando clases a otros dos, muy distintos, niños cretinos malcriados, me puse a resolverle un problema que nos quedó pendiente.

Eran las 21:30. Comencé ordenado, recordando la forma de escribir el Tractaus de Wittgenstein, e hice las siguientes cuatro hojas, que contuvieron un error que me tuvo atascado durante unos minutos. Di con él, en la derivada de la función, justo cuando ella me contactó por whatsapp.

1

2 correg

3

4

La llamé. Estuvimos casi una hora hablando al teléfono y le ayudé a resolver la gráfica de la segunda función. Le fui siguiendo el razonamiento por teléfono, lo que resultaba más difícil de lo esperable, y acabamos teniendo casi la misma representación gráfica:

5 6

Terminamos pasadas las 22:30. Yo me quedé feliz de haberla podido ayudar. Ella quedó tranquila por darse cuenta, entre otras cosas, de que puede resolver problemas que, tiempo atrás, consideraba que jamás podría resolver. Pero ya no es la niña pequeña a quien comencé a dar clases, ahora es una persona a punto de convertirse en una de las más interesantes que yo haya conocido. Y saber que he formado parte de esa evolución me llena de orgullo, me hace feliz, de una manera que no sé explicar y que, supongo, sienten los profesores y, a veces, olvidan.

Esto no es una broma