Miles Davis

Suena en la tarjeta de sonido de mi ordenador
que vierte su canal de audio
a un conglomerado ecualizador y amplificador
cuyos altavoces me devuelven a través de un vibrante aire
la parsimonia de un instrumento de metal
que se llena de anhídrido carbónico
con restos de nitrógeno y argón
saliendo de la boca caliente de Davis
más de medio siglo antes de saber que iba a llegar a mis oídos.

El aparataje preciso para que hoy lo disfrute
es un amasijo de tecnología y voluntad memorística
archivística
que ha desgarrado más de un corazón
y abierto alguna vena
incluso
venas artísticas.

Ya no soy ni consciente de la digitalización de lo armónico
de la discretización de lo continuo
de ese tiempo incuantificable
tiempo de terciopelo negro a la orilla de una noche en nueva york
mientras las sirenas de la policía perseguían
a un joven que acababa de robar en una tienda de ultramarinos
que creyó estar a buen recaudo bajo la insegura protección de unos barrotes.

Teclas codifican lenguaje
para captar el universo de versos humanos
para captar y catapultar
estos momentos irrepetibles
de ternura.

Esto no es una broma