Toda la culpa la tiene la cartera

Me desperté pensando que podía ir a la piscina a nadar un poco, ya que había madrugado por culpa de la alergia, además así podría respirar vapores de agua clorada que no me hacen estornudar en un continuo espacio-tiempo molesto aunque no lo peor de lo que me ocurre.

(ya van tres me)

Y cuando fui a coger la cartera, ya con el bañador puesto bajo los vaqueros para ahorrar unos míseros segundos en el vestuario populoso, no la encontré. Soy tan meticuloso o puntilloso que es casi imposible que la hubiese dejado en otro lugar distinto al que la dejo nada más entrar en casa, o que no estuviese en la pequeña repisa junto al termostato que es el otro único lugar en el que podía estar si Carmen había tenido a bien colocarla en lo que ella considera que es su sitio.

No estaba en ninguno de esos lugares así que los nervios comenzaron a aflorar en mí y no podía dejar de pensar en que la podía haber perdido… y no me preocupaba en absoluto el dinero, puesto que seguro que no había más de 20€, que ya es mucho para mis costumbres. Pero pensar en la pérdida de tiempo y molestia que suponía renovar toda la documentación que llevo me estaba poniendo muy muy inquieto. DNI, carnet de conducir, tarjeta(s) sanitaria(s), tarjeta de crédito a punto de caducar, tarjeta transporte (no personal, así que tan solo era dinero) y tarjeta de acceso al gimnasio o piscina de agua ligeramente clorada que no me hace estornudar.

Y la cartera en sí.

Sí, la cartera o pequeño monedero (aunque no caben monedas) o mejor dicho tarjetero, de dimensiones reducidas y que me recuerda tantísimo aquel primer viaje que hicimos Carmen y yo a Donosti allá por 1999 cuando comenzábamos a conocernos, pero que debía «superar» (sí, era una especie de prueba, lo siento) para saber si ella era LA persona con la que podría estar el resto de mi vida, si ella quería (y yo superaba sus pruebas, que también las hubo), sí, la cartera era otra de esas cosas que no quería perder. Estuvimos alojados en una pensión modesta (los precios eran más baratos y teníamos más dinero) llamada Pensión Bikain en el corazón de Donosti. Fueron amables y nos regalaron dos carteritas que nos repartimos entonces. La primera la estuve usando más de 10 años hasta que se cayó de vieja y desgaste… y le pedí a Carmen la suya para poder seguir usándolas, pues ella apenas le daba uso.

Hoy fui a coger la cartera, ya con el bañador puesto bajo los vaqueros puestos para ahorrar unos míseros segundos en el vestuario populoso de mi piscina, y no la encontré.

Pero estaba, afortunadamente, en el otro lugar donde podía estar: en la mesa de mi estudio donde ahora estoy escribiendo este texto sobre una cartera que en realidad no perdí y de una piscina a la que no fui, desde donde he comprado billetes de tren para Donosti en septiembre de este año, reservado alojamiento en un hotel (no había disponibilidad en la Pensión Bikain) y escrito a mis amistades de allá con las ganas enormes de encontrarme con un cariño como pocas veces he sentido e ir el viernes a la tarde al Paseo Nuevo a ver cómo rompen las olas mientras otro año más ella está junto a mí, ir el sábado a la mañana al Sagardo Eguna a la plaza ‘la Consti… y comprar un par de vasos que llevar de vuelta a Madrid con un recuerdo maravilloso grabado en el cristal… y en la memoria.

Me desperté pensando que podía ir a la piscina y ahora sé que lo que quería era ir a Donosti.

Esto no es una broma