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Después de ver este monólogo en el comienzo del primer capítulo de la serie The Newsroom, creada por el formidable Aaron Sorkin, me quedé pensando en la pregunta que había hecho la muchacha.
¿Por qué creen que América (sic) es el mejor país del mundo?
Está claro que la pregunta es capciosa como poco, pues da por hecho que lo es. En lugar de preguntar, a priori, si verdaderamente lo es.
Pero también tiene algo de, digamos, verdad: si estás en un lugar, sea América o Madrid, es porque se supone que lo has elegido (tienes esa capacidad, al menos) y has decidido que es el mejor lugar del mundo en el que deseas estar.
¿Alguien elige a conciencia el mal? Por esta pregunta tuve un debate inacabado con mi profesor de Filosofía de COU, el ínclito Manuel Sánchez Ortiz de Urbina.
Entonces, debo hacerme esa pregunta: ¿Es Madrid la mejor ciudad del mundo?
Y no sé qué responderme.
Seguramente diría que depende de cómo se mida esa palabra «mejor», tan inocente…
Hace años, escribí un relato titulado Crónicas de una ciudad muy dura pero de la que sigo enamorado, en la que terminaba diciendo que la amaba aunque tuviera granos.
Hoy día, con una ciudad que desanima a cualquiera a ser diferente, ruidosa, con habitantes bastante irrespetuosos con sus vecinos en todos los aspectos, con difícil convivencia, una ciudad hostil para el emprendimiento, un gobierno elegido que da vergüenza por lo pazguato, lo fundamentalista religioso, la podredumbre moral de los políticos, en un país más preocupado por la siguiente victoria de Nadal que por cualquier evento cultural, en un país que rescata bancos sin que exista la más mínima repercusión sobre sus propietarios, los que arriesgaron jugando a la especulación en este sistema que alienta la ambición como soporte del mismo, en un país casi militarizado, con leyes que se aplican contra todos, para evitar que tengamos que ser capaces de llegar a acuerdos, en esta ciudad, capital de este país, vivo disfrutando, como hoy, de un paseo bajo la lluvia y sabiendo que esta tarde puedo ir a ver a mi amigo Jaime Vallaure, quien expone un trabajo cerca de casa, en esta ciudad que se viste de sol, de nubes, de agua y hasta de humo, sí, de humo, con sus mejores galas, esta ciudad en la que tomarse un café con leche es de lo mejor… también anima.
No es fácil caminar por unas aceras infectadas de ciclistas desaprensivos (no todos los ciclistas son desaprensivos, solo aquellos que lo hacen por las aceras), por mascotas maleducadas (no todas lo están), conviviendo con horarios dispares, con gente que no siempre piensa en que el espacio es compartido.
Pero hay alegría.
Sí, no sé cómo expresarlo, pero la gente suele, incluso cabreada, ser alegre. Y la luz de este azul metálico impacta en el pecho, lo abre y hace sentir que se está donde se quiere estar. Es desordenada y sucia, pero eso mismo da una cierta sensación de libertad inaprensible, un poco lo contrario a ciudades como Estocolmo, donde tenías la impresión de que se iba a romper si la mirabas demasiado. Es no demasiado cara. Hay ganas de hacer cosas, voluntad, por encima de las dificultades lo que no deja de despertar la creatividad, aunque vendría bien un poco de ayuda.
Es vital. Madrid es una ciudad viva, con gente en la calle hasta tarde, con negocios y ocios abiertos con frecuencia hasta la hora en la que toca despertarse. Llego de, por ejemplo, Colmenar Viejo, y lo primero que agradezco es que haya gente, mucha gente por la calle, gente que va y viene, gente que se mira, aunque no mucho, que procura no chocarse caminando por la estrecha acera mal compartida, gente que saluda y alguna que no lo hace, gente que tiene ganas de vivir y saben que están vivos.
Estaría bien que fuese perfecta… o no.
De momento, aunque tengo claro que, posiblemente, Madrid no es la mejor ciudad del mundo, sigo eligiéndola como lugar donde deseo vivir. Espero que no empeore.