Estoy sorprendido de mí mismo.
No he comprado zapatos
desde que tenía que usarlos
para trabajos en los que el calzado era importante
para teclear.
Aunque recuerdo una vez
en Segovia
que hube de adquirir unos zapatos
para poder bailar Tango
hace tan sólo un par de años.
Mayor sorpresa es que los zapatos
sean marrones.
Siempre he preferido zapatos
negros
si no podía evitar ir con calzado deportivo.
Uso calcetines de algodón absorbentes
y blancos incluso aunque soy consciente
de que existe una postura estética contraria
a esta combinación tan
(parece ser)
irreverente.
Este tipo de cosas convierte la mayor nadería
en una revolución.
He comprado zapatos
de una marca que presuntamente está indicada
para personas con dolencias podales
pero he de reconocer que mi fauna de calzado
estaba al borde de la extinción.
Camino por las calles con mis nuevos zapatos
con suela acolchada
mirando a los demás seres humanos
pensando si se habrán fijado en que mis nuevos zapatos
marrones
son mucho más sofisticados que yo
y si habré de dejarme barba
para ajustarme
a la consonancia que exigen mis nuevos zapatos.
Por primera vez en mi vida
temo ser pisado
por si se manchan los zapatos
y los aparto del sol en su reposo doméstico
para que su piel no sufra desperfectos.
Como niño con nuevos zapatos
estoy ilusionado con algo tan carente de importancia
que me sorprende
el porqué no he descubierto antes
el poder revitalizador
del consumismo.