Tras ver la película Her quedé algo decepcionado por el tratamiento que le habían dado al hecho de que un humano se enamorase de un sistema operativo. (No nos dicen si es un sistema operativo de código abierto o propietario, pero eso quizá no era relevante)
Llegué a compararla con el amor que sintió en Blade Runner mi querido Harrison Ford, como Rick Deckard, dudando de la humanidad o no de su pareja Sean Young, como Rachael, esa replicante de perfecta ternura y belleza futurista. Y la obra de Spike Jonze palidecía indudablemente, obsoleta y obsolescente en tecnología según iba avanzando el metraje. ¡Eso comparándola con una película de 1982! Pero está claro que Her no es una de esas películas que harán historia en la Historia del Cine.
Allí donde Ridley Scott creó una obra maestra, icono de la cinematografía e influyente estética del postmodernismo, esta peliculita se queda en un entretenimiento con pretensiones con look neo-hipster e ínfulas filosóficas sin mucha chicha ni limonada.
Dicho esto, queda por añadir que no había visto una posible lectura que ayer me llegó así como en una epifanía: pretende ser más bien una película pionera en una dirección insospechada (quizá) en el mundo audiovisual cinematográfico de la industria norteamericana, la dirección de darle prioridad a lo sonoro sobre lo visual.
No es tan importante lo cibernético, sino en realidad darle preeminencia a lo acústico. De hecho, así resulta aún más acertado el haber elegido a la más conocida actriz del momento para interpretar la voz de ese «sistema operativo» del que se enamora el visible protagonista. Aunque esta elección garantizase que éramos capaces de ponerle rostro a esa voz y, de hecho, un rostro deseable desde todos los ángulos posibles.
Es una película sonora y que augura la llegada de un cine más sonoro que visual, un cine sin imágenes, un cine casi radiofónico, que hace un llamamiento a cerrar los ojos y descansar de la sobrecarga que supone el sobreestímulo visual permamente al que estamos sometidos.
El protagonista, un sosísimo Joaquin Phoenix, no se enamora de su ordenador ni de un ordenador ni nada semejante, sino de la voz del mismo.
El antagonista romántico (aunque casi merecería haber sido completamente el papel principal) es invisible en todo momento. Pero no inaudible. Y las relaciones que este hombrecillo patético tenía eran principalmente sonoras, a través de su teléfono móvil (aparatejo que no superará un par de lustros antes de verse claramente anticuado, haciendo que la película resulte anacrónica).
Sobre cómo esta relación (humano-máquina) es algo desequilibrada, asimétrica y, por supuesto, egoísta, ya lo deja claro la pequeña charla con su exmujer, pero resulta interesante también como retrato (o autorretrato) de la sociedad selfist en la que estamos viviendo.
El previsible final es tan torpe y precipitado que ni merece la pena mencionarlo. Lo único interesante acaba siendo ese pequeño toque de atención sobre la sobrecarga visual y su posible paliativo mediante sonidos desposeídos de acompañamiento figurativo. ¿Le ha llegado al cine (comercial) la posibilidad de explorar la abstracción?